Después
de caminar unos doscientos metros, la cabeza me empezó a dar vueltas. Estaba
asqueado de tantos cigarrillos y la resaca del whisky y la cerveza caliente
acentuaban el malestar. Me senté debajo de la sombra de un álamo y cerré los
ojos. No tenía idea de adónde estaba. No había carteles, solo algunos
alambrados que se perdían en el azul del paisaje y cientos de mariposas de alas
naranjas que volaban hacia alguna parte. Volví a pensar en Luca, tirado en
medio del desierto, agonizando bajo el sol o tironeado por algunas aves
carroñeras, o quizás en el estómago de esa cosa con ojos brillantes que me
había estado observando la noche anterior. Sentí un estremecimiento, el mismo
que había sentido cuando dejamos atrás la estación de servicio. Me levanté. Me
dolía la nuca, las piernas y un vacío se había apoderado de mi cabeza. Me
sentía irreal, como si mi presente se hubiese transformado en un capítulo de la
serie Twilight Zone. Parecía no ser yo el que estaba buscando, sino
mi sombra; limpia, cristalina y liviana, pero sombra al fin. Estaba cerca de la
casa. Lo presentía. Caminé y caminé sin darme cuenta de que lo hacía. Cada
tanto desenvolvía un caramelo de menta o masticaba un Chiclet’s o lamía el
Hershey derretido como si fuera ambrosía. Era el mediodía y el calor había caldeado
tanto la atmósfera que parecía líquida. Trataba de ir por la sombra, hasta que a lo lejos vi el ciprés, el ciprés
con la punta seca por un rayo. Estaría doscientos metros más allá. El corazón
empezó a latirme con fuerza y las piernas volvieron a sostenerme. Hasta la casa
de Lucy habré fumado medio paquete de cigarrillos Kool, el último que me
quedaba. Llegué a la puerta del frente. Era una casa de ladrillos, sin revoque,
tal como me había dicho. Miré alrededor y, efectivamente, era la única
edificación que estaba en pie. Las demás eran solo proyectos, promesas
incumplidas con sus columnas de cemento que salían de las entrañas de la tierra
como dedos. A los costados crecían unos yoyos altos, con flores amarillas. Golpeé
la puerta y esperé unos minutos. Por un instante imaginé ver salir a mi padre
que me regañaba por no haber llevado las llaves de la casa; a mi madre,
secándose las manos en el delantal y, con la vista perdida, preguntarme si no
la llevaba al médico; a Luca, gritándome por qué lo había abandonado en el
desierto si yo le debía respeto por toda la eternidad e inclusive a Patsy, del
5to. Bachiller, que chupando un lollipop me miraba con lascivia y me proponía cosas
indecentes. Vi desfilar a mis jefes y profesores, cada uno con su aire de
superioridad y pedantería, y hasta a mí mismo, que me preguntaba: “¿Buscabas a
alguien? No hay nadie, se fueron todos”. A la única persona que no imaginé fue
a Lucy.
Golpeé
otra vez, más fuerte y cuando grité su nombre, las cigarras hicieron silencio.
Di vuelta a la casa y al llegar al fondo golpeé la puerta trasera. Al no
recibir respuesta giré, sin demasiada convicción, el picaporte y me sorprendí al
encontrar la puerta abierta. Entré. Adentro me invadió la oscuridad y la
frescura de una casa que no se ventilaba nunca. Cuando pude aclimatar la vista,
empecé a notar el vacío. Parecía una casa abandonada o desvalijada. Si Lucy
vivía allí no tenía ni siquiera una silla para sentarse. Me había equivocado.
Había una silla. Fue la que había usado mi hermana para colgarse de una de las
vigas de madera del techo.
. . .
La descolgué al mediodía
y la terminé de enterrar por la tarde. A la noche me senté al lado de su
sepultura y comencé a hablarle. Encendí una fogata con los billetes manchados que
me había tirado Luca por la cara. Quemé sus ropas y la silla que había usado
como patíbulo. Antes le arranqué y tallé en una madera del respaldo dos fechas:
21 de Julio de 1940 – 22 de Junio de 1963. Faltaba un mes para que cumpliera
veinticuatro años. No
pude llorarla, es más, la admiré por su resolución. Algo que yo jamás me hubiese
atrevido a hacer. Lucy siempre había sido así, terminante, pero de todos modos
algo irracional hubo en esa decisión que nunca terminé de entender. Fumé los
últimos cigarrillos mentolados que me quedaban y entré a la casa. No esperaba
encontrar nota alguna, ¿a quién iba a estar dirigida? El ambiente estaba
desolado, como lo habrá estado sus últimos meses en ese páramo. En el
dormitorio encontré su cama deshecha en donde me tiré desmayado de cansancio.
Pensé que bajo esas mantas había descansado ella la última noche, la misma
noche en la que yo estaba apresando la luz de las estrellas para luego
desparramarlas por las arenas del desierto. Si tan solo hubiese llegado un día
antes, quizás habría logrado hacerla cambiar de parecer, quizás no. Podría haberse
matado de todos modos, en cualquier descuido mío, pero aunque sea podría
haberla escuchado decir mi nombre con esa voz suya, tan cascada y particular. Era
la única que me llamaba por mi verdadero nombre, sin diminutivos, sin
traducciones ridículas, sin seudónimos ni apócopes, por mi nombre, con el que me
presentaron a este mundo; el mundo que ella había dejado solo un par de horas
antes de que la encontrase. Lo supe porque todavía estaba tibia cuando la abracé
para bajarla de la soga. Lo supe porque cuando eché la tierra de ese pueblo
perdido sobre su cara parecía respirar con el último aliento de un alma que se estaba
elevando en ese preciso momento. No la lloré porque la impresión de sus ojos
cerrados era más fuerte que la desazón. Pensé en que quizás me habría estado
llamando por teléfono, no sé por qué pero imaginaba que algo ponzoñoso la había
estado atormentando desde que se quedó sola. Pero la casa de mi padre —nuestra
casa— estaba desierta desde hacía un mes. Me acurruqué bajo las mantas con las
que ella se había tapado la noche anterior y empecé a pensar en las cosas que habíamos
hecho juntos, a modo de recuerdo y para poder dormirme. La veía siempre dándome
órdenes, criticándome delante de sus amigas, escondiéndome las cosas que más
apreciaba (incluso rompiéndolas), delatándome con mi padre. Pero no podía odiarla,
pesaba más el hecho de haberme hecho conocer a Hemingway que todo lo demás. Me dormí
cayendo en un sopor en donde se mezclaban el cielo astillándose contra una
piedra, el Chevy desbarrancándose con la radio funcionando a todo volumen y unos
ojos brillantes que me vigilaban en el desierto.
Cuando desperté eran
las diez de la mañana. Corté unas cuantas flores amarillas y las desparramé
sobre la tumba de Lucy. Salí a buscar el Chevy, pero antes tenía que conseguir
combustible; unos dos bidones de cinco litros, un almuerzo decente y un par de
botellas de whisky, no necesitaba más. Caminé hasta la primera estación de
servicio, me paré a unos cincuenta metros, miré el cielo espejado y supe por
primera en mi vida lo que significaba tener una epifanía.
Al volver al auto,
vacié los diez litros de nafta en el tanque. Me senté exhausto y guardé el
revólver en la guantera. Suspiré aliviado cuando el motor arrancó sin
problemas; encendí un cigarrillo negro, la radio y dejé que la música de Ray
Charles me envolviera durante los primeros segundos. Me fui de allí conduciendo
despacio, como si fuera un turista, hasta perderme en el desierto.
Hit the road, Jack and don’t you come back no more, no
more, no more, no more.
Hit
the road, Jack and don’t you come back no more.
No
Ray, no pensaba volver nunca más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario