miércoles, 23 de agosto de 2017

FRAGMENTOS DE UNA NOVELA: "LET IT BE"

—¡Bueno! Apuráte que tengo cosas más importantes que hacer.
Celeste miró estupefacta a su hermana cuando la vio apagar el motor del auto. Miró como apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca y se acomodó como para dormirse. Si había cerrado los ojos, no lo sabía. Los lentes de sol le tapaban casi media cara.
—¿Cómo?
—Lo que escuchaste.
—¿No vas a bajar?
—¿Para qué?
—¿Cómo para qué? Hoy hace seis meses…, les traje flores nuevas. Tengo que tirar las viejas, no sé, pensé que ibas a acompañarme.
—Mirá hermanita, si a vos te gusta venir a perder el tiempo todos los putos días de tu vida para demostrar lo buena que sos como hija, yo no te digo nada, pero no me arrastres a tu desconsuelo eterno, ¿sabés?
—¡Yo no vengo a demostrar nada! ¡Y me parece una falta de respeto! ¡Eran tus viejos también! ¡Hace menos de un año que se murieron!, ¿cómo podés hablar así?
—¡Esperá! ¡Esperá! No quiero hacer melodramas. Vos me pediste que te acompañara y yo te acompañé, ¿OK? Bajá, cumplí con la dolorosa burocracia cristiana, rezá algún Padre Nuestro o un Ave María, si querés, volvé y nos vamos, ¿está bien?
—¡No! No está bien. Vos estás mal de la cabeza.
Celeste bajó del auto dando un portazo. Bárbara se mordió un labio para no gritarle algo desde adentro. Su hermana quedó parada, clavada al lado de la puerta como una estaca. El ramo de flores frescas que había traído se balanceaba de un lado al otro mirando el suelo. Boca abajo, como su cabeza, como su pelo llovido, como su ánimo.
—¡La puta madre! —murmuró Bárbara. Salió del auto y también ella lo cerró de un portazo.
—Escuchame Celeste, ya sufrimos bastante por lo que pasó. ¿Para qué seguir enlutándonos la vida?
—¿Sufrimos bastante? ¿Sufrimos bastante, decís? A vos, a vos no te vi derramar una sola lágrima en el velorio, ¿ésa es tu forma de sufrir?
—¡Pero que mierda decís! ¡Resulta que ahora tengo que aprender lecciones de sufrimiento! ¡Resulta que ahora la que más llora, más sufre! ¿Pero por qué no te vas a la mierda? Yo sentí mucho lo que pasó. Todavía me queda restos de una pelota que se me incrustó en el estómago el día que nos enteramos. No trates de hacerme sentir culpa, porque no la tengo. ¿Escuchaste?
—¿Estás segura?
La pregunta, que sonaba a reproche, cortó el aire frío de la mañana como un escalpelo. La tierra pareció temblar.
—¿Cómo decís?
—Nada.
—¡No, nada no! ¿Qué quisiste insinuar, hija de puta?
Esa mala palabra —justo esa mala palabra— fue la que destrabó las ataduras que mantenían la furia de Celeste encorsetada por el aniversario, por el lugar santo, por la memoria. —¡No me llames así!
—¿Y cómo querés que te llame?
—¡No me digas nada! —gritó—. No me digas…nada…
Apoyó una mano en el techo del auto y soltó las primeras lágrimas. Sacó fuerzas de donde no había y siguió hablando.
—Estoy cansada, cansada de esperar que te des cuenta.
—¿De qué me tengo que dar cuenta? —preguntó intrigada Bárbara.
—¡De todo! De todo el tiempo que estuve tratando de pegar lo que se rompía. De coser y coser los hilos cada vez más podridos de una familia que se desmoronaba. De…, de hacer el papel de dos porque la otra vivía en su mundo egoísta y no daba bola a nadie.
—¡Gracias hermanita! Pero yo no te pedí que tomaras mi lugar.
—¡Claro que no lo pediste! ¡Claro que no lo pediste! ¡Cómo nunca pediste nada! ¡Ni a mí, ni a ellos! ¡Ni a nadie! ¡Te creías superior a todos nosotros! ¿Era eso? ¿Te creías superior? ¡No merecíamos tus aires de superioridad estúpida! Siempre mirándonos de costado, siempre malhumorada.
—¡Esto no lo puedo creer! Ahora resulta que ustedes eran los buenos y yo la mala.
—Varias veces quise acercarme a vos Barbie, lo sabés, y nunca me dejaste. Ellos te dejaron hacer y se lamentaron por eso.
—Y por eso se fueron lejos. Para pagar sus culpas. Por la vergüenza que yo les daba. ¿Era eso?
—Se fueron para tratar de recomponer nuestra familia —elevó la voz Celeste.
—¡¡Claro!! ¡Y por eso se mataron! Apuntaron al primer cartel que vieron en la ruta y ¡¡Paff!! , si te he visto no me acuerdo.
—¿Estás loca? Parece que la droga te pudrió el cerebro.
Bárbara no terminó de escuchar la frase cuando dio vuelta al auto y se paró frente a su hermana. Celeste la miró desafiante y temerosa a la vez. Bárbara era menor que ella, pero más corpulenta y decidida a cualquier cosa.
—¡Repetí lo que dijiste!
—Escuchaste bien lo que te…
El cachetazo resonó como el chasquido de hojas secas aplastadas. Celeste mantuvo la cara ladeada por el golpe. La mejilla se enrojeció al instante. Enderezó la cabeza lentamente y el brillo de los ojos, de un intenso azul eléctrico, le atravesó sin dificultad los oscuros lentes de Bárbara. Azorada, dio un paso atrás. La mano de Celeste se cerró como una tenaza sobre los duros cabos del ramo de rosas, a tal punto que algunas gotas de sangre cayeron oscureciendo el suelo en lunares polvorientos. Lo levantó a la altura de su cabeza y lo arrojó sin apuntar sobre el rostro de su hermana. La sorpresa por la reacción fue similar a la que tuvo Celeste unos segundos atrás. Las flores se desparramaron por el suelo y, entre ellas, los anteojos de sol. Ambas quedaron mirándose como duelistas de una vieja película del oeste. Sus ojos se lanzaban incandescencias metálicas y sus pupilas se empequeñecieron como la punta de un alfiler. Celeste emitió un murmullo arrastrado, casi sin abrir la boca. Su mejilla seguía ardiendo.
—Nunca…, me vuelvas a tocar…
Bárbara trató de recomponerse.
—Perdé cuidado, hermanita, nunca… me vas a volver a ver.
Levantó los anteojos oscuros del suelo, dio un rodeo por delante del auto y se subió. Sacó la cabeza por la ventanilla y gritó al aire.
—¿¡Nunca pensaste que se podrían haber suicidado!?
Celeste dejó de mirar el final de la calle e inclinó su cabeza para entender con mayor claridad esa frase tirada al vacío.
—¿Cómo?
Se dio vuelta y se puso delante del auto. Sus ojos eran dos signos de interrogación.
—¿Por qué sacaron todos sus ahorros justo una semana antes de irse “para recomponer nuestra familia?” —gritó Bárbara con aire burlón.
—¿Qué ahorros? ¿Vos cómo sabés?
—¡Hermanita, hermanita! Estás tan ciega llorándolos que no podés ver más allá de tus propias narices.
Bárbara apretó el acelerador con el sólo propósito de hacer rugir el motor del auto, para que Celeste se apartara, pero no solo no se movía sino que sus ojos giraban enloquecidos en todas direcciones. Al reflejo del cielo azul en el parabrisas, a la calle del cementerio que se perdía entre criptas y mausoleos, a los cientos, miles, millones de cruces que formaban un océano de muerte, a las flores blancas esparcidas y rotas por el suelo.
El bocinazo áspero, impredecible la sobresaltó y la regresó de golpe al lugar en donde estaba parada, inmóvil.
Bárbara sacó nuevamente la cabeza por la ventanilla y gruñó. Sus palabras dejaron en el aire una nube de vapor tibio en el día soleado y frío.
—Correte Celeste. Se me hace tarde, tengo que devolver el auto.
Se apartó como una zombi. Más como un acto reflejo que como una actitud consciente. El auto arrancó de golpe pasando al costado de ella como un caballo salvaje, corcoveando, galopando hasta unos veinte metros más adelante en que se detuvo de golpe.
Celeste reaccionó a tiempo y aprovechó  para alcanzarlo. Cuando llegó le apretó con fuerza el brazo a su hermana que intentaba volver a arrancarlo. Se sentía el olor alcanforado de la nafta.
—¿Cómo que se suicidaron? ¿Vos escuchaste lo que dijiste?
Bárbara no respondió. Cuando el motor volvió a rugir en medio del silencio, más calmada, le contestó.
—No te lamentes tanto por su ausencia, Celeste. Ellos sabían bien lo que hacían.
—¡Pero no es posible! ¡Fue un accidente!
—Mirá, hay muchas cosas que no son lo que parecen y es hora de que aprendas a darte cuenta antes de, por ejemplo, llamarme drogadicta.
El auto ahora sí arrancó de golpe dejando a Celeste viendo cómo se perdía detrás de una hilera de cipreses. Se dio vuelta y se encontró con el ramo de flores tirado, deshojado.
Al recogerlo una lluvia de pétalos blancos cayeron como monstruosos copos de nieve. Se miró las lastimaduras. Sentía un sordo dolor. No le importó. Se dirigió a la tumba y se sentó al lado de ella, dejando detrás un impreciso reguero de flores. Recostada sobre la cruz aguardaba que llegara a su mente una explicación que no acudía. Esa explicación estaba bajo tierra, como todas las cosas que precisamente no tienen explicación. Comenzó a nublarse y un viento helado le invadió hasta los huesos. Tiritaba. Su figura abatida, sentada al borde de un rectángulo de tierra grumosa, abierto no hacía mucho tiempo atrás, era la imagen sobrecogedora de la pérdida. Las ráfagas de viento le despeinaban los mechones largos y arenosos y los árboles podados salvajemente permanecían en una quietud exasperante. El único movimiento vivo era el de su cabellera. El único color puro era el de las flores diseminadas como un conjunto de oraciones.

Miguel A Silva

No hay comentarios:

Publicar un comentario