Estábamos a la entrada del
Alto Desierto. Eran las primeras horas de la tarde y decidimos aprovisionarnos
para el resto del día. Lo seguí a Luca con la mirada. Había bajado del auto con
su traje polvoriento. Así lo veía yo, polvoriento. Quizás porque siempre se
vestía de esa manera, con unos pantalones y sacos amplios, de color indefinido,
como si siempre estuvieran sucios de polvo. Me quedé con el auto en marcha, a
la sombra de un gran cartel rojo y blanco. Hacía mucho calor. Quizás unos
cuarenta grados. Adentro del auto, más de cincuenta. Todo olía a aceite, a
petróleo crudo, a grasa. Por la reverberación del aire la ruta parecía vibrar
como el río Mississippi. Luca tardaba en salir. Saqué la cabeza por la
ventanilla del Chevrolet y miré hacia arriba. El cartel de Exxon tapaba el sol
y parte del cielo. El pedazo que no estaba oculto tenía el color de Luca:
pálido e indefinido. Vi dos manchas oscuras sobrevolando la estación de servicio;
dos pájaros que planeaban el lugar en busca de algo, alguna presa, alguna serpiente
mudando de piel. Se me vino a la cabeza la imagen del águila calva del escudo mexicano.
Ésa que atrapa con sus garras una serpiente de cascabel que se retuerce
indefensa. En realidad no recordaba si era el del escudo de México o el de un
equipo de béisbol. Me estaba ahogando y pensé en salir del auto, pero no era
buena idea. Luca podría salir en cualquier momento. En ese momento deseaba una
cerveza helada; escuchar el sonido del aro metálico despegándose de la lata y
ver la espuma y el gas resoplando a través de la abertura. Sí, una buena Budweiser
hubiera sido un premio irrenunciable en ese páramo desértico. Tenía la cara
pegajosa, los labios secos y la lengua amarga. El billete que tenía en el
bolsillo alcanzaría para un puñado de latas, pensé, tantas como para poder
llegar a Arroyo Seco, el pueblo donde estaba mi hermana: un lugar que quedaba en
la misma cola del diablo y en el final —o en el principio— de nuestro camino.
Los pájaros negros seguían revoloteando, ahora cada vez más bajo. Me pasé por
la cara un viejo trapo que siempre llevaba en la guantera, después de eso el
olor a aceite se me hizo insoportable. Necesitaba moverme, salir de allí y
retomar la ruta. Sentía que iba a sofocarme en cualquier momento. Miré hacia la
puerta vidriada de la estación de servicio. Todo muerto, es decir, no se
percibía ningún movimiento, solo el de los halcones volando en ese cielo de amianto.
Estuve a punto de bajar cuando Luca salió con dos bolsas de papel. Venía con el
trote tranquilo, mirando por arriba de su hombro cada dos pasos que daba. Le
abrí la puerta y se tiró en el asiento. Se colocó las dos bolsas entre las
piernas y salí de golpe, haciendo rechinar las ruedas del Chevrolet. Tanta prisa
provocó que rozara con el paragolpes un surtidor de querosene que estaba al
lado de un exhibidor de latas de refrigerantes. Cuando los neumáticos mordieron
la ruta miré por el espejo retrovisor. Lo que alcancé a ver fue una nube de
polvo desintegrándose y dejando paso a una postal fantasmagórica, difusa,
irreal. El único movimiento que alcancé a distinguir fue el de los dos pájaros carroñeros
que se habían posado arriba del cartel de Exxon.
—¿Llenaste el tanque?
—me sorprendió Luca a los cinco minutos de viaje.
—No —le contesté—.
Estaba lleno.
No se molestó en
agregar algo más. Solo lo vi ponerse un poco nervioso. No faltaba mucho para
llegar a Arroyo Seco. Luca empezó a abrir una de las bolsas. En ese momento
clavé la vista en sus manos regordetas. Me miró por una fracción de segundo y
se limpió el dorso con el pantalón varias veces. Suspiró pensativo y miró la
ruta.
—No falta mucho —dije.
Cuando parecía haberse
tranquilizado volvió a hurgar en las bolsas de papel. Abrió la primera y sacó
dos latas de cerveza. Puso una entre mis piernas y se puso a tomar la otra.
Hice lo mismo. Por alguna razón no me causó ningún bienestar escuchar el ruido
del gas saliendo por la abertura.
—No traje más porque no
me alcanzaron las manos.
No le contesté.
—Vos preferiste quedarte.
Seguí tomando la
cerveza que ahora me resultaba tibia y con un regusto ácido.
Sacó la navaja que
tenía en el bolsillo del saco y la guardó en la guantera.
—Pero bueno, vos sos
así, una buena persona.
Tiré la lata vacía por la
ventanilla y la vi dando tumbos por el espejo retrovisor, desapareció detrás de
unos arbustos. A lo lejos me pareció ver un brillo extraño, como un parpadeo.
Lo seguí viendo por unos cinco minutos más, hasta que desapareció.
—Hay papas fritas y
caramelos, si querés. Pedí lo que quieras, es un surtido hecho por mis propias
manos—. Se las miró dándolas vuelta varias veces. —Ah, también hay cigarrillos
mentolados, ésos los traje para vos.
No me hacían gracia las
insinuaciones de Luca. Su parloteo de mafioso barato parecía querer colorear un
poco su patetismo con frases corrosivas e insultantes. Lo que lograba era
hacerlo más patético. Anduvimos a una velocidad de crucero por espacio de tres
o cuatro horas. Estábamos en una zona totalmente inhóspita, probablemente cerca
de Palo Verde. Miré a Luca que se había dormido con la cabeza ladeada hacia un
costado, con la cara cubierta por el sombrero. Era insólito verlo dormir tan
plácidamente, como si no tuviera conciencia. Su barriga se movía de arriba
abajo tensando el cinturón de cuero negro de forma preocupante. Las bolsas
permanecían entre sus piernas y sus manos estaban fláccidas a los costados de
sus piernas. A todo esto, la ruta parecía no tener fin. En un momento Luca pareció
ahogarse y empezó a toser. Su cuello estaba brillante de transpiración y las
puntas de la camisa tenían los bordes negros. Parecía sonreírse de algo. Solía
reírse cuando dormía.
En ese momento ocurrió lo
inesperado. La trompa del Chevy atropelló algo. No sabía qué. Estaba
entretenido mirando el cuello transpirado de Luca cuando un golpe brusco y seco
me hizo perder por unos segundos el equilibrio del auto. Miré hacia atrás para
ver algún bulto pero lo único que alcancé a ver fue el desierto, estaba zigzagueando
de un lado a otro. Logré enderezarlo después de dar tres volantazos
desesperados que lograron hacerme seguir por la ruta y no terminar dando
vueltas sin control. Luca se despertó gritando. Creo que fue por alguna
pesadilla que por darse cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—¿Qué pasó?
—Choqué con algo—. Miré
por el espejo y no vi nada.
Cuando pude dominar el
automóvil, la radio, que estaba inservible, empezó a funcionar como por arte de
magia. Nos miramos asombrados.
—Fue por el golpe —dije
sin dejar de mirar hacia atrás y adelante.
—Lo que sea. Arregló la
puta radio.
Luca empezó a mover el
dial en forma frenética sin lograr nada más que estática.
—Parece que se arregló
a medias, ¿alguna vez vas a hacer algo bien?
Parecía contrariado por
algo que le vino de arriba pero que no satisfacía sus expectativas.
—Dejame a mí.
Le aparté las manos
regordetas de la perilla y empecé a deslizar la aguja de izquierda a derecha
con suavidad. Encontré una emisora libre de estática. La dejé ahí, no me atreví
a tocar más por miedo a perderla y además para acreditarme un pequeño triunfo
en las narices de Luca que todavía estaba estupefacto por haberle sacado las
manos de la radio con violencia. La cabina se llenó con la música de los Rebels.
Wild weekend para ser más preciso.
Desde ese momento el desierto cobró otra realidad, aunque opacada por el ruido
que había escuchado cuando golpeé con algo que no sabía qué había sido. Un
ruido como de algo quebrándose bajo las ruedas del auto. Ese sonido todavía
sigue persiguiéndome. Y lo que es peor, una cosa trae aparejada a la otra.
Nunca más pude escuchar Wild weekend
sin escuchar por debajo, en una frecuencia más débil y a la vez más poderosa,
el crujido de algo rompiéndose en mil pedazos, y lo más llamativo fue que nunca
pensé en detenerme para ver aquello que estaría roto en medio de la ruta. A
Luca ni siquiera se le habrá pasado por la cabeza.
A partir de ese instante,
el viaje estuvo acompañado por la música de una estación de radio desconocida
que no hacía más que pasar los éxitos de las lista Billboard. A mí me parecía
sublime, a Luca le parecía indiferente. Me repitió varias veces que no había
nada mejor que una buena canzonetta
italiana. Me habló de Teddy Reno y de Aurelio Ferro, para mí dos perfectos
desconocidos. Había pensado llegar a lo de Lucy antes del anochecer, pero
fallaron mis cálculos. Luca me lo recordaba una y otra vez, pero yo estaba
cansado de seguir manejando aunque me acompañaran las Crystals y los Dovells,
entre otros, que lograban tapar la voz monocorde de mi compañero, fanático de los
spaghetti. Nos detuvimos a un costado
de la ruta, debajo de unos árboles decrépitos y Luca desparramó el contenido de
las bolsas en el asiento de atrás. Eran tabletas de chocolates Hershey,
cigarrillos rubios y negros, caramelos, pastillas, papas Lay’s y Chiclet’s. En
la otra bolsa estaban las cervezas Budweiser que quedaban y dos botellas de whisky
JB. Luca adivinó mis pensamientos.
—La próxima vez vas
vos.
—No va a haber próxima
vez —le dije.
—Sí, sí, siempre decís
lo mismo —me retrucó.
La noche cayó como un
mazazo y la temperatura, también. Luca se había ido a orinar con una de las botellas
de whisky. Hacía de eso más de media hora. Sorprendentemente no me inquietaba
en lo más mínimo y, hasta imaginé, dormitar hasta las tres o cuatro de la
mañana para subirme al auto más descansado e ir a lo de Lucy, solo, sin ningún
tipo de lastre. Luca para mí era eso, un lastre. Y lo soportaba desde hacía un
par de meses, cuando me salvó de una emboscada que me armaron los hermanos
Campini. A partir de entonces se creía que le debía la vida y mi obediencia
ciega a todo lo que él planeara. De hecho el viaje a lo de Lucy lo planeó él,
creo que porque quería averiguar algún dato de Tony. A mi me había parecido
bien, hacía más de un año que no veía a Lucy. Agarré la otra botella de whisky
y salí del auto. Me senté en el capot del Chevy. Estaba helado, como el color
azul con el que estaba pintado. Tomé un buen trago alzando la vista al cielo. Estaba
parejo de estrellas, casi tan blanco como lo está de día. Cada tanto aparecía
una estrella fugaz que se perdía dentro de esa tela llena de sarpullido blanco.
El whisky me calentó la boca y la garganta. Miré a todos lados. Luca no aparecía.
Miré el reloj. Las doce de la noche. Pensaba dormir un par de horas y luego
seguir, cuando aclarase un poco. Pensé en las manos sucias de Luca. Pensé en
cuánto dinero habría sacado de la estación de servicio. Pensé en su salida tranquila
y desafiante del edificio. Empecé a tener náuseas. Una puntada en el costado me
hizo doblar de dolor y me hizo transpirar en medio de ese frío desértico. Pasó
otra estrella fugaz por el cielo. Me incorporé sosteniéndome el costado con la
mano y me zambullí de nuevo en el interior del Chevy buscando un poco de calor.
Entrecerré los ojos unos minutos y los abrí de golpe cuando escuché un disparo.
Luca apareció por detrás de unos árboles oscuros. Estaba borracho. Tenía la
botella vacía en una mano y el revólver en la otra.
—¡Chico!, ¡eh, Chico!,
vamos a practicar tiro al blanco.
Llegó hasta el auto y
colocó la botella arriba del capot. Se alejó caminando hacia atrás y tropezó
con una piedra, se cayó y se le disparó una bala que rozó el techo del Chevy.
Salí como un rayo y corrí hasta él para detenerlo. No pude llegar. Me apuntó con
el arma y gritó que me quedase quieto.
—¡Pará, Chico pará! Acá
mando yo —me dijo sin dejar de apuntarme—. Aunque pensándolo bien, vos no vas a
tirar, no te tengo confianza, sos mal tirador y podés lastimar a alguno, y como
estamos en un desierto al único que podés lastimar es a mí, ¿no? —se empezó a
reír.
Apuntó nuevamente a la
botella y disparó con tanta mala suerte que le pegó a la ventanilla del
acompañante, es decir, a su ventanilla.
—¡Pará Luca! Le vas a
dar al tanque de nafta.
Volvió a apuntarme.
—¡Shhh! Yo soy el mejor
tirador de este país, ¿sabés?, la tercera va a ser la vencida.
En un primer momento no
hice nada, pero después me armé de valor y dándole la espalda me alejé.
—¡Ehh! ¿Adónde vas? No
me des la espalda. No seas maleducado. ¿No te enseñaron en la escuela que hay
que respetar a los mayores?
Entré en el auto, cerré
la puerta y seguí tomando de la botella de whisky. Luca me vio y el deseo de
seguir tomando fue más fuerte que el deseo de seguir disparando. Abrió la
puerta y se sentó arriba de los fragmentos de vidrio de la ventanilla rota.
Cuando cerró la puerta se cortó la mano con las puntas que habían quedado
pegadas al marco. Maldijo, se miró la mano y luego empezó a reírse. Luca era
una persona muy divertida, cuando quería.
—No hay caso, me las
limpio y me las limpio y siempre están sucias.
No le presté atención.
Me sacó la botella de la mano y empezó a tomar.
—¿Escuchaste lo que te
dije? ¿No te enseñaron modales en la escuela?—. Se acercó a menos de medio
metro de mi cara. —Vos me tenés que respetar a mí, tu alma me pertenece —dijo
con voz grave—. ¿Me vas a respetar?
No me digné a mirarlo.
—Está bien, está bien,
no me contestes. Ustedes los estudiosos son todos arrogantes, se hacen personas
cuando están desesperados, se creen que lo saben todo, ¿no? Yo soy de carne y
hueso, y sangre también, ¿Sabés? —. Se miró la palma de la mano. —Yo sí soy de
verdad porque siempre estuve desesperado.
Metió la mano en el
bolsillo del saco y me tiró un fajo de billetes manchados a la cara.
—¡Tomá!, no tengo idea
de cuánto hay. No lo quiero, ¿Sabés por qué? Porque quiero seguir así,
desesperado, seguir buscando, con las antenas alertas, con el estómago vacío,
con la boca seca. Eso es para mí estar vivo: estar desesperado. No como
ustedes, aburridos, inútiles, inservibles. ¿Cuánto tiempo creés que un sabelotodo
lleno de plata dura en un desierto como éste? ¿Ehh? ¿Cuánto? Te lo voy a decir.
¡Nada! Ni un par de minutos. Se morirían de miedo, llorarían como chicos, ¿eh,
Chico? Llorarían como chicos—. Se rió de nuevo. —¡Cómo chicos!, ¿eh, Chico?—.
Le causaba gracia su propia broma.
Luca hablaba y se reía
sin parar. Parecía no ser él sino alguien que había emergido desde su interior
más profundo, alguien que estuvo agazapado durante mucho tiempo, como una
sombra hecha de frustración y rencor. Tenía la cara roja, los ojos vidriosos y
estaba apunto de sollozar.
—Una vez le dije a mi papá:
quiero estudiar. ¿Sabés lo que me contestó? Nada, no me habló en una semana. No
tenés cabeza para estudiar, me dijo después. En este país los italianos tienen
que laburar, de lo que sea, sin hacerle asco a nada, como mi abuelo, como tu
abuelo, como yo, ¿entendés?, me repetía, ¡má que estudio! Cuántas más
estupideces te metés en la cabeza, menos libre vas a ser. Eso me decía y yo al
principio no le entendía, pero ahora le agradezco, ¿sabés? ¡Papá, te agradezco!
—gritó asomándose por el parabrisas y mirando el cielo estrellado—. No soy como
ustedes, no, ¡claro que no! Soy libre, libre de morir en cualquier lugar sin
pensar demasiado. La desesperación no tiene lugares buenos o malos. Quizás éste
sea un buen lugar, ¿eh? ¿Qué decís, Chico?
Me apoyó el caño de la
pistola en la sien y me miró. Hice lo mismo y al parecer hubo algo en mi mirada
que le hizo bajar la vista, quizás un deseo oculto de que lo haga de una buena
vez. Después de un minuto el brazo se le cayó, desarticulado, sobre el regazo.
Miró por el parabrisas y cerró los ojos. Parecía un títere al que le habían
cortado los piolines. “No vale la pena, en cualquier momento se nos cae la
bomba atómica de los rusos y ni siquiera nos vamos a dar cuenta”, murmuró. Se
fue adormeciendo, quizás para encontrarse con ese ser oscuro, que afloraba de vez en cuando para recordarle
que su vida no había tenido elección, o por lo menos eso pensaba. Adentro del
auto impregnaba el olor a whisky y estaba lejos de estar agradable; el frío
helado que entraba por la ventanilla hecha añicos lo impedía. Así y todo, se
durmió sin soltar la pistola. Encendí la radio. Al principio había evitado
hacerlo, el viejo Chevy tenía problemas eléctricos y tenía miedo de que se
quedase sin batería, pero en ese momento no me importaba. Una hora de música no
iba a alterar en lo más mínimo la energía del auto pero sí podía alterar la
realidad de este purgatorio infinito. Mientras escuchaba a los Beach Boys vi un
par de ojos brillantes al final de la ruta. Me estremecí. Estuvieron ahí hasta
que yo también me dormí. Soñé con una playa de San Francisco, un lugar en donde
nunca estuve, pero estaba sonando Surfer girl,
¿qué otra cosa podría soñar?
I have watched you on the shore.
Standing by the ocean’s roar.
Do you love me, do you, surfer girl.
Surfer girl, surfer
girl.
Continuará...
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