domingo, 1 de julio de 2012

LO QUE TRAJO LA LLUVIA




Adentro el viento.
Todo cerrado.
Y el viento adentro.
Alejandra Pizarnik

Me despertó el movimiento; el movimiento y una sensación de vacío. Desciendo de los territorios en los que me encontraba y estiro inconscientemente el brazo derecho. En efecto, al lado mío no hay nada o, mejor dicho, no hay nadie. Alejandra no está. Se había levantado de la cama dejando un leve movimiento en el aire. Su impronta cálida fue desvaneciéndose mientras yo aún dormía. Ahora estoy despierto, pero no abro los ojos. No suelo hacerlo inmediatamente. Me gusta dejarme llevar por los sonidos que se escuchan a lo lejos: en el living, en el baño, en la cocina o a centenares de metros de la casa.
Con los ojos cerrados desaparece la distancia.
El sonido de un tren deslizándose por las vías a diez kilómetros de la casa, puede parecer tan cercano como el de Alejandra arremetiendo su vieja máquina de escribir en el rincón del altillo. Solo es cuestión de decibeles.
Con los ojos cerrados desaparece la diferencia.
El sonido que escucho ahora no es el de un tren alejándose, ni es el gorjeo lastimoso de algún pájaro nocturno, ruidos bastante frecuentes durante la noche, sino que viene del baño. Sospecho que Alejandra ha vuelto a padecer de un ataque de insomnio. Digo sospecho porque puede estar viniendo a acostarse dentro de unos pocos minutos. Espero. Espero con los ojos cerrados en ese umbral en donde lo consciente y lo inconsciente se dan la mano, pero esta vez ellos se saludan desde lejos, como viejos conocidos. Vuelvo irremediablemente a la vigilia y me doy cuenta de que Alejandra no vino a acostarse. Su hueco en la cama ahora se siente frío.
Está en la cocina. Escucho sus pasos amortiguados en la madera; seseantes. En esta hora nocturna uno tiende a arrastrar los pies. Es el momento en que más nos parecemos a un ser de ultratumba, más aún si nos levantamos con el solo propósito de deambular por la casa para atrapar el vapor del sueño esquivo.
Me doy vuelta, mucho tiempo acostado de un lado me provoca dolor de cintura. Con el rechinar de los elásticos de la cama escucho, por debajo, el ruido de un sifón de soda. Dejo de moverme y entro en estado de alerta. Nunca compramos sifones de soda, es más, nada que sea gasificado. Detestamos el gas en las bebidas y solo tomamos agua, jugos y de vez en cuando algún vino tinto de ciento cincuenta pesos. Trato de escuchar dentro del silencio.
Con los ojos cerrados se solidifica el silencio...
que se convierte en una pared en donde se hacen añicos los ruidos más imperceptibles, convirtiendo los crujidos, rasgueos, rasguños, susurros, tintineos, murmullos en señales atemorizantes que de otra manera pasarían inadvertidos. Agudizo los oídos y cierro más los ojos. No vuelvo a escuchar el ruido del sifón, pero lo recuerdo con una claridad apabullante y, a medida que lo recuerdo, ese recuerdo pasa a ser la copia del original y más me confunde porque no sé si lo primero que escuché es lo que creí haber escuchado en un primer momento o creo, ahora, que lo verdadero es la última copia de la última copia de la última copia de mi recuerdo que cada vez se entierra más en mi memoria. Me tranquilizo al pensar en que pudo haber sido el ruido de los elásticos del colchón y trato de dormirme. No lo logro. Escucho a Alejandra caminar hacia el living y me propongo un juego mental.
Con los ojos cerrados los juegos mentales son más interesantes.
Trato de adivinar cuáles van a ser sus próximos pasos. Es un juego bastante arduo. Alejandra, en sus noches de insomnio, vaga por la casa tratando de no provocar la más mínima alteración del aire. No olvidemos que el sonido es eso: una simple alteración del aire. Por espacio de varios segundos no escucho nada. Ni afuera, ni adentro. Acomodo la cabeza en la almohada porque me doy cuenta de que lo único identificable es el sonido de mi propio corazón que retumba en mi oído izquierdo. Me coloco boca arriba y de esta manera no hay ruido interno que me distraiga. Me concentro, trato de hacerlo para que no me venza el sueño que lo presiento agazapado, con su rostro azulado y su boca abierta en un eterno bostezo.
Primero escucho un vaso apoyándose en el vidrio de la mesa del living, después el chirrido áspero de un fósforo encendiéndose, seguido de una succión profunda. Esto me parece inverosímil, Alejandra nunca fumó. Considera al cigarrillo un “veneno amable” y en varias oportunidades me destrozó los paquetes que yo escondía en el escritorio y los tiraba a la basura. De todas maneras espero que el olor al humo del cigarrillo invada la habitación.
Con los ojos cerrados se intensifican los olores.
A pesar de mi deseo no huelo nada. Pienso en la puerta entornada, pero no me convence dicha hipótesis. El sonido de succión que hizo Alejandra al filtro del cigarrillo —no puedo imaginármela fumando— hubiera sido imposible de escuchar en esas condiciones. Además, si hay algo que ella no hace jamás es cerrar las puertas, ni siquiera la del baño. Cuestiones de una vida ausente de hijos y de amigos. Creo que nos escapamos de ambos. Por esa razón nadie se aventura hacia este paraje en donde vivimos. Una vieja cabaña reciclada, a veinte kilómetros del pueblo más cercano. Cuando llega la nieve nos quedamos aislados por metros de hielo. Un mes antes, nos aprovisionamos como para un año y, si bien nunca nos agarró lo que se llama “mal de montaña”, Alejandra empezó a manifestar síntomas de insomnio el último invierno que, irritada y aburrida, se pasó mirando por la ventana cómo se acumulaba tanto los copos blancos como su melancolía. Me acuerdo el día exacto: el veinte de junio, día de la bandera, el día en que cumplía cuarenta años. Fueron casi tres meses en donde cada uno trató de ser el pedazo que le faltaba al otro. Creo que a ella no le bastó. Tuvimos suerte de no habernos enfermado, ni siquiera de un débil resfrío. Puede ser por nuestra devoción por las carnes rojas y los caldos hirvientes, sin olvidar las copas de oporto caliente que, endulzado con miel, tomábamos todas las noches antes de acostarnos, mientras nos mirábamos para saber qué estábamos pensando en ese momento. Cómo lo estoy yo ahora, tratando de seguir el sonido de los pasos de una insomne que me dejó un hueco frío y vacío a mi lado.
Trato de prestar atención y no confundirme más con recuerdos: una treta para eludir el sueño que casi siempre es inútil; siempre caemos rendidos ante el recuerdo. Por espacio de varios minutos no hubo en la casa ningún ruido, ningún olor, nada. Hasta que algo empezó a golpear el techo. Me propuse seguir el juego. ¿Qué era ese golpeteo? Lo averigüé al instante: una rama de pino que siempre tuve intención de cortar. Debía estar balanceándose al tratar de resistirse a alguna ráfaga de viento. Eso es lo que pasaba: ráfagas de viento. Así, de la nada y sin previo aviso. Por eso la calma anterior, por eso la ausencia de los pájaros nocturnos. Al parecer estábamos ante la víspera de una tormenta. Entonces hago una apuesta. Alejandra siempre tuvo miedo a las tormentas. Aborrece el hecho de estar sola en medio de una, aunque estuviera adentro de un búnker de cemento y acero. Nuestra cabaña no es precisamente eso y más frágil parece al estar rodeada de árboles. 
Voy a contar hasta cien. Apuesto cualquier cosa que antes de terminar, ella va a volver a la cama. Me sonrío de mi estupidez, pero de todos modos es una estupidez inocente y podría contárselo a ella, en la mañana, en el desayuno, para tratar de reírnos un poco.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco y sigo contando hasta que llego a cincuenta. Las ráfagas se intensifican de manera alarmante y la rama del pino golpea con mayor ímpetu la parte baja del techo. En el número sesenta hay un retumbar de truenos a lo lejos y estallan con saña cuando llego a los setenta. Me siento inquieto porque Alejandra no viene. También me había propuesto que si llegaba a contar hasta cien y no ocurría nada de lo que había supuesto, me levantaría para ver qué le pasaba. Así llego a ochenta y un resplandor ilumina mis ojos a través de mis párpados cerrados. La tormenta había desembocado en nuestro mundo. En los noventa mi mente circula entre imágenes inquietantes y surrealistas: la tormenta arrancando de cuajo nuestra casa, una lluvia torrencial de agua con gas cayendo directo sobre nosotros, Alejandra fumando un cigarrillo tras otro que devora al instante para que no despidiese olor a tabaco, golpes de puertas y ventanas abriendo y cerrándose y que se confunden con el golpeteo de la rama del pino...
Cuando llego a los noventa y cinco, ella, por fin, se acuesta de espaldas al lado mío sin decir nada. La abrazo y la encuentro helada y temblorosa. Intento calmarla susurrándole el remanido: 
No tengas miedo, no pasa nada
Ella no contesta. Empieza a entibiarse de a poco, en el mismo momento en que caen las primeras gotas y el viento se repliega en lastimosos silbidos.
Pero algo andaba mal.
Me había pegado a su cuerpo, colocando mi nariz en su nuca, oliendo su perfume a madreselvas y apartando el pelo que me hacía cosquillas en la nariz, como siempre lo hacía.
Pero algo estaba mal.
Su cuerpo era el mismo, lo sentía por la curvatura de su cintura y por un lunar que tiene en el muslo izquierdo. Un lunar tan particular y secreto que lo reconocería al instante simplemente con tocarlo. Pero al acariciarle el pelo mis manos parecían recibir otro tipo de información. No se cómo explicarlo, pero al apartarle, noche tras noche, su pelo de mi cara, yo lo percibía negro, oscuro, como si ese color hiciese honor a todas las mujeres que se llamaran igual que ella. No se por qué pero yo asociaba ese color con su nombre. Podría pensarse que al tener su imagen registrada en mi cabeza y aunque no la viera, sabía cómo era: su altura, el color de sus ojos, la suntuosidad de sus labios. Pero en ese momento me di cuenta que 
con los ojos cerrados uno puede darse cuenta de cosas que con los ojos abiertos no ve.
Volví a acariciarle el pelo para calmarla, pero también para seguir interpretando algo que me parecía extraño. Fue en ese momento en que me di cuenta de que mis manos estaban rodeando una larga cabellera rubia. Lo supe sin necesidad de abrir los ojos. Lo supe cuando afuera, en el bosque, la lluvia parecía incontrolable. Cuando ella se dio vuelta para enfrentar su cara con la mía, me murmuró con una voz desconocida: 
No tengas miedo, no pasa nada. 
Fueron mis mismas palabras, como si estuviera aprendiendo a modular un lenguaje olvidado. No abrí los ojos porque en un primer instante no tuve el valor de hacerlo. Sus palabras, que fueron las mías, parecían haber salido de su boca dentro de pequeñas burbujas que explotaron a escasos centímetros de mi cara: unas palabras acuosas, salidas de una garganta de coral.
No tengas miedo, no pasa nada, me dije a mí mismo antes de decidirme a mirarla.

No tengas miedo, no pasa nada, me dije otra vez y fue entonces que abrí los ojos.

1 comentario:

  1. "Por eso la calma anterior, por eso la ausencia de los pájaros nocturnos. Al parecer estábamos ante la víspera de una tormenta"

    "Ella no contesta. Empieza a entibiarse de a poco, en el mismo momento en que caen las primeras gotas y el viento se repliega en lastimosos silbidos"

    Excelente Miguel! el clima que lográs es perfecto.

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