viernes, 3 de agosto de 2012

LOS DESESPERADOS Capítulo 3


Con las primeras luces del amanecer llegué a una zona arbolada. No se veían  casas y el verde y el aroma a cítricos se desparramaba en el ambiente. Algunos reflejos parpadeaban, como guiños, en la lejanía. Supuse que eran reflejos de vidrios (casas, tal vez) o de cromados (autos, tal vez), pero nada era probable. Lo que buscaba era una casa en particular y tenía algunas referencias vagas. Después que Lucy se fue, había hablado un par de veces con ella. Me llamaba desde las cabinas telefónicas que encontraba a su paso, solo para decirme que no se me ocurriera seguirla. Cuando le juré que eso era lo último que yo haría, me lo agradeció. En otra comunicación que tuvimos me dio detalles del lugar en donde habían decidido quedarse y que si alguna vez quería visitarla lo podía hacer, claro, pasado un tiempo prudencial, me dijo. Los tiempos parecían haberse acelerado. La casa era de ladrillo, sin revoque y era la única en medio de unos terrenos abandonados. Al costado se erguía un ciprés de unos treinta metros de altura con la punta quemada por un rayo. No eran datos menores, solo tenía que prestar atención. La aguja del combustible marcaba casi cero, pero podría haberse descompuesto cuando se arregló la radio. No me sorprendió, siempre que había tenido suerte en algo, la desgracia venía después para equilibrar las cosas. No veía signos de población y eso me tranquilizaba un poco. Podía detenerme y caminar por los alrededores, para no quedarme sin nafta en caso de emergencia, pero vagar sin rumbo, con un puñado de chocolates derretidos, varios atados de cigarrillos y un par de latas de cerveza tibia, no eran un muy buen equipaje para acometer una expedición. Me sentía debilitado. El último almuerzo habían sido dos hamburguesas grasientas con aros de cebolla y una Pepsi que comimos en un Burguer. Habían pasado más de veinticuatro horas de eso. Mientras pensaba no me di cuenta que estaba conduciendo a menos de treinta kilómetros por hora. El lugar era agradable. Había desaparecido el desierto y ahora parecía haber desembocado en un vergel lleno de álamos plateados y rosas silvestres. Empecé a pensar en Lucy.  Hacía mucho que no extrañaba a alguien. Si bien nunca tuvimos  una relación armoniosa, siempre le admiré su temperamento para enfrentar cualquier cosa, a mi padre, por ejemplo. Yo nunca pude y me fui recién cuando él se murió de un infarto. Ella pudo irse antes. Mientras manejaba sin rumbo recordaba esa tarde calurosa de verano; a los dos gritándose en el porche, rojos de furia; el chasquido que produjo la mano nudosa de mi padre sobre la cara de mi hermana; el orgullo de ella que logró que se quedase firme, enfrentándolo, con la mirada encendida. Mi padre había retrocedido unos pasos, al ver que no podía sostener semejante desafío. Yo había quedado a la expectativa. Parecía no existir. Ninguno de los dos se había percatado de mi presencia. A los diez minutos, mi hermana se subía al coche de Tony y se perdía con rumbo incierto. En ese momento la odié y la admiré al mismo tiempo. A mi padre lo odié y lo compadecí al mismo tiempo. Le vi las manos tensas y estaba seguro que me hubiera roto el  cuello si se hubiera percatado que estaba espiándolo detrás del cerco de ligustro. Se sentó en una mecedora que había sido de mi abuelo y allí quedó, hamacándose, mirando la encrucijada en donde su hija mayor había doblado y desaparecido de su vida para siempre. Siempre me pregunté que habría estado pensando durante todo ese tiempo en que permaneció hamacándose y con la vista perdida. Siempre había tenido una extraña obsesión por Lucy, a tal punto que yo, para él, pasaba casi desapercibido. Eso a mí me daba una gran libertad de movimientos, solo tenía que tener las llaves de la casa encima para poder entrar a la hora que quisiese. Mi madre no aportaba demasiado. Vivió enferma toda su vida y creo que estuvo más presente en nuestra vida estando ausente. Al menos la podíamos recordar con nostalgia y no sentir su presencia mortificante. Mi padre nunca demostró extrañarla. Tampoco buscó consuelo por otro lado, al menos eso creo.
Tony no era un mal tipo, pero como dice el refrán: “la necesidad tiene cara de hereje”. No tuvo mejor idea que robar un banco, sin experiencia y sin apoyo. De ahí a la cárcel hubo solo un paso. Me pregunté cómo se las estaría arreglando Lucy sin nadie que la contenga. Quizás la muerte de mi padre la alegrara, la entristeciera o le resultara indiferente. Tenía que decírselo, aunque eso no cambiaría mucho lo que ella pensaba de él.
De pronto el Chevy empezó a convulsionarse. Me había quedado sin nafta. Me quedé un rato más con la radio encendida. Sin nafta ya no me importaba si el auto se quedara sin batería. Como un arpegio empezó a salir de los parlantes un tema que había escuchado mucho en los últimos meses. De alguna manera Peter, Paul y Mary parecían consolarme de que la respuesta a todas mis preguntas estaba en el viento. Blowin’ in the wind fue siempre mi canción favorita. Salí del auto. Me tomé las dos latas de cerveza que quedaban y el mareo me animó a caminar. Primero guardé los billetes en el bolsillo del pantalón (tenía pensado dárselos a Lucy), el revólver de Luca en el bolsillo derecho del saco y los últimos paquetes de Kool en el izquierdo. Salí en busca de mi hermana. Me acordé de una frase: “Yo soy de carne y hueso porque estoy desesperado”. Así me sentía, desesperado, como Luca, pero yo estaba vivo y eso me daba ciertas ventajas. Me fui alejando del auto despacio, tan despacio como para no dejar de escuchar las últimas frases que salían del Chevy como si fuera una rockola con ruedas.

How many times must a man look up, before he can see the sky.
How many years must one have, before he can hear people cry.
How many deaths will it take till the knows, that too many people have died.
















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