La
carta
La encontré dentro de
un libro, entre las páginas cincuenta y siete y cincuenta y ocho. Un cuatro de
corazones que había encontrado tirado sobre la arena en unas vacaciones
lejanas. Me sonreí con amargura por lo que había significado en su momento. Me
causó gracia que apareciese ahora, cuatro años después de aquel episodio. En
ese entonces estaba de novio con Alejandra. Me acuerdo que luego de levantar la
carta había dicho: esta es una señal de buena suerte. Ella se quedó mirándome
como si estuviera en presencia de alguna revelación cósmica.
—¿Qué querés decir?
—Digo que durante los
próximos cuatro años seremos felices. Los corazones, ¿ves?, es el símbolo del
amor —le mentí adrede.
—No me causa ninguna gracia,
y después ¿qué?, yo no quiero ser feliz solo cuatro años.
Alejandra tenía razón.
Hoy, hace un mes que me dejó para ir a buscar la felicidad en los brazos de
otra persona.
El
pocillo
Cuando puso a calentar
la cafetera lo vio entrar con la sonrisa de siempre: amplia y radiante. Llegó
hasta ella, se sentó a sus espaldas y esperó que le sirviera un café, dulce y
fuerte como a él le gustaba. Eso es lo que ella creía adivinar que estaba
sucediendo, solo que no podría existir ese ritual semanal. Se dio vuelta con el
pocillo amarillo humeando en la mano y él no estaba. En su lugar había una
silla vacía. Su mirada seguía de largo y llegaba hasta la ventana que daba a la
calle. Fue a mirar por detrás del vidrio y la mano le tembló tanto que el
pocillo se cayó al piso y se hizo pedazos. En ese momento se dio cuenta que era
jueves y que él venía a visitarla los viernes: el día que habían acordado para conversar
sobre su profunda depresión anímica. Se arrodilló para levantar los trozos
amarillos del pocillo quebrado y se le escapó una lágrima. Un único pensamiento
la apartó de esa tarea automática, ¿tenía todavía aquel vestido negro, o lo
había regalado, como el otro, el blanco de su casamiento?
El televisor
Terminado el noticiero,
apago el televisor con el control remoto y se enciende la luz roja del
automático. Tendría que acostarme, es muy tarde para alguien como yo, que se
levanta a las seis de la mañana para ir a trabajar. Pero a pesar de sentirme
exhausto me parece una buena idea salir, pero no a caminar por el barrio, sino
un par de metros, hasta el portón. Me abrigo un poco, a esta hora de la
medianoche todo se enfría. Me doy cuenta cuando abro la puerta y mi aliento se
condensa en un humo delgado como una medusa. Llevo los cigarrillos por si
acaso. Suelo encender uno en los momentos relajados o en los momentos tensos.
Me aseguro de tener el encendedor adentro del paquete y me zambullo en la
oscuridad. El pequeño jardín está cubierto de hojas secas, ya casi estamos en
otoño y me doy cuenta de que estoy apretando el paquete más de la cuenta. Tengo
más frío del que pensaba que iba a tener. Miro hacia atrás y veo la casa a
oscuras. El sonido del televisor es lo único que rompe el silencio en esa casa
en la que vivo, y ahora está apagado. Por unos instantes se me ocurre la loca
idea de no volver a entrar en esa oscuridad silenciosa. Siempre me pasa lo
mismo. Con un par de cigarrillos esa idea se desvanece, como el humo. Me
conformo con que se me haya ocurrido. El día que no lo piense, me puedo
considerar vencido.
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