—¡Bueno!
Apuráte que tengo cosas más importantes que hacer.
Celeste miró
estupefacta a su hermana cuando la vio apagar el motor del auto. Miró como
apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y se acomodó como para dormirse. Si
había cerrado los ojos, no lo sabía. Los lentes de sol le tapaban casi media
cara.
—¿Cómo?
—Lo que
escuchaste.
—¿No vas a
bajar?
—¿Para qué?
—¿Cómo para
qué? Hoy hace seis meses…, les traje flores nuevas. Tengo que tirar las viejas,
no sé, pensé que ibas a acompañarme.
—Mirá
hermanita, si a vos te gusta venir a perder el tiempo todos los putos días de
tu vida para demostrar lo buena que sos como hija, yo no te digo nada, pero no
me arrastres a tu desconsuelo eterno, ¿sabés?
—¡Yo no
vengo a demostrar nada! ¡Y me parece una falta de respeto! ¡Eran tus viejos
también! ¡Hace menos de un año que se murieron!, ¿cómo podés hablar así?
—¡Esperá!
¡Esperá! No quiero hacer melodramas. Vos me pediste que te acompañara y yo te
acompañé, ¿OK? Bajá, cumplí con la dolorosa burocracia cristiana, rezá algún
Padre Nuestro o un Ave María, si querés, volvé y nos vamos, ¿está bien?
—¡No! No
está bien. Vos estás mal de la cabeza.
Celeste bajó
del auto dando un portazo. Bárbara se mordió un labio para no gritarle algo
desde adentro. Su hermana quedó parada, clavada al lado de la puerta como una
estaca. El ramo de flores frescas que había traído se balanceaba de un lado al
otro mirando el suelo. Boca abajo, como su cabeza, como su pelo llovido, como
su ánimo.
—¡La puta
madre! —murmuró Bárbara. Salió del auto y también ella lo cerró de un portazo.
—Escuchame
Celeste, ya sufrimos bastante por lo que pasó. ¿Para qué seguir enlutándonos la
vida?
—¿Sufrimos
bastante? ¿Sufrimos bastante, decís? A vos, a vos no te vi derramar una sola
lágrima en el velorio, ¿ésa es tu forma de sufrir?
—¡Pero que
mierda decís! ¡Resulta que ahora tengo que aprender lecciones de sufrimiento!
¡Resulta que ahora la que más llora, más sufre! ¿Pero por qué no te vas a la
mierda? Yo sentí mucho lo que pasó. Todavía me queda restos de una pelota que
se me incrustó en el estómago el día que nos enteramos. No trates de hacerme
sentir culpa, porque no la tengo. ¿Escuchaste?
—¿Estás
segura?
La pregunta,
que sonaba a reproche, cortó el aire frío de la mañana como un escalpelo. La
tierra pareció temblar.
—¿Cómo
decís?
—Nada.
—¡No, nada
no! ¿Qué quisiste insinuar, hija de puta?
Esa mala
palabra —justo esa mala palabra— fue la que destrabó las ataduras que mantenían
la furia de Celeste encorsetada por el aniversario, por el lugar santo, por la
memoria. —¡No me llames así!
—¿Y cómo
querés que te llame?
—¡No me
digas nada! —gritó—. No me digas…nada…
Apoyó una
mano en el techo del auto y soltó las primeras lágrimas. Sacó fuerzas de donde
no había y siguió hablando.
—Estoy
cansada, cansada de esperar que te des cuenta.
—¿De qué me
tengo que dar cuenta? —preguntó intrigada Bárbara.
—¡De todo!
De todo el tiempo que estuve tratando de pegar lo que se rompía. De coser y
coser los hilos cada vez más podridos de una familia que se desmoronaba. De…,
de hacer el papel de dos porque la otra vivía en su mundo egoísta y no daba
bola a nadie.
—¡Gracias
hermanita! Pero yo no te pedí que tomaras mi lugar.
—¡Claro que
no lo pediste! ¡Claro que no lo pediste! ¡Cómo nunca pediste nada! ¡Ni a mí, ni
a ellos! ¡Ni a nadie! ¡Te creías superior a todos nosotros! ¿Era eso? ¿Te
creías superior? ¡No merecíamos tus aires de superioridad estúpida! Siempre
mirándonos de costado, siempre malhumorada.
—¡Esto no lo
puedo creer! Ahora resulta que ustedes eran los buenos y yo la mala.
—Varias
veces quise acercarme a vos Barbie, lo sabés, y nunca me dejaste. Ellos te
dejaron hacer y se lamentaron por eso.
—Y por eso
se fueron lejos. Para pagar sus culpas. Por la vergüenza que yo les daba. ¿Era
eso?
—Se fueron
para tratar de recomponer nuestra familia —elevó la voz Celeste.
—¡¡Claro!!
¡Y por eso se mataron! Apuntaron al primer cartel que vieron en la ruta y
¡¡Paff!! , si te he visto no me acuerdo.
—¿Estás
loca? Parece que la droga te pudrió el cerebro.
Bárbara no
terminó de escuchar la frase cuando dio vuelta al auto y se paró frente a su
hermana. Celeste la miró desafiante y temerosa a la vez. Bárbara era menor que
ella, pero más corpulenta y decidida a cualquier cosa.
—¡Repetí lo
que dijiste!
—Escuchaste
bien lo que te…
El cachetazo
resonó como el chasquido de hojas secas aplastadas. Celeste mantuvo la cara
ladeada por el golpe. La mejilla se enrojeció al instante. Enderezó la cabeza
lentamente y el brillo de los ojos, de un intenso azul eléctrico, le atravesó
sin dificultad los oscuros lentes de Bárbara. Azorada, dio un paso atrás. La
mano de Celeste se cerró como una tenaza sobre los duros cabos del ramo de rosas,
a tal punto que algunas gotas de sangre cayeron oscureciendo el suelo en
lunares polvorientos. Lo levantó a la altura de su cabeza y lo arrojó sin
apuntar sobre el rostro de su hermana. La sorpresa por la reacción fue similar
a la que tuvo Celeste unos segundos atrás. Las flores se desparramaron por el
suelo y, entre ellas, los anteojos de sol. Ambas quedaron mirándose como
duelistas de una vieja película del oeste. Sus ojos se lanzaban incandescencias
metálicas y sus pupilas se empequeñecieron como la punta de un alfiler. Celeste
emitió un murmullo arrastrado, casi sin abrir la boca. Su mejilla seguía
ardiendo.
—Nunca…, me
vuelvas a tocar…
Bárbara
trató de recomponerse.
—Perdé
cuidado, hermanita, nunca… me vas a volver a ver.
Levantó los
anteojos oscuros del suelo, dio un rodeo por delante del auto y se subió. Sacó
la cabeza por la ventanilla y gritó al aire.
—¿¡Nunca
pensaste que se podrían haber suicidado!?
Celeste dejó
de mirar el final de la calle e inclinó su cabeza para entender con mayor
claridad esa frase tirada al vacío.
—¿Cómo?
Se dio
vuelta y se puso delante del auto. Sus ojos eran dos signos de interrogación.
—¿Por qué
sacaron todos sus ahorros justo una semana antes de irse “para recomponer
nuestra familia?” —gritó Bárbara con aire burlón.
—¿Qué
ahorros? ¿Vos cómo sabés?
—¡Hermanita,
hermanita! Estás tan ciega llorándolos que no podés ver más allá de tus propias
narices.
Bárbara
apretó el acelerador con el sólo propósito de hacer rugir el motor del auto,
para que Celeste se apartara, pero no solo no se movía sino que sus ojos
giraban enloquecidos en todas direcciones. Al reflejo del cielo azul en el
parabrisas, a la calle del cementerio que se perdía entre criptas y mausoleos,
a los cientos, miles, millones de cruces que formaban un océano de muerte, a
las flores blancas esparcidas y rotas por el suelo.
El bocinazo
áspero, impredecible la sobresaltó y la regresó de golpe al lugar en donde
estaba parada, inmóvil.
Bárbara sacó
nuevamente la cabeza por la ventanilla y gruñó. Sus palabras dejaron en el aire
una nube de vapor tibio en el día soleado y frío.
—Correte
Celeste. Se me hace tarde, tengo que devolver el auto.
Se apartó
como una zombi. Más como un acto reflejo que como una actitud consciente. El
auto arrancó de golpe pasando al costado de ella como un caballo salvaje,
corcoveando, galopando hasta unos veinte metros más adelante en que se detuvo
de golpe.
Celeste
reaccionó a tiempo y aprovechó para
alcanzarlo. Cuando llegó le apretó con fuerza el brazo a su hermana que
intentaba volver a arrancarlo. Se sentía el olor alcanforado de la nafta.
—¿Cómo que
se suicidaron? ¿Vos escuchaste lo que dijiste?
Bárbara no
respondió. Cuando el motor volvió a rugir en medio del silencio, más calmada,
le contestó.
—No te
lamentes tanto por su ausencia, Celeste. Ellos sabían bien lo que hacían.
—¡Pero no es
posible! ¡Fue un accidente!
—Mirá, hay
muchas cosas que no son lo que parecen y es hora de que aprendas a darte cuenta
antes de, por ejemplo, llamarme drogadicta.
El auto
ahora sí arrancó de golpe dejando a Celeste viendo cómo se perdía detrás de una
hilera de cipreses. Se dio vuelta y se encontró con el ramo de flores tirado,
deshojado.
Al recogerlo
una lluvia de pétalos blancos cayeron como monstruosos copos de nieve. Se miró
las lastimaduras. Sentía un sordo dolor. No le importó. Se dirigió a la tumba y
se sentó al lado de ella, dejando detrás un impreciso reguero de flores.
Recostada sobre la cruz aguardaba que llegara a su mente una explicación que no
acudía. Esa explicación estaba bajo tierra, como todas las cosas que
precisamente no tienen explicación. Comenzó a nublarse y un viento helado le
invadió hasta los huesos. Tiritaba. Su figura abatida, sentada al borde de un
rectángulo de tierra grumosa, abierto no hacía mucho tiempo atrás, era la
imagen sobrecogedora de la pérdida. Las ráfagas de viento le despeinaban los
mechones largos y arenosos y los árboles podados salvajemente permanecían en
una quietud exasperante. El único movimiento vivo era el de su cabellera. El
único color puro era el de las flores diseminadas como un conjunto de
oraciones.
Miguel A Silva
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