Lo
último que hizo mi padre antes de internarse, fue remendarme los bolsillos
rotos de mi sobretodo de franela.
Lo
recuerdo como si hubiese sido ayer, aunque hayan pasado más de cinco años.
Bastó un sillón al lado de la ventana de su casa, una luz amarilla de sol
crepuscular y la música de una radio eternamente encendida para escenificar ese
momento. Lo vi cuando entré por la puerta de la cocina. Estaba concentrado en coser
con hilo y aguja el segundo de los bolsillos que siempre los había tenido hecho
jirones. Los agujeros que estaba remendando habían coexistido conmigo como una
ausente presencia. Él había decidido cerrarlos. Quizás porque vio mi sobretodo
olvidado en una silla. Quizás porque estaba aburrido. Quizás porque presentía
algo. Quizás porque sí. Lo cierto es que cuando me acerqué a él me miró por
arriba del marco de sus anteojos de aumento y sonriéndome me lo alcanzó. “Ya
está”, fue lo único que me dijo.
Al
otro día, a esa misma hora, estaba internado en terapia intensiva.
La
operación programada para las ocho de la mañana se había prolongado durante
seis horas. Su cuerpo había quedado exhausto, en coma farmacológico y con
muchas probabilidades de no poder despertarse más.
Veinte
días después me encontraba, de pie, al costado de una montaña de tierra
removida. Tenía las manos en el bolsillo del sobretodo y sentía la presencia de
mi padre en la textura de esa tela de remiendo. Una contención firme y áspera
que impedía que mis manos siguieran de largo, sin detenerse. Los bolsillos
estaban fríos, como el día, como todo invierno que se precie. Mis manos se
habían convertido en dos puños. Dos puños que eran frenados, como nunca antes,
por un simple remiendo de tela. Mi padre parecía contenerme de alguna manera y entonces
exprimí el bolsillo emparchado como si estuviera dándole un apretón de manos.
De hecho fue el último sentimiento de cercanía que experimenté antes de
archivar ese viejo sobretodo por el que pasaron sus dedos como cauterizadores
del desagarro que venía acompañándome desde hacía tanto tiempo.
Me
fui del cementerio caminando lento. No sé qué lectura tendría que hacer sobre
ese hecho tan simbólico y lleno de significados, o tal vez lo haya hecho sin
darme cuenta: mi vida cambió a partir de ese momento, se hizo más paciente.
Me
doy cuenta de que tuve la oportunidad de haberme sentado enfrente de él y
conversar un rato en esa tarde invernal. Aunque sea unos breves minutos. Pero
la urgencia diaria de querer estar siempre en otro lado me hizo desistir de lo
que hubiese sido la última conversación con mi padre.
Cada
vez que me dejo llevar por el vértigo y la prisa por querer hacer muchas cosas
a la vez, me acuerdo del remiendo, de la paciencia oriental con que mi padre
realizó ese trabajo, del saber que para atesorar las cosas valiosas hay que
detenerse, cada tanto, para que no se
escabullan, irremediablemente, por la falta de una costura hecha a tiempo.
Me hiciste llorar...
ResponderEliminarMuy bueno el dicho Michelle...me encantó! Gracias!
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