martes, 4 de marzo de 2014

EL SUEÑO DE JULIA

 ¿Dejarás que el sauce llorón venga a envolverme con sus ramas
¿Podrá el maestro de la nieve quebrarme?
¿Podrá desbloquear mi mente?
¿Me atraparán esos pasos que vienen?
¿De verdad estoy muriendo?
                                                                                                   
(Julia dream)
Pink Floyd




Julia esperó otro bombardeo de luz. En ese momento, la oscuridad, la densa y palpable oscuridad, parecía tan sólida que creía estar frente a un muro de carbón, y que ese muro estaba a escasos centímetros de su nariz, vidrio mediante. Pero no existía barrera alguna entre ella y la vastedad del campo. Allá afuera había una llanura que se metía de lleno en sus pupilas cada vez que las ramificaciones de un rayo se desperezaban en el aire.
La espera finalizó cuando de golpe se blanqueó nuevamente el paisaje y sus ojos se iluminaron de fuego eléctrico, como sus mejillas transpiradas, como su frente virgen de arrugas, como sus labios agrietados por la fiebre. Tenía mucha sed y se imaginó salir a la pradera, quedarse parada, presa de la noche, apretada de sombras, y aguardar a que cayeran las primeras gotas de lluvia. Levantaría la cabeza y abriría la boca; sacaría la lengua y dejaría que la dulzura exprimida de esas nubes le tamborileara su rugosidad.
Ardía de sed, ardía de libertad, y ese ardor que veía en el cielo, con esporádica frecuencia, parecía imitarla y decirle: “yo también estoy ardiendo, yo también me retuerzo de calor, yo también tengo tanta sed que bebo de las nubes rebosantes de lluvia con tanta desesperación que se desparrama el agua hacia el suelo por entre mis cientos de bocas que van bebiendo de este cielo seco”.
Se sonreía imaginando al cielo con bocas, miles de ellas, chupando las nubes, mordisqueando sus bordes redondeados hasta hacerlas explotar de frío frescor.
Hubo otro brote de luz y algo apareció en medio del campo infinito. Fue un par de segundos pero le bastó para comprender que “eso” que estaba allí la miraba. Instintivamente apartó su cara de la ventana que condensó una bocanada de aire tibio y empañó su visión de la oscuridad. Se pasó la lengua por los labios, se formaron nuevas gotitas en su frente y ahora no sabía si quería esperar otro relámpago. No sabía si quería volver a ver la llanura blanca porque ahora "algo" había allí. No sabía qué, pero era una presencia que, oculta por la oscuridad, parecía vigilarla. 
Escuchó un golpe, suave, casi imperceptible, como un latido. Empezó a llover. Lo supuso porque allá afuera nada se veía. Se escuchó una ráfaga de viento y también lo supuso porque allá afuera nada se movía.
Se volvió a acostar en la cama y se tapó hasta que las sábanas le cubrieron la nariz. Hubo otro relámpago y agradeció no haber estado asomada a la ventana. Ese segundo  destello hizo que viera, por segundos, el techo, la lámpara que colgaba de él —inservible por la ausencia de corriente eléctrica— y las paredes sin revocar, sin pintar, sin decorar de su habitación.
Después del resplandor vino el crepitar; un crujido seco y, luego, el retumbar cada vez más lejano en el campo llano.
Quiso levantarse y asomar sus ojos otra vez por la ventana, pero eran solo deseos, porque se dio cuenta de que estaba aterrada. Los temblores no eran por la fiebre, ¿o sí? No eran por la enfermedad que le dijeron que tenía y de la que no se acordaba su nombre, ¿o sí? Eran por “eso” que estaba afuera. ¿Y si se estaba acercando? ¿Y si se estaba deslizando hasta su ventana? ¿Qué clase de valor tenía para no querer ver lo que estaba ocurriendo allá afuera? ¿Cómo iba a escaparse si se quedaba como una muñeca de trapo tirada en la cama con las sábanas tapándola como si fuera una cubierta que la hacía falsamente invisible?
Apartó la tela de su cara. Empezó a temblar pero estaba decidida a emerger de su caparazón de algodón y asomarse al puro horror.
Apoyó los pies en el piso y se quedó sentada en el colchón, enfrentando  la parte baja de la ventana. Tenía que pararse para que su rostro quedara a la altura del vidrio que no paraba de chorrear agua.
Lo pensó unos minutos, no muchos. El tiempo cronológico (no el tiempo meteorológico que era un desastre) avanzaba.
Pensó: “uno, dos y tres”, y se levantó de golpe asomándose justo cuando se apagaba el último destello de luz.
Y lo volvió a ver.
Antes de que el campo se tragara la luminiscencia del último rayo, lo volvió a ver. No sabía a ciencia cierta qué era lo que había visto. ¿Una silueta humana? ¿Un animal? ¿Un monstruo?
No quiso averiguarlo y se tiró en la cama boca abajo.
Vino otro rayo, el trueno y una ráfaga de viento.
Otro rayo, otro trueno y otra ráfaga de viento.
Otro rayo, otro trueno y… un aullido.
Se le erizó la piel. Una cosa, pensó, era imaginar algo, no estar segura de su propia razón, pero un sonido era algo más palpable. Aunque cabía la posibilidad del viento. Estaba soplando como lo hacía el lobo de las fábulas: “¡Soplaré, soplaré y tiraré tu casa abajo!”, se acordó. No tenía miedo de que su habitación caiga como las irrisorias chozas de los cerditos del cuento, sí lo tenía si ese aullido venía de esa presencia que solo había llegado a vislumbrar, cuando la marea de luz se había retirado dejando una forma difusa en su retina.
Otro aullido rompió el silencio y estaba segura de que era un lobo, aunque también sabía que en ese lugar no los había, entonces se dijo que era un coyote o una hiena, aunque descartó esta última porque se acordó de que las hienas no aúllan, se ríen. No pensó en un perro; un perro no tenía nada de amenazador.
Y entonces llegaron los rasguños en el vidrio. “Eso” había llegado y trataba de entrar.
Ahora menos que nunca se daría vuelta. ¿Esperaría a que las garras la deshicieran en jirones mientras “eso” aullaba a la luz de los relámpagos?
Y se acordó de las ramas secas del roble que cercaban su casa. ¿Podía ser? ¡Claro que no!, se amonestó. ¿Cómo iba a tener miedo de las ramas de un árbol, del mismo árbol en donde se subía en verano para esconderse entre sus hojas verdes y lustrosas?
Su miedo parecía hundirla cada vez más en el colchón de su cama. Parecía que aumentaba de peso, como si algo la succionara a un túnel que, pensaba inocentemente, la protegería de los cientos de lobos —porque ahora imaginaba que eran cientos— con sus garras afiladas que ya estaban entrando a su habitación.
Aullido y rasguño mediante, la habitación de pronto explotó con luz artificial. Había vuelto la corriente eléctrica. Entonces, abrió los ojos que los había mantenido cerrados con la fuerza de su convicción —convicción en no querer ver su propia muerte— y vio con espanto, debajo de una almohada, dos ojos que la miraban fijos. Ojos negros, brillantes, muertos; duros como el plástico.
La luz fría de la lámpara del techo señoreaba por todos los rincones haciendo visible la habitación entera. Todo parecía normal, pero esos ojos inertes, semiocultos, eran tan reales como la felpa oscura que los cobijaba. Estaban allí, y no apartaban la mirada fija de la suya. Era "eso" que había logrado entrar a su habitación y la miraba sin pestañear. 
De repente, volvió a cortarse la luz. El rugido del trueno que vino a continuación, no pudo ahogar el grito de Julia que, en un  último y desesperado intento de salvación, se tapó la cara con las sábanas al percibir con terror cómo, con el último resplandor, esos ojos negros, muertos y ahora sin brillo, empezaron a avanzar hacia ella.