—¿Qué hacés con las manos?
Adriana se miró las manos.
—¡No, idiota!, hablo en general, ¿qué
hacés con las manos? O mejor dicho, ¿cuántas cosas hacemos con las manos?
—¡Qué se yo! De todo.
—¡Eso, de todo! Fijate. Con las manos
tocamos, ¿no? O sea, acariciamos, comemos, agarramos, pedimos, saludamos,
amenazamos, golpeamos, aplaudimos; menos caminar y pensar, todo lo hacemos con
esto.
Mostró las dos manos rotándolas para que
se vieran el dorso y la palma sucesivamente.
—Lo que vos quieras, pero de ahí a tener
una colección de las manos de tus novios, no sé, me parece un poco morboso.
—A mí me parece arte puro —Miró sus
esculturas con ternura—. Ver los dedos largos de Julián; los de Mauricio, que
parecen pinzas; la palma de Ezequiel, como una almohadilla de ésas en donde se
clavan los alfileres…Tendría que darles un poco más de color, ¿no? así tan
claras parecen un poco…muertas.
—Yo creo que tendrías que tirarlas.
—¡Y dale con eso! ¿No es original?
—También sería original que tuvieras sus
cabezas embalsamadas.
—¿Qué decís Adriana? Desde que te mostré
todo esto me mirás como si fuera Jack el destripador.
—Jackie en todo caso.
Celina se rió por la ocurrencia.
—Algunas se guardan cartas de amor
—continuó—. Fotos, tarjetas, poemas. Todo plano, todo chato y bidimensional.
Tocar la foto de alguien que cambió tu vida, para bien o para mal, es como
tocar una foto de las ruinas de Machu Pichu. Yo, en cambio, toco las manos de
Julián y me parece estar entrelazándolas con las suyas. Cierro los ojos y
percibo su textura, sus nervios, sus venas.
—¡Pero si son de yeso! —se escandalizó
Adriana.
—Por eso te digo que cierro los ojos.
Hay que tener un poco de imaginación, ¿no? Mirá, le puse a la mano de Ezequiel
el anillo de sello que él usaba.
—¿Cómo que usaba?
—Bueno…que usa.
Luego de un silencio incómodo, Adriana
acotó.
—No sé, allá vos con tu fetichismo de
diván.
—¡A ver, vos discípula de Freud! ¿Qué
recuerdos tenés de Leandro?
—Primero y principal, no creo en Freud. Un
tipo que todo lo relaciona con el complejo de Edipo y la envidia del pene, me
parece muy simplista, es más, me parece ridículo. Segundo, no tengo por qué guardar
ningún recuerdo de Leandro porque es algo que terminó. Y terminó bien, sin
insultos, sin peleas melodramáticas, nada. Se terminó y punto. Guardo muy
buenos recuerdos de él, pero en mi cabeza —le dijo señalándose la sien.
—¿Y Fabián? —continuó Celina sin darse
por vencida.
—¡Fabián nada! —se crispó—. O sí, ¿Sabés
qué recuerdo tengo de él? Que me embarazó, me hizo abortar y se fue a la
mierda. ¿Vos querés que tenga algún recuerdo de él? Me podría haber guardado
unas pinzas y un bisturí, digo, como souvenir, ¿no?
Celina se calló.
—Perdoname, no quise hacerte acordar…
—¡Está bien! No es nada, puede ser que
esté algo alterada, y encima vos me venís y me mostrás esas manos de yeso enterradas
en macetas de barro. Parece un jardín de dedos, no sé, me dan escalofríos.
Celina se levantó y las guardó con
cuidado en un armario con puertas vidriadas. Adriana también se levantó y
descolgó la campera de jean de un perchero de caño rojo.
—Mejor me voy a casa —le dijo poniéndose
la campera—. Me está empezando a doler un poco la cabeza y encima mañana tengo
un parcial.
—No hay problema, ¿seguís con Alejandro?
—Por ahora…
—Mandale saludos, no se si te fijaste
que tiene unas manos re lindas.
Adriana se quedó dura, aferrada al
picaporte y pensó: “es verdad que las manos sirven para acariciar, pero también
sirve para pegar”.
—¡Y vos que hacés mirándole las manos?
Ahora entiendo porque siempre estás sola, ¡estás para el manicomio!
Adriana se fue dando un portazo y Celina
quedó murmurando para sí: ¡porque carajo no
puedo mantener la boca cerrada!
Mientras Adriana bajaba corriendo las
escaleras sin siquiera pensar en esperar el ascensor, Celina se asomaba a la
ventana de su departamento en el quinto piso. Miraba las luces de una ciudad
que al caer la tarde se iba encendiendo con mercurio, neón y el argón de los
tubos fluorescentes. Una ciudad gaseosa, química, que permitía que se reflejara
su imagen en el vidrio tan solo como un borrador, como una ilusión. De repente
se sintió sola. Sola e incomprendida. ¿Qué tenía de malo tener recuerdos de las
personas que fueron importantes en la vida? ¿Por qué contentarse con fotos o
cartas que se van ajando con el paso del tiempo? Si fuera un artista como Andy Warhol, pensaba, dirían ¡qué genial que sos! Pero claro, como soy una simple cajera de
banco que aprendió a hacer moldes de yeso por su padre dentista, soy un bicho
raro.
Sacó un cigarrillo de un paquete casi
vacío y después de encenderlo le dio una pitada tan enérgica que casi le
consumió las tres cuartas partes. Caminó en círculos. Una, dos, tres veces,
hasta que se detuvo frente al armario con puertas vidriadas. Abrió la puerta y
ahí estaban sus tiesas manos de yeso. Sintió un cosquilleo en el bajo vientre. Las
sacó y las colocó en la mesa. Cerró los ojos y apoyó lentamente las yemas de
los dedos en las de Mauricio. Empezó a recordar la primera vez que la había
abrazado al salir del cine. Su mano firme, de dedos casi lascivos y que siempre
la conducía, agarrándola de la cintura, a través de la multitud como un capitán
de barco. En el amor era posesivo. No dejaba lugar sin conquistar. El cuerpo de
Celina era el atlas, sus manos, los instrumentos de navegación.
Tomó luego las manos de Ezequiel, tan
mullidas y protectoras. Se quedó un largo rato sosteniéndolas entre sus manos,
imaginándolas cálidas y pulsantes, mientras su respiración se agitaba y la
humedad parecía inundarla en mareas lánguidas y poderosas a la vez. Si Mauricio
navegaba por sus abismos como un explorador marino, Ezequiel era el andinista.
Las planicies, las montañas y los picos elevados y tiernos no tenían secreto
para él.
Finalmente pasó a las de Julián, largas
y nerviosas. Recordaba que cuando él le acariciaba los muslos y la espalda
desnuda parecía que lo hacían alas de colibrí. Le daba la sensación de querer acampar
en un punto incierto, en una zona que no terminaba nunca de encontrar. No le
satisfacía ni las lomas ni los bosques, las alturas parecían darle vértigo y
las honduras, ahogo. Tendría alma de escritor porque parecía estar tecleando
toda su epidermis con pequeños golpecitos como si fuera un ciego tratando de descifrar
su piel garabateada en Braille.
Lo abandonó porque le hacía cosquillas.
No sonaba a buen pretexto, pero ¿cómo andar con alguien que le provocaba carcajadas
en pleno clímax amoroso?
¿Y
mis manos?, se preguntó, ¿Quién querría tener mis manos como recuerdo? Supongo que nadie. Son
bastante torpes, se me cae todo. Eso sí, luzco bien los anillos grandes y
brillantes. Algunas mujeres no tienen esa suerte, ésas que tienen sus dedos
como ramilletes de salchichas, salchichas hervidas enjoyadas con anillos de
mostaza. Detesto esas manos, aunque quizás tengan alguna otra habilidad que
desconozco. Y adoro las uñas cortas, cortas y con esas marquitas de media luna
que para mí son los regalos que una va a recibir. Me gustaría que mis próximas
vacaciones fueran en Santa Cruz, cambió velozmente de tema, para visitar las Cuevas de las Manos.
Guardó las macetas en el armario y fue
al baño para evaporar un poco el calor que le producía el contacto con tantos
recuerdos. Se miró en el espejo del botiquín. Unos ojos verdosos la miraron de
frente. Se acercó y se vio las vetas oscuras e irregulares del iris. Bellos
como piedras de cuarzo.
Quizás
me tendría que dedicar a tallar ojos. Son tanto o más bellos que las manos,
tantos matices, tantas tonalidades. Pero no podría soportar las miradas en cada
pupila coloreada. No, las manos están bien, pueden tocarme, pero no pueden
mirarme.
Abrió el cajón del escritorio, iluminado
por una lámpara tenue, y sacó un manual de quiromancia. Apoyó el libro al lado
de una réplica en cerámica de la diosa Vishnú, que con sus cuatro brazos
parecía querer abarcarlo todo. Hojeó el libro con la misma curiosidad de
siempre y detuvo la vista allí en donde aparecían las láminas que graficaban en
detalle lo que a ella le interesaba.
Monte de Venus, Monte de Marte, de la
Luna, del Sol, Líneas del corazón, de la inteligencia, de la vida; un mapa de
nuestro futuro dibujado en nuestras palmas, cincelado adentro mismo del útero
materno. Todo estaba ahí: una constelación; un croquis estelar que no se borra
con el tiempo, sino que se acentúa. Cada esbozo se transforma a medida que
envejecemos en una línea; cada línea en una marca; cada marca en una grieta;
cada grieta en un abismo en donde bucear cuando todo sale mal.
Todo
está acá, se miró la palma abierta de su mano, todo está acá.
Guardó el libro en el cajón, le guiñó un
ojo a Vishnú y salió de su casa.
El consultorio de su padre no estaba
lejos. Iría caminando. Necesitaba alginato para sus moldes y a su padre siempre
le sobraba un poco. Esta vez haría el proceso consigo misma. Recordó haber
leído en un libro de Historia del Arte escrito por la escultora Susana Bosio
que las manos, tanto en pintura como en escultura, invocan súplicas a los
poderes invisibles y que lo hacen para evitar el mal, como auxilio o para pedir
protección.
Se había decidido a hacer la mezcla de
alginato esa misma tarde. Se embadurnaría la mano izquierda de ambos lados y
una vez seca separaría las cáscaras vacías para rellenarlas con el yeso piedra
que le había quedado de la vez anterior. Esta vez elegiría otro color. El tono
durazno que venía utilizando dejaban sus esculturas tan pálidas que parecía
blancas. El color de los fantasmas. Pensó en Julián, en Mauricio, en Ezequiel; en
eso se habían convertido para ella: en fantasmas del pasado. Pero tengo sus manos, se reconfortó.
Sin darse cuenta llegó hasta la puerta
del consultorio. Entró sin golpear.
—Hola papá.
El doctor se dio vuelta con la sonrisa
tapada por el barbijo. Disfrutaba de su trabajo. De arrancar, extirpar, tornear
y sentir el olor a diente quemado. Se cubría la boca por una cuestión de
asepsia, pero también para evitar que lo vieran riéndose cuando, con la pinza, sujetaba
la muela infectada y desgarraba la encía que quedaba con un agujero negro,
limpio de infección. Tenía una colección de muelas. Los pacientes rara vez se
las pedían para llevársela a su casa, ¿para qué la iban a querer? Él las conservaba
como trofeos en su lucha contra la contaminación y el dolor. Su colección
abarcaba todos los tamaños. Algunas con raíces tan largas y gruesas que parecían
zanahorias incoloras arrancadas de la tierra. Una vez le habían preguntado qué
iba a hacer con esas muelas picadas, a lo que él había respondido en tono
jocoso que haría collares, como las que usaban las tribus de un país que solo
él conocía. Luego al notar cierto nerviosismo en el ambiente dijo que era una
broma, pero Celina, que había estado presente en la reunión, sabía que decía la
verdad. Su padre tenía varios collares escondidos en una caja de madera.
El doctor tiró la muela en un recipiente
metálico que se manchó con restos de sangre.
—Hola hija, por favor esperame afuera,
ya termino.
Celina miró al paciente que mantenía la
boca abierta y que empezaba a tomar un alarmante color pálido. Su padre,
mientras tanto, bailaba alrededor de
él —buscando gasa por aquí, algodón, por allá— como si estuviera practicando
una danza tribal para ahuyentar los espíritus.
Celina salió y se sentó a esperarlo. Ver
tantas pinzas e instrumentos afilados le provocaba inquietud y respeto. En
algún momento de su vida había querido seguir los pasos de su padre, pero había
encontrado en la escultura su verdadera vocación. Limar, blanquear y embellecer
un maxilar con dientes de porcelana era, para ella, como jugar a ser escultor
en un modelo vivo. En eso estaba de acuerdo, pero sabía que como todo ser vivo
y libre, su trabajo artesanal desparecería de su vista en el mismo momento que el
paciente se levantara de su silla y franqueara la puerta de salida. A ella eso
no le parecía bien. Por eso había elegido la escultura: para no abandonarlas
nunca. Y por eso se había decidido a moldear sus manos, por si alguien, alguna
vez, las quisiera como recuerdo o para invocarle auxilio o protección. Pensó
nuevamente en Julián, en Mauricio, en Ezequiel. Tengo suerte de tener sus manos conmigo, pensó, y estaban sanas y vivas cuando las moldeé,
no como las muelas podridas y muertas que guarda mi papá. En eso somos diferentes.
Quizás me parezca más a mamá. Ella guarda mariposas entre las hojas de los
libros de cocina. Podría decir que es la más poética de los tres. Claro que
cada tanto he descubierto trocitos de alas metalizadas entre la comida, pero no
creo que lo haga a propósito.
—¡Qué tonta que es Adriana! —dijo en voz
alta a una sala de espera vacía—. Tendría que estar orgullosa de conocer a una
familia de artistas.
Esa noche, el padre de Celina consiguió tres
muelas más para un collar nuevo.
La madre de Celina, a falta de mariposas
en el invierno, había empezado a juntar hojas, ramas y piñas secas para llenar todas
las bandejas que encontrara en su casa.
Celina terminó de hacer el molde de sus
manos a la medianoche. Las ubicó junto a la de sus antiguos amantes y escribió
una carta para su amiga Adriana confesándole un terrible secreto. Luego de eso se arrojó por
la ventana del quinto piso de su departamento.
Dentro del armario con puertas vidriadas
las manos de Celina se tiñeron con el color rojo del amanecer.
Escalofriante, buenísimo!
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