¿Cuándo comenzó la
novela gráfica? Si bien los libros ilustrados no son nada nuevo —de hecho,
dibujos e iluminaciones están presentes en las páginas de los libros desde el
nacimiento de la imprenta—, el género novela reeditado o recreado a partir de
imágenes sí es algo novedoso que comenzó a asomar muy tímidamente y hoy en día se
ve en espacios cada vez más importantes de las librerías.
Espacios en donde comics
de terror, de fantasía y de superhéroes se codean con títulos impensables como “El
extranjero” de Albert Camus o “El matadero” de Esteban Echeverría contado con
viñetas.
El antecedente
inmediato de la novela gráfica es, lógicamente, la historieta o cómic, deudor a
su vez, —hay que decirlo—de las pictografías que se remontan al tiempo de las
cavernas.
Pero, para no irnos tan atrás, y como estamos hablando del género
novela, podemos decir que el noveno arte —tal como muchos catalogan al cómic—
dejó de padecer un sentimiento de inferioridad gracias a “Maus”, novela emblemática
de Art Spiegelman que ganó el premio Pulitzer en 1992. Una obra monumental que
produjo un quiebre en la manera de leer historietas.
“Maus”, narra la
historia del Holocausto judío con ratones como víctimas y gatos como fuerzas de
choque nazis; la trama, audaz y valiente, fue la bisagra para que el comic se
convirtiera en material de lectura para adultos.
De allí a la experimentación
con grandes autores de la novela clásica había solo un paso. Es así, que casi
todas las obras canónicas fueron llevadas al formato historieta: desde Franz
Kafka a Horacio Quiroga; desde Ray Bradbury a Jorge Luis Borges; desde
Lovecraft a Oscar Wilde. La lista es interminable y las ediciones, generalmente
de lujo, son verdaderos artefactos textuales y visuales —lexipictográficos en
la jerga académica— que se diferencian por su belleza estética y lujosa.
Si bien ya en el año
1904 la revista española Monos subtitulaba “la primera novela gráfica” a una
serie llamada “Travesuras de Bebé”, se considera que “El eternauta” (1957) de
Germán Oesterheld y dibujos de Solano López fue la primera historieta apuntada
a un público más adulto. Sin embargo, fue “Contrato con Dios” (1978) de Will
Eisner, la obra que desplazó a la creación
de Oesterheld y Solano López, consolidó el formato y se adjudicó el lugar de
precursor de esta nueva corriente literaria.
Lo interesante de las
novelas gráficas es que, lejos de suplantar a las novelas tradicionales, las
enriquecen con un lenguaje nuevo y un enfoque acotado particular sobre el
corpus completo de la obra. Un recorte necesario —sería imposible trasladar una
novela entera a imágenes— y subjetivo de las peripecias de los personajes y
hasta de sus pensamientos filosóficos.
Como sucede, por caso, en el magnífico “Informe
sobre ciegos” de Ernesto Sabato, llevado al preciosismo puro de la mano del
dibujante y artista plástico Alberto Breccia. Hay innumerables ejemplos de
dibujantes que se animaron al género.
Quizás debiéramos
agradecerle a Art Spiegelman, que dignificó el cómic con una historia para
adultos, y a Roy Lichenstein, que elevó las viñetas gráficas a la categoría de
arte y hoy se exhiben en los museos más importantes del mundo.
Pero también les
debemos a las editoriales que incorporaron de manera masiva y popular a infinidad
de dibujantes y adaptadores de novelas que hoy inundan el mercado. Y no hablo
de los superhéroes de la DC o de la Marvel, ni del famoso manga japonés.
Hablo
de textos clásicos que encontraron una nueva manera de ser leídos —y
visualizados— en una época en que la imagen es el parámetro con en el que todo
se mide.
Es que la novela
gráfica es eso: una adaptación de la literatura a paisajes y escenarios
visuales que dan un nuevo giro a nuestra forma de imaginar el mundo. Desde el sórdido
de “Crimen y castigo” de Dostoyevski, el lúgubre de “La cruz de los
atormentados” de Bécquer o el experimental de “Persépolis” de Marjane Satrapi.
Columna aparecida en la Edición N° 24 (Rojo) de la Revista Qu (Diciembre 2018).
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