viernes, 11 de diciembre de 2020

Los Fragmentos I — La araña, de Clarice Lispector

 


"El fin de año se aproximaba. Las clases llegaban a su término y Virginia asistía a las lecciones sentada entre las haraganas. El coro de la escuela era escaso y trémulo, Virginia cantaba con los ojos entreabiertos sin escuchar su propia voz, los dedos se paseaban distraídos por la pared próxima. Sabía fingir un rostro concentrado mientras se ausentaba en un instante. A veces la maestra se unía al coro vigoroso, ardiente. Y a veces en un fugaz momento que restaba sonando largamente en el cuerpo las voces se unían en una línea llena y veloz, en una sorda vibración honda y tensa como si nacieran de la caverna hacia la luz. Virginia abría los ojos asombrada, el instante que seguía era nuevo y erizado, ella miraba el mundo de superficie lisa, el sol más pálido y alegre, los vestidos de las niñas con adornos blancos, rojos, las bocas abriéndose húmedas, vacilando en un hálito de luz. Alerta como para sorprender todas las cosas en la confesión de ese mismo momento, ella dirigía la cabeza, en un segundo, sin ninguna señal anterior, hacia un mueble —hacia el interior de la escuela— hacia los pies de las alumnas…En el cielo, por la ventana, nubes blancas se deshacían, corrían sueltas de aquel azul quieto. Los vidrios aislaban de la sala y del patio, brillando de luz cortante. Un cono de claridad iluminaba el torbellino de polvos que bailaban alucinadamente lentos…Virginia, despierta en el instante apresurado se volvía hacia atrás, suavemente para no destruir nada, y sí, allá estaba la ardiente mitad ardiendo viva bajo el calor del sol, mitad frescamente negra…muerta y sombría, un lago en la floresta. Virginia respiraba, el rostro móvil, suelto. Sin ver, no obstante podía sorprender el campo en sombra detrás de la escuela, los yuyos largos, vibrando nerviosos y verdes al viento. Un momento después, en una caída minúscula y silenciosa, las cosas se precipitaban en su verdadero color. La sala, el cielo, las niñas, se comunicaban entre sí con distancias ya marcadas, colores y sonidos fijos —el deslizar de una escena muchas veces ensayada—. Virginia comprendía confusa que todo había sido visto hacía muchos años. Para mirar de nuevo lo que ya viera y que ahora había huido como para siempre, intentaba comenzar por el final de la sensación: abría los ojos bien grandes de sorpresa. Pero en vano: ella no se equivocaría más y solamente vería la realidad. Se recogía. Ahora el haz de voces separábase en rayos frágiles y éstos se quebraban un instante antes de alcanzar el centro de los sonidos; también las otras cosas quedaban ahora flojas y ya nada más tocaba el punto vivo de sí mismo. Virginia se aquietaba durante el resto de la tarde, vaga, neblinosa, distante, levemente cansada como si en verdad hubiera sucedido algo. Había días así, en que ella comprendía muy bien y veía tanto que terminaba con una suave y atontada embriaguez, casi ansiosa, como si sus percepciones sin pensamientos se arrastraran en brillante y dulce torbellino para dónde, para dónde".

Fragmento de La araña, Clarice Lispector, 1946

Clarice Lispector definió a La araña como “un libro triste, un libro triste que me dio un enorme placer escribir”. Publicada en 1946, esta segunda novela confirma a la excepcional narradora que ya se había anunciado en su primer libro, Cerca del corazón salvaje.



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