domingo, 10 de febrero de 2019

LAS PLANTAS VÍRGENES



Te incorporaste de un sobresalto y, en un acto reflejo, te sentaste en el borde de la cama. Te sentías ligera, con pensamientos irracionales que flotaban en tu cabeza como medusas venenosas. Miraste los alrededores de tu habitación silenciosa. Había sombras blancas que se deslizaban por todas partes como soplos de un viento inexistente. No lograbas enfocarlas y no te preocupaste mucho por hacerlo, a pesar de que parecían rodearte como una cobertura de nubes. Lo único que deseabas era levantarte. 
Apoyaste los pies en las tablas del piso. Te sentiste extraña, nunca habías experimentado esa sensación de frío. Sí en las manos, cuando tocabas la cerca de metal que separaba el patio del porche, o en tu boca, cuando mantenías un trozo de hielo en tu lengua hasta adormecerla por completo. Incluso cuando ibas a la playa y el viento marino te desparramaba las hebras doradas de tu cabeza helándote las mejillas. Pero nunca lo habías sentido en las plantas de los pies.
Cuando te paraste, la altura te produjo vértigo. La visión desde esa nueva perspectiva te brindó una dramática contemplación. Se asemejaba a poseer la mirada del dios que habías visto con cierto temor en un libro de catecismo; ese ojo triangular que todo lo ve; y lo ve desde arriba, una posición dominante, desconocida en tus doce años. 
Y entonces, triunfal, levantaste por primera vez tu pierna huesuda, te animaste a dar un primer paso inseguro y al apoyar el pie nuevamente en el suelo percibiste la rugosidad de la madera; cada imperfección, cada surco, cada desnivel. Te trastabillaste al querer dar otro paso. Manoteaste el aire para no caerte. Agitaste desesperadamente los brazos buscando un soporte que te anclara al terreno que tus pies recién estaban conociendo. Lograste asirte al tocador de tu abuela, lleno de cajitas de madera, latas estampadas con paisajes vieneses y algunos cepillos de nácar amarillentos por el tiempo. Te quedaste quieta —con el corazón desbocado, sin soltar el borde laqueado del mueble— y vislumbraste, de repente, tu reflejo sucio, grasoso, descuidado en un espejo circular que hacía las veces de respaldo. Notaste con cierta melancolía que debajo de la pátina de suciedad se escondían los apagados colores de tu imagen. Descubriste con pícara insolencia tu cara asombrada. No supiste si el asombro era por verte por primera vez en ese espejo o por estar parada frente a él, sosteniéndote con tus piernas largas y delgadas, siempre a punto de quebrarse como juncos secos. Te acercaste a tu rostro luminoso, le sonreíste, le sacaste la lengua, le hiciste muecas y te trastabillaste de nuevo. Pensaste que desparramarías con tus manos torpes los cepillos de nácar con que solían peinarte y los abalorios azules que se encontraban como serpientes dormidas, pero nada de eso sucedió. Te afirmaste como una hiedra trepadora y volviste a reír al ver en tu cara una mueca de susto. Entonces te pusiste seria. La seriedad que transmitía tu semblante cada vez que te horadaban las venas para colmarte de drogas y analgésicos. Sacudiste la cabeza para disolver esos recuerdos.
Practicaste otros pasos, como si de un mal baile se tratara, y te dirigiste hacia la cocina. Te asomaste y te invadió un aroma dulcemente agrio. Viste sobre la gran mesada de madera varios ramos de flores. Los había de todos los tamaños y colores. Algunos estaban dispuestos en círculos, como las coronas de novia de los cuentos que te leían a la hora en que la oscuridad entintaba tus sábanas almidonadas, pero estas eran más grandes, cruzadas con cintas púrpuras y palabras doradas en un idioma que desconocías.
Parece que vamos a tener una fiesta, pensaste, aunque te llamó la atención no ver a nadie en la cocina, tan ajetreada de movimientos durante el día. Caminaste agarrándote a los bordes húmedos de la mesa. Todo estaba empapado. Los mazos floridos estaban húmedos y frescos. Algunas gotas caían al piso salpicando tus pies sensibles. Sentiste la humedad resbaladiza y te sujetaste más fuerte. Viste tus nudillos blancos al aferrarse con fuerza a las esquinas cicatrizadas de la mesa. Tenías miedo de resbalarte. Aunque de hacerlo sería la primera vez que te caerías desde esas alturas. Al pensar en esa situación te sonreíste mostrando al sol de la tarde tus impecables paletas delanteras, reemplazo triunfal de los viejos y negros dientes careados por tanto dulce a la que eras adicta.
Estabas a solo unos cinco o seis pasos de la puerta que daba a:
un patio trasero,
el patio trasero,
tu patio trasero.
Era increíble que midieras la distancia en pasos. Siempre te había parecido inútil pensar las distancias de esa manera. Llegaste a la puerta, agarraste con manos temblorosas el picaporte y te asomaste con ojos furtivos antes de decidirte a salir. Afuera, un cielo encapotado, gris, con las copas de los eucaliptus gofradas sobre un telón surrealista y fantasmal, aguardaba tu salida triunfal.  Deberías tener frío en todo el cuerpo, pero solo lo sentías en las plantas de los pies. Tus brazos, torso y piernas estaban ajenos a calor o frío alguno.
Traspasaste la puerta y a un costado descubriste:
una silla de ruedas,
la silla de ruedas,
tu silla de ruedas…
…con la cuerina del respaldo desteñida por la transpiración, con las ruedas gastadas por años y años de uso, con las figuritas autoadhesivas decorando parte de su fría estructura. Sentiste una opresión en el corazón, pero solo fue pasajera. La silla estaba arrumbada contra la pared, escondida, abandonada, esperando. Pero no a vos. Ya no la necesitabas. Ya no. Aunque siguiera desafiándote desde esa cercanía, ya no la necesitabas.
Caminaste por el costado de sus ruedas oxidadas, esquivando ese siniestro símbolo que utilizabas para contemplar el mundo desde medio metro de altura.
Todas las noches y todas las mañanas, antes de acostarte y antes de levantarte, la contemplabas. Siempre estaba ahí, agazapada al pie de tu cama, como un castigo o como un favor. Un castigo o un favor que te transportaba al otro lado de tu reducido mundo existencial: el baño, la sala, la cocina y el patio trasero.
Después de atravesar unos cuatro metros de baldosas rojas, llegaste al portón tejido de alambre verde. Lejos, a unos cien metros, empezaba la playa. Sabías que primero se encontraba la arena suelta, luego la humedad de la arena quieta  y más lejos, hasta perderse en el infinito, el océano.
Por primera vez deseaste sentir la terneza del agua en tus pies. ¿Sería la misma sensación que sentías en tus manos cuando te traían de regalo algún caracol lleno de agua salobre? ¿No lo creías, verdad? Tendría que ser algo más glorioso, como hundirse en una gelatina de uva que acariciaría tus pies con cosquilleos congelados de sal y espuma iodada. Tenías ganas de correr para llegar más rápido, pero no te animabas; todavía no. Quizás en la arena quieta —la dura, la oscura, la sembrada con aristas calcáreas— podrías intentarlo. Aunque sospechabas que podrías lastimarte con la dureza del mundo, también te excitaba pensar que sería fabuloso cortarse y sentir que te cortabas; sentir que te dolían tus plantas vírgenes. El agua de mar se encargaría de aliviar el dolor. Luego lo haría con tu corazón. Con tu alma, después. No sabías eso, solo lo presentías. 
Cuando llegaras al mar ibas a nadar como lo hacía la sirenita de Andersen; arqueando las piernas de arriba abajo, como si tuvieses la cola de un pez. De un pez iridiscente, pensaste. Te apresuraste a llegar. Tus piernas ya no temblaban tanto. Parecían más firmes, parecían más sólidas, parecían de coral.
Después de atravesar la arena suelta, llegaste a la arena dura. Soplaba mucho viento y tuviste que entrecerrar los ojos para  poder ver el océano del color del cielo, pero no había remolinos de arena que te lesionaran los ojos.
Continuaste dando pequeños pasos de gigante. Te reías por ello. Estabas victoriosa.
Miraste hacia atrás. Querías comprobar la distancia que habías caminado por primera vez en tu vida. Desde tu posición omnipotente pudiste distinguir algo que nunca habías imaginado: el relieve de tus huellas en la arena mojada. Ante lo absurdo de la visión empezaste a estremecerte de desconcierto. Sentiste la necesidad de pellizcarte los brazos para despertar. Lo hiciste y fue como si hubieses tocado una de tus descoloridas muñecas con un guante de goma. No sentías nada en tus brazos ni en tus dedos. Solo tus pies te transmitían una electricidad que parecía brotar del mismo centro magnético de la tierra. Estaba claro que no era un sueño, o por lo menos, no era la clase de sueños que te aguijoneaba noche tras noche producto de tus deseos más íntimos.
Volviste a mirar al frente y te quedaste contemplando el horizonte brumoso y encrespado. Sola y de pie por primera vez desde que tenías memoria.
Una lengua de mar llegó a escasos metros de tus pies ardientes de dolor y se retiró cuando estuvo a punto de tocar tus dedos, como si te estuviera midiendo, como si te estuviera olfateando. Adivinabas que la próxima ola podría ofrecerte su saliva helada y lamerte tus uñas blancas. Para eso tenías que seguir avanzando por la carne húmeda de la playa y superar esa pequeña distancia. Eso hiciste. Llegaste a caminar más de diez pasos cuando el frío mordisco del mar te subió por las piernas como una víbora de hielo. Estaba deliciosamente helada.
El agua se retiró nuevamente llevándose consigo unos finos y sinuosos hilos de sangre. Cuando regresó en forma intempestiva, la espuma blanca te cubrió las piernas hasta arriba de las rodillas, llegando a humedecer el borde de tu vestido de fiesta, ceñido con fuerza por un listón negro. En ese momento dejaste de caminar. En ese momento cerraste los ojos y disfrutaste al saberte de pie, rígida, helada y feliz.
El ulular del viento trajo a tus orejas punteadas de oro un sonido de órgano. Parecía provenir de lejos…
de una casa que tenía un patio trasero con tu silla de ruedas…
de una casa que tenía una cocina con coronas de flores…
de una casa que tenía una habitación poblada con nubes…
No le prestaste atención. Estabas tan dichosa por los pellizcos de las agujas de hielo, por los latidos de dolor que te provocaron el filo de los caracoles, por la increíble eternidad que se manifestaba a tu alrededor, que no te importó esa reminiscencia sonora de lamentos apagados. La fiesta no parecía ser tal. Al menos estabas contenta de no estar en ella. Nunca te gustaron los lloriqueos de tu madre o de tu abuela. Preferías, por sobre todas las cosas,  sus conversaciones animadas en las mañanas de tormenta, sus cuidados en tus noches febriles y los cuentos de hadas recitados a la medianoche. Pero parecía que nada de eso estaba ocurriendo.
Nunca pensaste en volver sobre tus pasos. Seguiste caminando hasta que el océano te cubrió los muslos. En la siguiente ola —más encumbrada, más arrolladora— te zambulliste sellando tus oídos con un velo de agua salina y, como te habías prometido unos minutos antes, nadaste como una sirena fosforescente, columpiando tus piernas de arriba a abajo. Te sentías elástica, articulada, plástica, movediza.
Al estar debajo del agua diste unas volteretas por entre los manojos de algas, te desataste el lazo fúnebre que ceñía tu cintura, saturaste de mineral tus pulmones vacíos y te perdiste como una estela blanca entre los pliegues oscuros del mar.

Tus improbables huellas en la arena duraron muy poco. El océano se encargó de corregir las imperfecciones de la playa desierta.

Cuento publicado en Antología  Contemporánea Sudamericana "Poetas Reptantes". Compilado por Alejandra Schnorr. Editorial Textos Intrusos (2016). 

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