El olvido bien puede ser
una forma profunda de la memoria.
Jorge Luis Borges
No
puede ser tan caradura.
Fue lo primero que
pensó, tirada en la cama, mientras trataba de abrir los ojos todavía hinchados.
No podía concebir cómo el sonido del pocillo contra el plato —que escuchaba a
lo lejos— y el ligero aroma a pan tostado —que sentía muy cerca— le podían producir
una irritación tan desagradable. Lo que ayer le daba una sensación de
tranquilidad y bienestar, ahora le producía indignación y fastidio. Los mismos
elementos familiares pasaron a tener una nueva connotación que le generaba
fantasías siniestras. Solo hizo falta un cambio de matiz, de contexto, de
enfoque, para que todo lo bueno de antes se convirtiera en todo lo malo de
ahora, pero no sabía por qué.
Volvió a pensar en las
hojas azules, el sueño del que había salido con cierta dificultad unos minutos
antes: un árbol encendido y ella debajo mirando las ramas desnudas mientras
miles de hojas azules caían con el propósito de cubrirla por completo.
No puede ser tan caradura, volvió a pensar mientras sacudía
la cabeza de un lado al otro, dispersando la hojarasca que la había seguido
desde el otro mundo.
La noche anterior había
tenido una pelea feroz con Amatista. La discusión había estallado por algo que
no alcanzaba a recordar. Después de eso llegaron a la conclusión, cada una en
lugares distintos de la casa y en secreto, de que no podían seguir viviendo
juntas sin que alguna de las dos salga lastimada. Se dieron cuenta de que
aunque ambas eran capaces de mimetizarse una en la otra para que su relación
funcionase, Amatista no podía dejar de ser la personificación del aire quieto,
denso y caliente. Julieta, por el contrario, era su antítesis: el frente frío,
tempestuoso y lacerante. Con estas variables un tornado siempre estaba
acechando a la vuelta de la esquina.
No
puede estar desayunando si dijo que se iba a la mierda,
reflexionaba Julieta con la almohada sobre la cara.
Me
voy a la mierda. Así le había dicho la noche anterior,
poniendo énfasis en el único diptongo de la palabra, con una pronunciación
exuberante, con una mueca que le había deformado la cara de forma
irreconocible. Al oír esto, Julieta se había quedado petrificada. El bucle
rojizo que se desesperezó sobre la mejilla pecosa de Amatista sin que se
molestase en apartarlo, le provocó una señal de alerta.
Ella no era de
reaccionar de esa manera. La furia primera de Julieta —un par de sacudones sin importancia,
una catarata de reproches que ahora olvidaba— siempre había rebotado contra la
acostumbrada calma de Amatista, pero esta vez los engranajes saltaron por los
aires como un reloj explosivo. El rizo invasor en su cara inmutable fue el
primer signo de alarma.
Julieta la había dejado
chisporrotear a su antojo. Se quedó mirándola entre temerosa y fascinada. No
quiso intervenir cuando Amatista despegó una a una las fotos imantadas de la
heladera —donde se las veía juntas— y las rompió en sus narices. No se
interpuso cuando arrancó los crisantemos de los floreros, la flor preferida de
Julieta, y los diseminó por el piso como una alfombra amarilla, ni cuando le
tiró el dulce de arándanos francés al cesto de basura, ni cuando le revoleó las
revistas que tenía a mano por la cabeza y rompió un par de platos sucios por el
simple hecho de romperlos. Ni siquiera cuando le tiró el frasco de píldoras de
amapola por el tragaluz de la cocina.
Se mantuvo indiferente
hasta cuando la vio agarrar un cuchillo y amenazarla desde el otro lado de la
mesa. Sabía que la energía de Amatista —como las tormentas de verano— iba a
agotarse pronto, que su ímpetu se iba a disolver y a transformar —como lo hizo
a los pocos segundos— en pequeñas gotas de sal que empezarían a brotar de su
frente y del fondo de sus ojos.
Luego de la detonación
se precipitaron los escombros.
Amatista había empezado
a sollozar en silencio y por escasos segundos agachó la cabeza dejando que el
pelo cobrizo le cubriese totalmente la cara. Aunque el peligro aún estaba
latente —todavía tenía agarrado el mango del cuchillo con una fuerza tal que se
le ponían los nudillos blancos— Julieta aprovechó la ocasión y se transformó en
lo que siempre había sido: un huracán impredecible. Antes de que Amatista se
diese cuenta, Julieta se subió a la mesa, le arrancó el cuchillo de la mano y
lo arrojó al vacío; quedó clavado en el respaldo de cuero del sillón hasta la
mitad de la hoja. Después empujó a Amatista contra la pared y la zamarreó de un
lado al otro por toda la casa acusándola de cosas que ahora no recordaba.
Cayeron infinidad de objetos al suelo cuando se interpusieron en su camino
frenético la heladera, la alacena, los estantes de condimentos, el lavarropas,
la biblioteca.
—Me voy a la mierda
—volvió a gritar Amatista y se soltó poniendo punto final a esa danza macabra y
yéndose a encerrar al baño.
Ahora, en la soledad de
la cama, Julieta se sentía nuevamente eléctrica y trataba de recordar el motivo
de la pelea. No podía lograrlo. No hubo
un motivo. No hubo un puto motivo, pensaba. Se sentó en la cama, se paró y
se asomó por la puerta entreabierta. Amatista seguía desayunando en la mesa de
la cocina, dándole la espalda. Escuchaba desde esa distancia el crujido de la
tostada entre sus dientes, el ruido del café filtrándose entre sus labios y el
tintineo agudo —que parecía estar hurgándole el tímpano— de la taza chocando
contra el plato.
Salió de la habitación
en puntas de pie. Tenía los pies descalzos y fríos y recién entonces cayó en la
cuenta de que tenía puesto un short blanco y una remera de dormir gastada con
la palabra GOOD en relieve. No se acordaba cuándo se había cambiado de ropa. Esquivó
los pétalos amarillos del crisantemo destrozado. Pisó con toda la planta del
pie y con sordo placer la mitad de la foto rota en donde se veía a Amatista
haciéndole muecas a la cámara. Llegó, sin hacer el más mínimo ruido, hasta el
sillón. Los ruidos sobredimensionados de ese desayuno solitario le producían un
eco abismal en la cabeza, como si la tuviera vacía. Acarició el mango del
cuchillo que todavía estaba clavado en el respaldo de cuero y lo fue sacando
suavemente.
Una vez que lo tuvo en
la mano —libre la hoja, libres los obstáculos— se encaminó hacia la espalda
encorvada de Amatista. En el trayecto seguía pensando que era imposible que no
haya habido un motivo para semejante escándalo. Nunca se habían peleado de esa
manera, tan salvaje y primitiva.
Tuvo que
haber algo, se repetía como en una letanía, tuvo que haber algo, algo que no me acuerdo.
Buscaba a tientas en
los barrancos de su cerebro una pista, un rastro, una estela que la iluminase
para que su cabeza vuelva a centellear con un sol que logre disipar las brumas
dañinas que le oscurecían la memoria. A cada paso que daba pedía por favor que
la pelea no haya sido más que un capricho, un infantilismo, nada que no pueda
ser perdonado con un abrazo genuino de reconciliación. Pero lo único que
florecía en su pensamiento, a veces con fuerza, otras con una lánguida lasitud,
eran unas marchitas hojas azules. Miles de ellas que caían desde un árbol
encendido en donde Amatista estaba encaramada. Una montaña azul que la ahogaba
bajo su opacidad turquesa. Amatista en lo alto del árbol reía, y su risa se iba
apagando a medida que las monstruosas hojas la aplastaban contra la tierra.
No
podía recordar más que ese sueño. Todo lo anterior se le había ido desdibujando
de la noche a la mañana. De la intensidad de la pelea, no le había quedado más
que unas líneas superficiales y difusas; un boceto de acuarela lavada.
Con esa carga emotiva y
perturbadora, llegó hasta Amatista. La separaba de ella el largo de un brazo. Y
fue entonces que olió el champú de su pelo recién lavado, el perfume a ciruela
negra —que usaba cuando tenía un encuentro importante— y el cálido aroma a café
con leche. La asaltó un ataque de ternura y sensibilidad. Su cerebro vacío se
impregnó con los dulzores cotidianos. También le vio las uñas pintadas de rojo
coral, una pulsera de oro blanco —la más costosa que tenía— y el reloj de malla
dorada.
No
hubo nada, no fue nada, continuaba pensando Julieta dentro
de su cabeza desierta de recuerdos.
Quería desistir de cualquier acción que
pudiera lamentar más tarde y poder abrazarla por detrás y darle un beso húmedo
en sus labios matinales, como era su costumbre, como hacía todos los días.
Cuando estaba a punto
de soltar el cuchillo para poder acariciarle la espalda con la mano virgen de cualquier
filo, sonó el celular que Amatista tenía al lado de la azucarera. Parpadeó dos
veces como un fuego griego. Desde su altura divina, Julieta leyó un mensaje.
Debajo del mensaje, un nombre.
Fue en ese momento que
Amatista intuyó que alguien la estaba espiando por encima de su hombro.
Fue en ese momento que
se dio vuelta por esa sensación que a veces tenemos de que alguien que no vemos
nos clava la mirada desde atrás.
Fue en ese momento en
que vio cómo Julieta, desde arriba, miraba incrédula ese nombre de siete letras
que iluminaba de azul la pantalla de su celular.
Y en ese momento,
Julieta recordó. Un viento interior barrió de un manotazo las hojas vaporosas que
la habían cubierto en el sueño y que la habían acompañado en la vigilia.
En ese momento, los
ojos de Julieta y Amatista se encontraron por primera vez en el día.
La última hoja se
deshizo en la mente de Julieta y unas letras enloquecidas empezaron a alinearse,
cada una en el espacio que les correspondía, dentro de su cerebro. Entonces
cerró su mano con fuerza sobre el mango del cuchillo.
Un bucle rojo y rebelde
se deslizó sobre la mejilla derecha de Amatista sin que tuviese el tiempo suficiente para apartarlo.
En ese momento, el
reloj de pared marcaba las nueve y cuarto de la mañana, la temperatura era de veintidós
grados y el viento norte traía un ligero aroma a tierra mojada.
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