Aunque la narrativa
detectivesca también puede, en los momentos culminantes, operar en el límite
peligroso de las cosas, se diferencia de la literatura general y del grueso de
las novelas de misterio en que presentan una estructura muy definida y se
ajusta a unas convenciones establecidas. Lo que podemos esperar es un crimen
misterioso, normalmente un asesinato, en torno al cual se centra todo; un
círculo cerrado de sospechosos, todos ellos con móvil, medios y oportunidades
para haberlo cometido; un detective, aficionado o profesional, que se aparece
cual deidad vengadora para resolverlo; y, al final del libro, una solución a la
que el lector debería poder llegar por deducción lógica a partir de las pistas
introducidas en la novela mediante artificios engañosos pero sin olvidar las
normas básicas del juego limpio.
Afirmar que uno puede escribir
una buena novela ciñéndose a la disciplina de una estructura formal resulta tan
necio como decir que un soneto no puede ser buena poesía porque debe tener
catorce versos y ajustarse a una estricta secuencia métrica.
La narración oral es,
por supuesto, un arte antiguo. Los cuentos donde se combinan la emoción con el
misterio y que presentan un rompecabezas y la solución al mismo pueden
encontrarse en la literatura y las leyendas antiguas, y cabe suponer que los narradores
de historias de las tribus de nuestros antepasados más remotos ya los contaban
alrededor de la hoguera.
Un hilo de la enredada
madeja de la narrativa detectivesca se remonta al siglo XVIII y comprende las
narraciones góticas de terror escritas por Ann Radcliffe y Matthew “el monje”
Lewis. Esos novelistas góticos tenían como objetivo primordial cautivar a los
lectores con historias de terror y las terribles desgracias de la heroína y,
aunque sus libros comprendían puzles y enigmas, estaban más centrados en el
terror que en el misterio.
Si buscamos los
orígenes de la literatura detectivesca, la mayoría de los críticos están de
acuerdo en que los dos novelistas que compiten por el título de autor de la
primera historia detectivesca clásica completa son William Godwin, suegro de
Mary Shelley, que publicó Caleb Williams en
1794, y Wilkie Collins, cuya novela más conocida, La piedra lunar, apareció en 1868.
Conan Doyle reconoció
la influencia de Edgar Allan Poe, que nació en 1809 y murió en 1849, y cuyo
detective, Chevalier C. Auguste Dupin, fue el primer investigador literario que
decidió servirse fundamentalmente de la deducción a partir de hechos
observables. En apenas cuatro relatos breves introdujo los mecanismos
narrativos que después se repetirían en las historias de detectives de los
inicios. La crímenes de la calle Morgue
(1841) es un misterio en una habitación cerrada. En El misterio de Marie Roget (1842) el detective resuelve el crimen a
partir de recortes de periódicos e informes de prensa, convirtiéndose así en el
primer ejemplo de “detective de sillón”. En La
carta robada (1844) tenemos un ejemplo de que el responsable es a menudo la
persona menos sospechosa de todas. En El
escarabajo de oro se hace uso de la criptografía para resolver el crimen.
El poder de la
escritura es tal que somos nosotros, los lectores, quienes evocamos esa
envolvente atmósfera de misterio y terror.
La escuela denominada
género negro estadounidense, con raíz en un continente distinto y en una
tradición literaria distinta, ha realizado una aportación tan importante a la
narrativa de misterio que ignorar sus logros supondría un gran engaño. Los dos
innovadores más famosos, Dashiel Hammet y Raymond Chandler, han ejercido una
influencia permanente que trasciende del género negro, tanto en su propio país
como en el extranjero.
Se han dedicado
toneladas de papel a intentar desvelar el secreto del éxito de Agatha Christie.
En general, los escritores que estudian
el fenómeno no comienzan por analizar sus cifras: superadas en venta solo por La Biblia y Shakespeare, traducida a más
de cien lenguas y premiada con reconocimientos que, por lo común, se conceden únicamente
a los grandes talentos literarios (Dama del Imperio Británico y Doctora honoris
causa de la Universidad de Oxford). La eterna pregunta permanece en el aire: ¿cómo
consiguió hacerlo esta mujer de refinada educación y condición eduardiana?
Christie diseña las
pistas con una gran brillantez para confundirnos. El carnicero se acerca al
calendario para consultar la fecha. De esa forma, la autora consigue provocar
en nosotros la sospecha de que hay una pista fundamental relacionada con las
fechas y las horas, pero en realidad la pista es que el carnicero es corto de
vista.
P. D. James nació en
Oxford en 1920. Estudió en Cambridge y trabajó durante treinta años en la
Administración Pública (incluyendo departamentos legales y policiales). Es
autora de 19 libros. Publicó su primera novela en 1963, dando inicio a la
exitosa serie protagonizada por Adam Dalgliesh. La popularidad de la autora y
la de su detective crecieron con la adaptación de varias de sus obras a la
pequeña pantalla. En una única ocasión ha renunciado al género detectivesco:
fue con Hijos de hombres, novela de
corte futurista que fue adaptada al cine en 2006.
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