Con las primeras luces
del amanecer llegué a una zona arbolada. No se veían casas y el verde y el aroma a cítricos se
desparramaba en el ambiente. Algunos reflejos parpadeaban, como guiños, en la
lejanía. Supuse que eran reflejos de vidrios (casas, tal vez) o de cromados (autos,
tal vez), pero nada era probable. Lo que buscaba era una casa en particular y
tenía algunas referencias vagas. Después que Lucy se fue, había hablado un par
de veces con ella. Me llamaba desde las cabinas telefónicas que encontraba a su
paso, solo para decirme que no se me ocurriera seguirla. Cuando le juré que eso
era lo último que yo haría, me lo agradeció. En otra comunicación que tuvimos
me dio detalles del lugar en donde habían decidido quedarse y que si alguna vez
quería visitarla lo podía hacer, claro, pasado un tiempo prudencial, me dijo.
Los tiempos parecían haberse acelerado. La casa era de ladrillo, sin revoque y
era la única en medio de unos terrenos abandonados. Al costado se erguía un
ciprés de unos treinta metros de altura con la punta quemada por un rayo. No
eran datos menores, solo tenía que prestar atención. La aguja del combustible
marcaba casi cero, pero podría haberse descompuesto cuando se arregló la radio.
No me sorprendió, siempre que había tenido suerte en algo, la desgracia venía
después para equilibrar las cosas. No veía signos de población y eso me tranquilizaba
un poco. Podía detenerme y caminar por los alrededores, para no quedarme sin
nafta en caso de emergencia, pero vagar sin rumbo, con un puñado de chocolates
derretidos, varios atados de cigarrillos y un par de latas de cerveza tibia, no
eran un muy buen equipaje para acometer una expedición. Me sentía debilitado.
El último almuerzo habían sido dos hamburguesas grasientas con aros de cebolla
y una Pepsi que comimos en un Burguer. Habían pasado más de veinticuatro horas
de eso. Mientras pensaba no me di cuenta que estaba conduciendo a menos de
treinta kilómetros por hora. El lugar era agradable. Había desaparecido el
desierto y ahora parecía haber desembocado en un vergel lleno de álamos
plateados y rosas silvestres. Empecé a pensar en Lucy. Hacía mucho que no extrañaba a alguien. Si
bien nunca tuvimos una relación
armoniosa, siempre le admiré su temperamento para enfrentar cualquier cosa, a
mi padre, por ejemplo. Yo nunca pude y me fui recién cuando él se murió de un
infarto. Ella pudo irse antes. Mientras manejaba sin rumbo recordaba esa tarde
calurosa de verano; a los dos gritándose en el porche, rojos de furia; el
chasquido que produjo la mano nudosa de mi padre sobre la cara de mi hermana;
el orgullo de ella que logró que se quedase firme, enfrentándolo, con la mirada
encendida. Mi padre había retrocedido unos pasos, al ver que no podía sostener
semejante desafío. Yo había quedado a la expectativa. Parecía no existir. Ninguno
de los dos se había percatado de mi presencia. A los diez minutos, mi hermana
se subía al coche de Tony y se perdía con rumbo incierto. En ese momento la
odié y la admiré al mismo tiempo. A mi padre lo odié y lo compadecí al mismo
tiempo. Le vi las manos tensas y estaba seguro que me hubiera roto el cuello si se hubiera percatado que estaba
espiándolo detrás del cerco de ligustro. Se sentó en una mecedora que había
sido de mi abuelo y allí quedó, hamacándose, mirando la encrucijada en donde su
hija mayor había doblado y desaparecido de su vida para siempre. Siempre me
pregunté que habría estado pensando durante todo ese tiempo en que permaneció
hamacándose y con la vista perdida. Siempre había tenido una extraña obsesión
por Lucy, a tal punto que yo, para él, pasaba casi desapercibido. Eso a mí me
daba una gran libertad de movimientos, solo tenía que tener las llaves de la
casa encima para poder entrar a la hora que quisiese. Mi madre no aportaba
demasiado. Vivió enferma toda su vida y creo que estuvo más presente en nuestra
vida estando ausente. Al menos la podíamos recordar con nostalgia y no sentir
su presencia mortificante. Mi padre nunca demostró extrañarla. Tampoco buscó
consuelo por otro lado, al menos eso creo.
Tony
no era un mal tipo, pero como dice el refrán: “la necesidad tiene cara de
hereje”. No tuvo mejor idea que robar un banco, sin experiencia y sin apoyo. De
ahí a la cárcel hubo solo un paso. Me pregunté cómo se las estaría arreglando
Lucy sin nadie que la contenga. Quizás la muerte de mi padre la alegrara, la entristeciera
o le resultara indiferente. Tenía que decírselo, aunque eso no cambiaría mucho lo
que ella pensaba de él.
De
pronto el Chevy empezó a convulsionarse. Me había quedado sin nafta. Me quedé
un rato más con la radio encendida. Sin nafta ya no me importaba si el auto se
quedara sin batería. Como un arpegio empezó a salir de los parlantes un tema
que había escuchado mucho en los últimos meses. De alguna manera Peter, Paul y
Mary parecían consolarme de que la respuesta a todas mis preguntas estaba en el
viento. Blowin’ in the wind fue
siempre mi canción favorita. Salí del auto. Me tomé las dos latas de cerveza
que quedaban y el mareo me animó a caminar. Primero guardé los billetes en el bolsillo
del pantalón (tenía pensado dárselos a Lucy), el revólver de Luca en el
bolsillo derecho del saco y los últimos paquetes de Kool en el izquierdo. Salí
en busca de mi hermana. Me acordé de una frase: “Yo soy de carne y hueso porque
estoy desesperado”. Así me sentía, desesperado, como Luca, pero yo estaba vivo
y eso me daba ciertas ventajas. Me fui alejando del auto despacio, tan despacio
como para no dejar de escuchar las últimas frases que salían del Chevy como si
fuera una rockola con ruedas.
How many times must a man look up, before he can see
the sky.
How many years must one have, before he can hear
people cry.
How many deaths will it take till the knows, that too
many people have died.
No hay comentarios:
Publicar un comentario