Cuando pensamos en mundos distópicos —y más en estos tiempos en que estamos inmersos en un pandemia con visos de profecía autocumplida— se nos viene a la mente tres novelas emblemáticas que hoy por hoy ya son de lectura ineludible: 1984 de George Orwell, Un Mundo Feliz de Aldous Huxley y Farenheit 451 de Ray Bradbury. Pero también hay películas que aportan su granito de arena como Blade Runner, de Ridley Scott —basada en un libro de Philip K. Dick—, Mad Max, Matrix o la increíble Brazil, de Terry Gilliam que suman a lo literario su universo apocalíptico desde un soporte puramente visual.
No hay que escarbar
mucho en estas obras para darnos cuenta de que todas tienen algo en común: el
futuro del planeta se nos plantea como un mundo desolador, cruel, oscuro,
autoritario, amargo, contaminado y a merced de todas las premisas más negativas
que se nos pudiesen ocurrir.
Ahora bien, ¿en qué
quedó ese futuro utópico que promulgaba Tomás Moro? Si bien, era más un ensayo
filosófico que real, lo cierto es que el término utopía del escritor inglés quedó
asociado como algo perfecto e inalcanzable; bello y paradisíaco; indoloro y
libre. Un mundo en el que todos deseamos estar para vivir una vida plena y
feliz. Un mundo con paisajes de ensueño, comidas sabrosas y abundantes,
amaneceres y atardeceres de película —de película romántica, se entiende—,
cuerpos perfectos y sonrisas diáfanas. Ese mundo sin tiempo y sin prisa existe
y se llama Instagram. Un lugar virtual al que solo basta un toque en la pantalla
del celular para sumergirnos de lleno en la contracara perfecta de lo que imaginaban
Orwell, Huxley, Bradbury, entre otros, y darle un corte de manga a esas
distopías siniestras y amenazantes.
Si bien las imágenes que
vemos —y posteamos— son reales, que los paisajes existen y que nuestras
sonrisas son verdaderas, este recorte de una realidad que no es tan colorida y
brillante como parece, hace que por momentos todas las utopías sean esa otra
realidad: la soñada, la perfecta, la deseada.
Instagram nació un 6 de
Octubre del 2010 en San Francisco —lugar emblemático de la psicodelia y el
Flower Power de finales de los ´60, lo que ya es todo un símbolo— de la mano de
Kevin Systrom y Mike Krieger. Su misión: competir con las ya veteranas Facebook
y Twitter desde una nueva aplicación centrada en brindar a sus usuarios la
posibilidad de subir fotografías y videos con una serie de recursos —más de 40
filtros para darle el tono y color que uno desee— que las otras redes sociales no
tenían.
De pronto el mundo virtual
de Instagram se convirtió en ese paraíso perdido —del que alguna vez habló
Milton (a nivel religioso) y Conan Doyle (a nivel literario) — en el que todos
parecemos estar en eterno éxtasis. Y nada mejor que embellecernos y embellecer
nuestro entorno para darle más verosimilitud a nuestras fantasías. Solo hace
falta ver qué ocurre con nuestros recuerdos si le ponemos los filtros Paris, que
proporciona un toque de brillo y tinte azulado; New York, que recrea un efecto de viñeta; Buenos Aires, que realza las luces; Melbourne, que disminuye la saturación y la suaviza; Oslo, que acentúa las sombras, y así con
cada uno de ellos. Es decir, un mundo perfecto, o perfecto para la idea que
imaginamos del lugar en el que queremos estar; un lugar que se replica a todos
nuestros contactos y que como efecto secundario se viraliza alrededor de todo
el planeta.
Pero no todas son bellas y placenteras imágenes de ensueño, hay también literatura en este mundo policromático. Si bien no está diseñado para eso, cada vez hay más usuarios que complementan las imágenes con textos —fragmentos de novelas, microcuentos y poesías, reflexiones, estados de ánimo y consejos terapéuticos— que enriquecen sobremanera esta aplicación hedonista. Así y todo, lejos está de Facebook y su mundo de kilométricas opiniones al por mayor o de Twitter y sus breves mensajes con denuncias varias.
Instagram es la estética de la belleza en donde no hay
lugar para lo grotesco y repulsivo. Una idea nada nueva, ya que desde el
Renacimiento el ser humano optó por retratarse de una manera agradable a través
de los diferentes pintores de la Corte.
Instagram es la hermana
menor de Facebook y Twitter, pero la más intensa en cuanto a glamour. No están
permitidas las malas noticias —no digo que no las haya, toda cara luminosa
tiene su lado oscuro—, pero la apuesta es: estemos por un momento en el paraíso
primigenio. Inundémonos de color, de luces de neón, de purpurina y fuegos
artificiales. Por eso basta con darle a nuestra existencia un
aumento en la vitalidad del color con un tinte dorado, alto contraste y
una leve viñeta agregada a los bordes. Esto no lo digo yo, es el resultado que promete uno de los
tantos filtros que brinda Instagram para que nuestra percepción de la realidad
sea diferente. No hay nada de malo en ello, ¿o sí?
Artículo aparecido en
la revista Qu Nro. 27 – Redes Sociales
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