viernes, 18 de marzo de 2011

ALQUIMIA


 El pasado es la única cosa muerta
cuyo aroma es dulce.

Edward Thomas (1878-1917)
                                                                                                             




Después de un prolongado corte de luz —unas ocho horas sin corriente eléctrica—  el interior de mi heladera se había convertido en un depósito de agua estancada, turbia. Es entonces que decido hacer una limpieza general sacando botellas, recipientes con cosas que no recordaba haberlas guardado, algunas manzanas machucadas, más botellas y latas de conserva abiertas, restos de manteca y mermeladas y un sinfín de recipientes, bandejas y sobres con condimentos dudosos. Tiro a la basura restos de fiambres, yogures vencidos y el sobrante de la cena anterior. Saco un ejército de frascos y envases para ver qué sirve y qué no. Y aparece, de improviso, escondido en un rincón, algo que Lucía atesoraba como si fuera un santo grial y del que comía con culpa por el horror a enfrentarse al espejo y darse cuenta de que había engordado.
Se me estruja el corazón. Me empiezan a temblar las manos. Estaba absorto en una limpieza casi pueril que ese símbolo de tantas cosas pasadas me cae como un mazazo en pleno estómago. Me toma desprevenido. Pero ahí estaba. Un envase plástico de dulce de leche que había olvidado que existía. Un dulce que yo reponía cada vez que se terminaba sin decírselo, y que ella comía a escondidas sin decírmelo en una especie de pacto desquiciado en que ella hacía lo que no debía y yo permitía que hiciera lo que no me importaba que haga. 
Saco el envase despacio, lo miro y lo veo sumergirse en una atmósfera líquida; la respiración entrecortada anuncia una tormenta interior, una que ya creía olvidada. Lo destapo con cierto temor de que esté inservible. La tapa pegoteada se me cae de las manos. Está por la mitad, la otra mitad se fue con Lucía, allí, en donde quiera que esté.
Se me inunda la boca con un gusto amargo. Entonces decido comerme el resto, para anular esa amargura, en una especie de comunión con la verdadera dueña de ese dulce que estuvo oculto tanto tiempo y que un apagón de luz lo sacó de la oscuridad.
Hundo el dedo índice en el dulce de leche y saco una hilacha oscura y pesada que me llevo a la boca. Tiene un gusto áspero y azucarado, quizás por el tiempo que estuvo en la heladera sin ser tocado. 
¿Cuánto tiempo de eso? Mucho. Mucho tiempo, pienso.
Saboreo el dulzor con nostalgia y salgo al patio. Mi mirada se pierde en un horizonte lleno de nubes, con algunos destellos de plata aquí y allá que anuncian una tormenta.
Empieza a escurrirse por entre las ramas largas y sedosas del sauce llorón un aroma a tierra mojada. Luego, como en una coreografía ensayada de antemano, vendrá el viento tibio, la lluvia fresca, la canción de la siesta.
Vuelvo a hundir esta vez dos dedos en el dulce y la recompensa es mayor. Me lleno la boca con ese sabor a pasado que me hace arder los ojos. Quiero echarle la culpa al viento, pero el viento aún no ha llegado. 
Persiste el lejano olor a tierra mojada, una inminencia indeclinable que choca con la realidad; mis pies aún están pisando un polvo tan fino y seco que parece harina de maíz.
Al fin el viento llega. Un aliento con aroma a electricidad. Suelto una risa enloquecida para protegerme, para desafiar la melancolía, para soportar  el desasosiego, para calmar la pérdida. El viento mueve los troncos de los sauces, balanceándolos peligrosamente. Pronto caerán las primeras gotas. Pesadas y grandes. Como el dulce de leche que caía a escondidas en la boca nocturna de Lucía.  Como las saladas lágrimas en mis ojos  que se están deslizando furtivas,  como un río manso y clandestino.
Y es entonces que escucho un susurro en el viento. Es algo indefinido. Cierro los ojos para concentrarme mejor e imagino las ramas finas y verdes del sauce entremezclándose con los mechones oscuros de sus cabellos. Quiero abrirlos pero sé que si lo hago la ilusión va a desaparecer.
“No los abras”, me dice una voz de mujer.
El viento ahora parece corporizarse. Tiene manos, dedos y brazos que se deslizan por mi cuello, abriendo mi camisa y desordenándome el pelo, dándome escalofríos, acariciándome la espalda, lastimándome, desgarrando la coraza que había forjado con paciencia de artesano.
“Por fin te acordaste”, vibra una súplica que parece venir de entre las hojas amarillentas de los sauces. Quiero decir algo pero no puedo. Después de tantos meses no sé qué decir.
“No digas nada”, dice adivinándome el pensamiento. Su voz va y viene. Una letanía que me rodea como un coro.
El viento ahora es más violento, más provocativo. Me golpea. Me golpea con ráfagas que me invade con el mismo olor a tierra mojada, pero también con el del musgo, de la turba, de las raíces de un bosque en permanente penumbra. De pronto, siento una sacudida y el pote de dulce de leche es arrancado de mis manos. Mantengo los ojos cerrados, haciéndole caso a esa voz que me nombra, a esos besos de tierra que me ciegan.
Luego de unos minutos; eternos minutos en que confundía el roce del viento con el roce de un vestido imaginario  —su último vestido—, todo se sumerge en el silencio. Abro los ojos y miro alrededor. Todo está azulado, como si fuera una fotografía dejada al sol durante meses. Ya no hay perfume. Ya no hay caricias. Ya no hay nada más que la inminente tormenta.
Busco el envase y no lo encuentro. Es raro e increíble.  Inexplicable. Camino en círculos, pero no logro encontrarlo. Me parece imposible que haya desaparecido en un patio rodeado de arbustos tupidos y densos. Interrumpo la búsqueda porque una lluvia torrencial cae de repente como si alguien hubiera tajeado el vientre preñado de agua de una nube gigantesca.
Entro a mi casa corriendo sin dejar de buscar con la mirada afiebrada algo tan ordinario como lo es un recipiente de plástico, algo que para mí pasa a convertirse en una incógnita. Pero desisto. No está en ningún lado. Es como si se hubiese deshecho bajo la lluvia, como su voz, como sus caricias de ultratumba.


Todo este último año estuve desorientado, sin brújula, con las esporádicas visitas a una cruz de mármol fría e indiferente. He dejado de dar esos paseos vacíos y sin sentido. Ahora mi heladera está llena de potes y potes de dulce de leche. Se viene la estación de las lluvias y sé que ella va a estar ahí, esperando, para seguir atada a algo terrenal, a algo que puedo ofrecerle como si fuese el néctar de los dioses. Una especie de Hilo de Ariadna que la guíe y la saque de una vez por todas de ese laberinto amargo en donde se encuentra. El mismo laberinto que a mí me fue encerrando hasta dejarme en una completa y asfixiante oscuridad.
Solo hace falta una ofrenda de dulzura, un viento áspero, unos relámpagos de oro y plata para que su respiración eléctrica, su vestido de hojas muertas, en ese límite en donde se mezcla lo real y lo irreal, se transforme en una alquímica presencia.

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