miércoles, 4 de abril de 2012

EMBORÉ

Supe de la ciudad cuando tenía nueve años, unos meses antes de viajar a Misiones. Había caído en mis manos un pequeño libro sobre leyendas del norte argentino que no sabría decir con exactitud cómo había llegado hasta mí. Ese hallazgo me provocó una gran conmoción e hizo que me aprendiese de memoria las cinco páginas que narraban la historia de una expedición a Emboré, la ciudad secreta, que se escondía en medio de la selva.
La niebla se expandía en la penumbra de la selva apagando el rojo chillón de la tierra misionera.
Así empezaba el capítulo quince del libro y, cada vez que lo leía, me recorría un escalofrío al imaginarme en esa selva sombría, con enredaderas que trepaban por los troncos húmedos en su desesperada búsqueda  por llegar al sol. En esas mismas tierras en donde  desembocaron innumerables hombres en busca de la riqueza escondida en la ciudad que, se decía, sobrepasaba el valor que refieren los cuentos de las Mil y Una Noches; una ciudad construida por los jesuitas que escondieron todos sus tesoros acumulados durante sus trabajos en las misiones de frontera, para que no cayeran en manos de la Corona española que los había expulsado del continente.
Antes de irme de vacaciones a Misiones yo ya había estado allí acompañando, de lejos, a esas legiones codiciosas por desenterrar las montañas de oro que estaban detrás de los muros de la ciudad.
Toda la selva parece estremecerse ante las pupilas dilatadas de los hombres que buscan la riqueza. Está oculta entre las entrañas mismas de la vegetación y, sin embargo, se evidencia a este puñado de hombres que, más allá del deseo, ya no pueden discernir y así caminan inmutables hacia ella.
Al leer la historia yo caminaba con ellos como un cronista, alejado de sus ambiciones, pero arrobado por el escenario atrapante y seductor de sus senderos abiertos a golpe de machete. La historia continuaba diciendo que luego de días de infructuosa búsqueda la expedición llegaba, por fin, a la ciudad blanca de Emboré, y que los expedicionarios se encontraron con una plaza a la izquierda del convento, el pozo de agua en el centro y un balde, balanceándose solitario y vacío, chocando cada tanto sobre el brocal del aljibe, en medio de un silencio espeluznante. Lo que más les llamó la atención a los expedicionarios fue la falta absoluta de puertas y ventanas de las casas, pero la leyenda también decía que los jesuitas se comunicaban por medio de pasadizos y túneles secretos. Sólo tenían que encontrarlos. Fue entonces cuando uno de ellos golpeó fuertemente con el mango de la espada la pared más cercana. El sonido a hueco traspasó los oídos de todos que  se abalanzaron como hormigas y empezaron a golpear la pared incólume;  enloquecidos y  con las últimas fuerzas que le quedaban después de semanas de calor, hambre y heridas infectadas.  Trataron de desmoronarla, de hacerla escombros para  descubrir lo que se imaginaban iba a ser la antesala de un mundo de riquezas. Lo que estos pobres condenados consiguieron fue descubrir la antesala del infierno: luego de un silencio ominoso, en que hasta los pájaros callaron, la tierra se abrió bajo sus pies y todos cayeron devorados por una grieta en medio de espantosos chillidos de asombro que se perdieron sin eco a medida que la trampa de Emboré se cerraba para siempre. La ciudad quedó nuevamente intacta, silenciosa y siniestra. Lo único que se escuchaba era el ruido metálico del balde al golpear rítmicamente contra el brocal del pozo de agua. Nunca me pregunté cómo se puede relatar un infortunio sin testigos, pero yo, a mis nueve años, los vi caerse en las fauces de tierra colorada con la adrenalina de mi imaginación helándome la espalda.
Cuando llegó el día de viajar a Misiones, me sentía como uno de los personajes de la historia leída una y mil veces. La lujuria de la selva y el hechizo de las monedas de oro me esperaban con su paciencia infinita. También el temor.
A los dos días de llegar al hotel mis padres me dijeron que iríamos a conocer Emboré. Mi corazón dio un vuelco y se me puso la piel de gallina. Nunca supieron que acababan de darme la noticia más importante de mi vida. Lo único que recuerdo haber llevado como equipaje fue el libro sobre las leyendas del norte argentino.
Emboré me recibió, después de dos horas de nerviosa excitación,  con un gran cartel de luces de colores. No resultó ser la tierra misteriosa tapizada con oro, Emboré resultó ser un gran parque de diversiones por el que deambulé, ajeno a todo, como un fantasma en una tarde desolada. Caminé por sus calles deseando ver una pista, una señal de tantos siglos de búsqueda, una casa sin ventanas, una armadura semienterrada, un machete oxidado, algo, pero lo que logré fue --a instancias de mi padre-- un peluche de premio que gané en un juego estúpido, un helado de vainilla que comí con desgano y una vuelta en el tren fantasma, en dónde buscaba en cada curva oscura algún resabio de la leyenda, ésa que decía que la ciudad estaba habitada por los espíritus de los jesuitas que habían puesto trampas para aquellos que la profanaran. Nunca más volví a ver ese pequeño libro de tapas verdes, quizás lo hubiera olvidado en esa ciudad ausente, arriba de algún mostrador de feria, mientras seguía buscando en las cicatrices del asfalto la trampa mortal por la que habían caído mis ilusiones de aventuras.

2 comentarios:

  1. Qué rica descripción, qué visual!!! "un peluche de premio que gané en un juego estúpido, un helado de vainilla que comí con desgano"...me hiciste reír...sos muy bueno!!!

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  2. Me encantó su relato...trasmite sensaciones... para quien conoce el encanto de la selva misionera...

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