El pasado es
la única cosa muerta
cuyo aroma es dulce.
Edward Thomas
(1878-1917)
Después de un prolongado corte de luz —unas
ocho horas sin corriente eléctrica— el
interior de mi heladera se había convertido en un depósito de agua estancada,
turbia. Es entonces que decido hacer una limpieza general sacando botellas,
recipientes con cosas que no recordaba haberlas guardado, algunas manzanas
machucadas, más botellas y latas de conserva abiertas, restos de manteca y
mermeladas y un sinfín de recipientes, bandejas y sobres con condimentos
dudosos. Tiro a la basura restos de fiambres, yogures vencidos y el sobrante de
la cena anterior. Saco un ejército de frascos y envases para ver qué sirve y
qué no. Y aparece, de improviso, escondido en un rincón, algo que Lucía
atesoraba como si fuera un santo grial y del que comía con culpa por el
horror a enfrentarse al espejo y darse cuenta de que había engordado.
Se me estruja el corazón. Me empiezan a
temblar las manos. Estaba absorto en una limpieza casi pueril que ese símbolo
de tantas cosas pasadas me cae como un mazazo en pleno estómago. Me toma
desprevenido. Pero ahí estaba. Un envase plástico de dulce de leche que había
olvidado que existía. Un dulce que yo reponía cada vez que se terminaba sin
decírselo, y que ella comía a escondidas sin decírmelo en una especie de pacto
desquiciado en que ella hacía lo que no debía y yo permitía que hiciera lo que
no me importaba que haga.
Saco el envase despacio, lo miro y lo veo
sumergirse en una atmósfera líquida; la respiración entrecortada anuncia una
tormenta interior, una que ya creía olvidada. Lo destapo con cierto temor de
que esté inservible. La tapa pegoteada se me cae de las manos. Está por la
mitad, la otra mitad se fue con Lucía, allí, en donde quiera que esté.
Se me inunda la boca con un gusto
amargo. Entonces decido comerme el resto, para anular esa amargura,
en una especie de comunión con la verdadera dueña de ese dulce que estuvo
oculto tanto tiempo y que un apagón de luz lo sacó de la oscuridad.
Hundo el dedo índice en el dulce de leche y
saco una hilacha oscura y pesada que me llevo a la boca. Tiene un gusto áspero
y azucarado, quizás por el tiempo que estuvo en la heladera sin ser
tocado.
¿Cuánto tiempo de eso? Mucho. Mucho tiempo, pienso.
Saboreo el dulzor con nostalgia y salgo al
patio. Mi mirada se pierde en un horizonte lleno de nubes, con algunos
destellos de plata aquí y allá que anuncian una tormenta.
Empieza a escurrirse por entre las ramas
largas y sedosas del sauce llorón un aroma a tierra mojada. Luego, como en una
coreografía ensayada de antemano, vendrá el viento tibio, la lluvia fresca, la
canción de la siesta.
Vuelvo a hundir esta vez dos dedos en el
dulce y la recompensa es mayor. Me lleno la boca con ese sabor a pasado que me
hace arder los ojos. Quiero echarle la culpa al viento, pero el viento aún no
ha llegado.
Persiste el lejano olor a tierra mojada, una inminencia
indeclinable que choca con la realidad; mis pies aún están pisando un polvo tan
fino y seco que parece harina de maíz.
Al fin el viento llega. Un aliento con
aroma a electricidad. Suelto una risa enloquecida para protegerme, para
desafiar la melancolía, para soportar el desasosiego, para calmar la
pérdida. El viento mueve los troncos de los sauces, balanceándolos peligrosamente.
Pronto caerán las primeras gotas. Pesadas y grandes. Como el dulce de leche que
caía a escondidas en la boca nocturna de Lucía. Como las saladas
lágrimas en mis ojos que se están deslizando furtivas, como
un río manso y clandestino.
Y es entonces que escucho un susurro en el
viento. Es algo indefinido. Cierro los ojos para concentrarme mejor e imagino
las ramas finas y verdes del sauce entremezclándose con los mechones oscuros de
sus cabellos. Quiero abrirlos pero sé que si lo hago la ilusión va a
desaparecer.
“No los abras”, me dice una voz de mujer.
El viento ahora parece corporizarse. Tiene
manos, dedos y brazos que se deslizan por mi cuello, abriendo mi camisa y
desordenándome el pelo, dándome escalofríos, acariciándome la espalda,
lastimándome, desgarrando la coraza que había forjado con paciencia de artesano.
“Por fin te acordaste”, vibra una súplica
que parece venir de entre las hojas amarillentas de los sauces. Quiero decir algo
pero no puedo. Después de tantos meses no sé qué decir.
“No digas nada”, dice adivinándome el
pensamiento. Su voz va y viene. Una letanía que me rodea como un coro.
El viento ahora es más violento, más
provocativo. Me golpea. Me golpea con ráfagas que me invade con el mismo olor a
tierra mojada, pero también con el del musgo, de la turba, de las raíces de un
bosque en permanente penumbra. De pronto, siento una sacudida y el pote de
dulce de leche es arrancado de mis manos. Mantengo los ojos cerrados,
haciéndole caso a esa voz que me nombra, a esos besos de tierra que me ciegan.
Luego de unos minutos; eternos minutos en
que confundía el roce del viento con el roce de un vestido
imaginario —su último vestido—, todo se sumerge en el silencio. Abro
los ojos y miro alrededor. Todo está azulado, como si fuera una fotografía
dejada al sol durante meses. Ya no hay perfume. Ya no hay caricias. Ya no hay
nada más que la inminente tormenta.
Busco el envase y no lo encuentro. Es raro
e increíble. Inexplicable. Camino en círculos, pero no logro
encontrarlo. Me parece imposible que haya desaparecido en un patio rodeado de
arbustos tupidos y densos. Interrumpo la búsqueda porque una lluvia torrencial
cae de repente como si alguien hubiera tajeado el vientre preñado de agua de
una nube gigantesca.
Entro a mi casa corriendo sin dejar de
buscar con la mirada afiebrada algo tan ordinario como lo es un recipiente de
plástico, algo que para mí pasa a convertirse en una incógnita. Pero desisto.
No está en ningún lado. Es como si se hubiese deshecho bajo la lluvia, como su
voz, como sus caricias de ultratumba.
Todo este último año estuve desorientado,
sin brújula, con las esporádicas visitas a una cruz de mármol fría e
indiferente. He dejado de dar esos paseos vacíos y sin sentido. Ahora mi
heladera está llena de potes y potes de dulce de leche. Se viene la estación de
las lluvias y sé que ella va a estar ahí, esperando, para seguir atada a algo
terrenal, a algo que puedo ofrecerle como si fuese el néctar de los dioses. Una
especie de Hilo de Ariadna que la guíe y la saque de una vez por todas de ese
laberinto amargo en donde se encuentra. El mismo laberinto que a mí me fue
encerrando hasta dejarme en una completa y asfixiante oscuridad.
Solo hace falta una ofrenda de dulzura, un
viento áspero, unos relámpagos de oro y plata para que su respiración
eléctrica, su vestido de hojas muertas, en ese límite en donde se mezcla lo
real y lo irreal, se transforme en una alquímica presencia.
¡Me encantó, Miguel!
ResponderEliminarHermoso cuento.. =)
Precioso!
ResponderEliminarHola Miguel!
ResponderEliminarYa te lo había escuchado pero es para reescuchar y releer, me encanta!