jueves, 4 de julio de 2013

MOMENTOS

La carta

La encontré dentro de un libro, entre las páginas cincuenta y siete y cincuenta y ocho. Un cuatro de corazones que había encontrado tirado sobre la arena en unas vacaciones lejanas. Me sonreí con amargura por lo que había significado en su momento. Me causó gracia que apareciese ahora, cuatro años después de aquel episodio. En ese entonces estaba de novio con Alejandra. Me acuerdo que luego de levantar la carta había dicho: esta es una señal de buena suerte. Ella se quedó mirándome como si estuviera en presencia de alguna revelación cósmica.
—¿Qué querés decir?
—Digo que durante los próximos cuatro años seremos felices. Los corazones, ¿ves?, es el símbolo del amor —le mentí adrede.
—No me causa ninguna gracia, y después ¿qué?, yo no quiero ser feliz solo cuatro años.
Alejandra tenía razón. Hoy, hace un mes que me dejó para ir a buscar la felicidad en los brazos de otra persona.

El pocillo

Cuando puso a calentar la cafetera lo vio entrar con la sonrisa de siempre: amplia y radiante. Llegó hasta ella, se sentó a sus espaldas y esperó que le sirviera un café, dulce y fuerte como a él le gustaba. Eso es lo que ella creía adivinar que estaba sucediendo, solo que no podría existir ese ritual semanal. Se dio vuelta con el pocillo amarillo humeando en la mano y él no estaba. En su lugar había una silla vacía. Su mirada seguía de largo y llegaba hasta la ventana que daba a la calle. Fue a mirar por detrás del vidrio y la mano le tembló tanto que el pocillo se cayó al piso y se hizo pedazos. En ese momento se dio cuenta que era jueves y que él venía a visitarla los viernes: el día que habían acordado para conversar sobre su profunda depresión anímica. Se arrodilló para levantar los trozos amarillos del pocillo quebrado y se le escapó una lágrima. Un único pensamiento la apartó de esa tarea automática, ¿tenía todavía aquel vestido negro, o lo había regalado, como el otro, el blanco de su casamiento?

El televisor

Terminado el noticiero, apago el televisor con el control remoto y se enciende la luz roja del automático. Tendría que acostarme, es muy tarde para alguien como yo, que se levanta a las seis de la mañana para ir a trabajar. Pero a pesar de sentirme exhausto me parece una buena idea salir, pero no a caminar por el barrio, sino un par de metros, hasta el portón. Me abrigo un poco, a esta hora de la medianoche todo se enfría. Me doy cuenta cuando abro la puerta y mi aliento se condensa en un humo delgado como una medusa. Llevo los cigarrillos por si acaso. Suelo encender uno en los momentos relajados o en los momentos tensos. Me aseguro de tener el encendedor adentro del paquete y me zambullo en la oscuridad. El pequeño jardín está cubierto de hojas secas, ya casi estamos en otoño y me doy cuenta de que estoy apretando el paquete más de la cuenta. Tengo más frío del que pensaba que iba a tener. Miro hacia atrás y veo la casa a oscuras. El sonido del televisor es lo único que rompe el silencio en esa casa en la que vivo, y ahora está apagado. Por unos instantes se me ocurre la loca idea de no volver a entrar en esa oscuridad silenciosa. Siempre me pasa lo mismo. Con un par de cigarrillos esa idea se desvanece, como el humo. Me conformo con que se me haya ocurrido. El día que no lo piense, me puedo considerar vencido. 

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