Adentro el viento.
Todo cerrado.
Y el viento adentro.
Alejandra
Pizarnik
Me despertó el movimiento; el
movimiento y una sensación de vacío. Desciendo de los territorios en los que me
encontraba y estiro inconscientemente el brazo derecho. En efecto, al lado mío
no hay nada o, mejor dicho, no hay nadie. Alejandra no está. Se había levantado
de la cama dejando un leve movimiento en el aire. Su impronta cálida fue desvaneciéndose mientras yo aún dormía. Ahora estoy despierto, pero no abro
los ojos. No suelo hacerlo inmediatamente. Me gusta dejarme llevar por los
sonidos que se escuchan a lo lejos: en el living, en el baño, en la cocina o a
centenares de metros de la casa.
Con
los ojos cerrados desaparece la distancia.
El sonido de un tren deslizándose
por las vías a diez kilómetros de la casa, puede parecer tan cercano como el de
Alejandra arremetiendo su vieja máquina de escribir en el rincón del
altillo. Solo es cuestión de decibeles.
Con
los ojos cerrados desaparece la diferencia.
El sonido que escucho ahora no es
el de un tren alejándose, ni es el gorjeo lastimoso de algún pájaro nocturno,
ruidos bastante frecuentes durante la noche, sino que viene del baño. Sospecho que
Alejandra ha vuelto a padecer de un ataque de insomnio. Digo sospecho porque
puede estar viniendo a acostarse dentro de unos pocos minutos. Espero. Espero
con los ojos cerrados en ese umbral en donde lo consciente y lo inconsciente se
dan la mano, pero esta vez ellos se saludan desde lejos, como viejos conocidos.
Vuelvo irremediablemente a la vigilia y me doy cuenta de que Alejandra no vino a
acostarse. Su hueco en la cama ahora se siente frío.
Está en la cocina. Escucho sus
pasos amortiguados en la madera; seseantes. En esta hora nocturna uno tiende a
arrastrar los pies. Es el momento en que más nos parecemos a un ser de
ultratumba, más aún si nos levantamos con el solo propósito de deambular por la
casa para atrapar el vapor del sueño esquivo.
Me doy vuelta, mucho tiempo
acostado de un lado me provoca dolor de cintura. Con el rechinar de los
elásticos de la cama escucho, por debajo, el ruido de un sifón de soda. Dejo de
moverme y entro en estado de alerta. Nunca compramos sifones de soda, es más,
nada que sea gasificado. Detestamos el gas en las bebidas y solo tomamos agua,
jugos y de vez en cuando algún vino tinto de ciento cincuenta pesos. Trato de escuchar
dentro del silencio.
Con
los ojos cerrados se solidifica el silencio...
que se convierte en una pared en donde
se hacen añicos los ruidos más imperceptibles, convirtiendo los crujidos,
rasgueos, rasguños, susurros, tintineos, murmullos en señales atemorizantes que
de otra manera pasarían inadvertidos. Agudizo los oídos y cierro más los ojos.
No vuelvo a escuchar el ruido del sifón, pero lo recuerdo con una claridad
apabullante y, a medida que lo recuerdo, ese recuerdo pasa a ser la copia del
original y más me confunde porque no sé si lo primero que escuché es lo que
creí haber escuchado en un primer momento o creo, ahora, que lo verdadero es la
última copia de la última copia de la última copia de mi recuerdo que cada vez
se entierra más en mi memoria. Me tranquilizo al pensar en que pudo haber sido
el ruido de los elásticos del colchón y trato de dormirme. No lo logro. Escucho
a Alejandra caminar hacia el living y me propongo un juego mental.
Con
los ojos cerrados los juegos mentales son más interesantes.
Trato de adivinar cuáles van a ser
sus próximos pasos. Es un juego bastante arduo. Alejandra, en sus noches de
insomnio, vaga por la casa tratando de no provocar la más mínima alteración del
aire. No olvidemos que el sonido es eso: una simple alteración del aire. Por
espacio de varios segundos no escucho nada. Ni afuera, ni adentro. Acomodo la
cabeza en la almohada porque me doy cuenta de que lo único identificable es el
sonido de mi propio corazón que retumba en mi oído izquierdo. Me coloco boca
arriba y de esta manera no hay ruido interno que me distraiga. Me concentro,
trato de hacerlo para que no me venza el sueño que lo presiento agazapado, con su
rostro azulado y su boca abierta en un eterno bostezo.
Primero escucho un vaso apoyándose
en el vidrio de la mesa del living, después el chirrido áspero de un fósforo
encendiéndose, seguido de una succión profunda. Esto me parece inverosímil,
Alejandra nunca fumó. Considera al cigarrillo un “veneno amable” y en varias
oportunidades me destrozó los paquetes que yo escondía en el escritorio y los
tiraba a la basura. De todas maneras espero que el olor al humo del cigarrillo invada la
habitación.
Con
los ojos cerrados se intensifican los olores.
A pesar de mi deseo no huelo nada.
Pienso en la puerta entornada, pero no me convence dicha hipótesis. El sonido de
succión que hizo Alejandra al filtro del cigarrillo —no puedo imaginármela
fumando— hubiera sido imposible de escuchar en esas condiciones. Además, si hay
algo que ella no hace jamás es cerrar las puertas, ni siquiera la del baño.
Cuestiones de una vida ausente de hijos y de amigos. Creo que nos escapamos de
ambos. Por esa razón nadie se aventura hacia este paraje en donde vivimos. Una
vieja cabaña reciclada, a veinte kilómetros del pueblo más cercano. Cuando
llega la nieve nos quedamos aislados por metros de hielo. Un mes antes, nos
aprovisionamos como para un año y, si bien nunca nos agarró lo que se llama
“mal de montaña”, Alejandra empezó a manifestar síntomas de insomnio el último
invierno que, irritada y aburrida, se pasó mirando por la ventana cómo se
acumulaba tanto los copos blancos como su melancolía. Me acuerdo el día exacto:
el veinte de junio, día de la bandera, el día en que cumplía cuarenta años.
Fueron casi tres meses en donde cada uno trató de ser el pedazo que le faltaba
al otro. Creo que a ella no le bastó. Tuvimos suerte de no habernos enfermado,
ni siquiera de un débil resfrío. Puede ser por nuestra devoción por las carnes
rojas y los caldos hirvientes, sin olvidar las copas de oporto caliente que,
endulzado con miel, tomábamos todas las noches antes de acostarnos, mientras
nos mirábamos para saber qué estábamos pensando en ese momento. Cómo lo estoy
yo ahora, tratando de seguir el sonido de los pasos de una insomne que me dejó
un hueco frío y vacío a mi lado.
Trato de prestar atención y no
confundirme más con recuerdos: una treta para eludir el sueño que casi siempre
es inútil; siempre caemos rendidos ante el recuerdo. Por espacio de varios
minutos no hubo en la casa ningún ruido, ningún olor, nada. Hasta que algo
empezó a golpear el techo. Me propuse seguir el juego. ¿Qué era ese golpeteo?
Lo averigüé al instante: una rama de pino que siempre tuve intención de cortar.
Debía estar balanceándose al tratar de resistirse a alguna ráfaga de viento.
Eso es lo que pasaba: ráfagas de viento. Así, de la nada y sin previo aviso.
Por eso la calma anterior, por eso la ausencia de los pájaros nocturnos. Al
parecer estábamos ante la víspera de una tormenta. Entonces hago una apuesta.
Alejandra siempre tuvo miedo a las tormentas. Aborrece el hecho de estar sola
en medio de una, aunque estuviera adentro de un búnker de cemento y acero.
Nuestra cabaña no es precisamente eso y más frágil parece al estar rodeada de árboles.
Voy a contar hasta cien. Apuesto cualquier cosa que antes de terminar, ella va a volver a la cama. Me sonrío de mi estupidez, pero de todos modos es una estupidez inocente y podría contárselo a ella, en la mañana, en el desayuno, para tratar de reírnos un poco.
Voy a contar hasta cien. Apuesto cualquier cosa que antes de terminar, ella va a volver a la cama. Me sonrío de mi estupidez, pero de todos modos es una estupidez inocente y podría contárselo a ella, en la mañana, en el desayuno, para tratar de reírnos un poco.
Cuando llego a los noventa y cinco,
ella, por fin, se acuesta de espaldas al lado mío sin decir nada. La abrazo y
la encuentro helada y temblorosa. Intento calmarla susurrándole el remanido:
No tengas miedo, no pasa nada.
Ella no contesta. Empieza a entibiarse de a poco, en el mismo momento en que caen las primeras gotas y el viento se repliega en lastimosos silbidos.
No tengas miedo, no pasa nada.
Ella no contesta. Empieza a entibiarse de a poco, en el mismo momento en que caen las primeras gotas y el viento se repliega en lastimosos silbidos.
Pero algo andaba mal.
Me había pegado a su cuerpo,
colocando mi nariz en su nuca, oliendo su perfume a madreselvas y apartando el
pelo que me hacía cosquillas en la nariz, como siempre lo hacía.
Pero algo estaba mal.
Su cuerpo era el mismo, lo sentía
por la curvatura de su cintura y por un lunar que tiene en el muslo izquierdo.
Un lunar tan particular y secreto que lo reconocería al instante simplemente con
tocarlo. Pero al acariciarle el pelo mis manos parecían recibir otro tipo de
información. No se cómo explicarlo, pero al apartarle, noche tras noche, su
pelo de mi cara, yo lo percibía negro, oscuro, como si ese color hiciese honor
a todas las mujeres que se llamaran igual que ella. No se por qué pero yo
asociaba ese color con su nombre. Podría pensarse que al tener su imagen
registrada en mi cabeza y aunque no la viera, sabía cómo era: su altura, el
color de sus ojos, la suntuosidad de sus labios. Pero en ese momento me di
cuenta que
con los ojos cerrados uno puede darse cuenta de cosas que con los ojos abiertos no ve.
con los ojos cerrados uno puede darse cuenta de cosas que con los ojos abiertos no ve.
Volví a acariciarle el pelo para
calmarla, pero también para seguir interpretando algo que me parecía extraño.
Fue en ese momento en que me di cuenta de que mis manos estaban rodeando una larga
cabellera rubia. Lo supe sin necesidad de abrir los ojos. Lo supe cuando
afuera, en el bosque, la lluvia parecía incontrolable. Cuando ella se dio
vuelta para enfrentar su cara con la mía, me murmuró con una voz desconocida:
No tengas miedo, no pasa nada.
Fueron mis mismas palabras, como si estuviera aprendiendo a modular un lenguaje olvidado. No abrí los ojos porque en un primer instante no tuve el valor de hacerlo. Sus palabras, que fueron las mías, parecían haber salido de su boca dentro de pequeñas burbujas que explotaron a escasos centímetros de mi cara: unas palabras acuosas, salidas de una garganta de coral.
No tengas miedo, no pasa nada.
Fueron mis mismas palabras, como si estuviera aprendiendo a modular un lenguaje olvidado. No abrí los ojos porque en un primer instante no tuve el valor de hacerlo. Sus palabras, que fueron las mías, parecían haber salido de su boca dentro de pequeñas burbujas que explotaron a escasos centímetros de mi cara: unas palabras acuosas, salidas de una garganta de coral.
No
tengas miedo, no pasa nada, me dije a mí mismo
antes de decidirme a mirarla.
No
tengas miedo, no pasa nada, me dije otra vez y fue entonces que abrí los ojos.
"Por eso la calma anterior, por eso la ausencia de los pájaros nocturnos. Al parecer estábamos ante la víspera de una tormenta"
ResponderEliminar"Ella no contesta. Empieza a entibiarse de a poco, en el mismo momento en que caen las primeras gotas y el viento se repliega en lastimosos silbidos"
Excelente Miguel! el clima que lográs es perfecto.