jueves, 2 de agosto de 2012

LOS DESESPERADOS Capítulo 2


Me desperté de un sobresalto. Miré el reloj. Solo había pasado una hora. Luca seguía dormido y se le escapaba de la boca un sonido tan desagradable que pensé que ése había sido el motivo que hizo que me despertase. La radio había enmudecido y los ojos brillantes, al final de la ruta, ya no estaban. Tenía ganas de orinar. Salí del auto y caminé hasta el desaparrado círculo de árboles que se encontraba a la izquierda de la ruta. Mientras lo hacía miré el cielo. No podía dejar de maravillarme. Era increíble ver a la Vía Láctea como una columna vertebral hecha de puntos movedizos. Hacía mucho frío y para calentarme empecé a caminar alrededor de los árboles. No tenía muchas ganas de volver para seguir escuchando los ronquidos de Luca. Me animé a ir un poco más allá, hasta un promontorio rocoso. Si los faros del Chevy no hubiesen estado casi ciegos, habría retomado la ruta en ese preciso momento, pero al no haber luna, el paisaje era un pozo oscuro, lo único iluminado eran las estrellas, bastante egoístas por cierto. Terminé el whisky de un último trago sin dejar de mirar la indiferencia del cielo. La alcé hasta la altura de mis ojos y miré la luz del firmamento a través de ella. Se distinguía, distorsionado, su fulgor frío, encerrado; un fulgor frío encerrado en la botella. La arrojé contra el montículo de piedra. El impacto fue feroz, casi surrealista. Parecía haberse destrozado parte del universo. Es más, parecían haberse desparramado miles de estrellas en las arenas del desierto. Me di cuenta de lo frágil que puede ser el mundo si se lo mira con los ojos de Dios.
Me senté en la base de uno de esos árboles tortuosos que llaman de Joshua y encendí un Camel. No veía la hora de llegar a la casa de Lucy. Debería estar desesperada, como decía Luca. Se había ido escapándose de mi padre y yo estaba haciendo lo mismo, pero escapándome de una pandilla. Mi padre había muerto hacía un mes. Mi hermana no lo sabía. Desde que se había ido a vivir con Tony me había jurado no volver a verlo nunca más. Era cómico, el deseo se le había cumplido sin que tuviera que realizar ningún esfuerzo de su parte. Esperaba hacerle un poco de compañía, más cuando supe que Tony había caído preso y estaba pudriéndose en la cárcel. Decidí quedarme sentado, en compañía del árbol de Joshua, hasta que se me pasase el mareo. Echaba de menos un libro. Un libro de relatos de Hemingway que me había regalado Lucy cuando cumplí dieciséis años. No tuve tiempo de buscarlo y traerlo. Era lo único que extrañaba. En especial aquel cuento en el que un teniente trata de recordar a todas las personas que pasaron por su vida, para poder dormirse. Varias veces había hecho el mismo intento. En mi caso no eran muchas las personas que podía enumerar pero sí las suficientes como para dormirme a los pocos minutos. Mi padre, mi madre, mi hermana, mis compañeros de la escuela —uno por uno—, de la fábrica —algunos—, del barrio —todos—, de mis novias. No sé por qué siempre pensaba en ellas en último lugar, pero para ese entonces, ya me había dormido. Noté que se me estaban acalambrando las piernas y empecé a jugar con el Zipo que me había “obsequiado” Luca la anteúltima vez que entró a una estación de servicio. Le encantaba esos lugares. Para él eran una especie de parque de diversiones, con todo a mano y sin el riesgo que implicaba los supermercados en donde había más gente y, por supuesto, más vigilancia. No sé que pasó ésa última vez. No quiero saber que había pasado allí adentro. Algún candidato a héroe le habrá obligado a usar la navaja. Luca la llevaba más que nada para asustar. Pero ésa vez algo pasó. Me di cuenta cuando salió caminando tranquilo. Tranquilo y pálido.
Nuestro método era siempre el mismo. Luca salía corriendo y se subía al auto que yo ya lo estaba carreteando a veinte kilómetros por hora. La adrenalina se respiraba en el aire. Agitado no paraba de reírse y yo hacía lo mismo. Generalmente nos corrían un par de metros, nos tiraban con algo, maldiciéndonos y recordándonos a toda nuestra familia. Una vez dimos dos vueltas completas entre los surtidores. En cada vuelta los empleados nos esperaban como toreros y se apartaban cuando yo les pasaba cerca de sus piernas. Se producía un griterío infernal y nosotros adentro no parábamos de reírnos. Pero, al parecer, esos tiempos, como la inocencia, habían mutado a algo diferente.
El humo azul del segundo cigarrillo que encendí se fundió con la galaxia. No somos más que eso, pensé, humo. Volví al auto. Estaba a punto de amanecer. A lo lejos se veía una línea amarilla. Hacía más frío y me costaba caminar. Hubiese dado cualquier cosa por un café caliente, pero en el auto solo había golosinas y Luca durmiendo arriba de un colchón de vidrio molido. Abrí la puerta, me senté y recordé el silencio de la radio. Sin pensar le di arranque al motor, temiendo lo peor y, por suerte, arrancó a los tres intentos. Aliviado volví a poner música, puse primera y, a los tumbos, salí a la ruta. Luca seguía durmiendo. Por el espejo retrovisor volví a ver los dos ojos brillantes que parecían vigilarme. Mientras estuve fumando no alcancé a ver nada, al parecer se asomaba cuando estaba dentro del Chevy. Tal vez quería decirme algo. Sentí un escalofrío, pero lo atribuí al viento que entraba por la ventanilla rota de Luca. En la radio empezó a sonar Too many fish in the sea de The Marvelettes y todo pareció mezclarse con una dosis de fatalidad. Los faros del Chevy iluminaban el pavimento con una luz funeraria. Me costaba seguir adentro de la cinta asfáltica y cada tanto pisaba la arena de la banquina. Estaba a punto de amanecer. Luca estaba pálido y rígido. Parecía muerto. No me atreví a tocarlo, ni siquiera para sacarle el arma de la mano. Pensé en abrir la puerta, empujarlo al desierto y que se lo devore algún animal, quizás el mismo que me estuvo vigilando. Luca sería la carnada perfecta, pero recordé el sonido a huesos rotos debajo de las ruedas y se me revolvió el estómago. Quizás el de los ojos brillantes era la pareja de lo que atropellé en la ruta. Podría ofrendarle a Luca para evitar su vigilancia. En ese momento empezó a toser de nuevo. Tosió tanto que parecía a punto de explotar. Cuando se calmó me miró con los ojos rojos y húmedos.
—¿Ya llegamos? —carraspeó y volvió a toser.
Subí el volumen de la radio y las Marvelettes le contestaron a coro: Into each heart some tears must fall. Sabía que le estaría doliendo la cabeza por la resaca, pero no realizó ningún ademán de querer bajar la música. Lo que hizo fue sacar la cabeza por la ventanilla rota y vomitar todo el flanco azul del Chevy.
Wanda seguía con su canción y me sorprendí tarareando la letra, pero con una leve variante. “Hay demasiados peces en este mar de arena”.
Demasiados, para mi gusto, pensé, luego.

Because there’s too many fish in the sea
Too many fish in the sea.
I said, there’s short ones, tall ones, fines ones, kind ones.
Too many fish in the sea.
















No hay comentarios:

Publicar un comentario