La abuela de Lucy es casi ciega. Casi ciega porque le son invisibles los colores oscuros, pero logra distinguir los blancos, los pasteles y los cremas. También alcanza a percibir los movimientos ondulantes de las cosas, una cortina flameando al viento, la pantalla del televisor con el brillo al máximo, las luces de 100 watts que su nieta puso como faros en todos los rincones de su casa y, por supuesto, el rubio platino y las largas piernas blancas que Lucy contonea a su alrededor.
Al principio, cuando la enfermedad ya era evidente, la abuela de Lucy, discutía con su nieta en tono airado y presuntuoso. “¿Cómo era posible que a Julia, a la gran Julia Born”, pensaba en las noches de insomnio, “pintora reconocida por el colorido de sus telas en cuanta galería de arte se presentara, le dijera que era incapaz de diferenciar un gris plata de un gris perla? ¿Qué sabía Lucy de los infinitos matices; de esa delgada línea que separa un rosa viejo de un naranja ocaso?".
—¿Alguna vez viste un arco iris? —le había preguntado una tarde no tan lejana y ya envejecida.
—Sí, abu, por supuesto —le había respondido Lucy a la defensiva, intuyendo la tormenta que sobrevendría, a lo que ella retrucó.
—¿Pero lograste ver adónde termina un color y nace otro?
Lucy puso los ojos en blanco a manera de exasperada ternura.
—Yo sí —le aseguró Julia, y se puso a mezclar acrílicos, óleos y témperas, dándole la espalda para poner fin a la visita.
—Yo sí puedo diferenciarlos. —Terminó masticando la frase con rabia y con Lucy ya en la puerta decidida a irse, solo para no discutir con ella.
—Yo puedo... —Se mintió a sí misma Julia.
“Tus pinturas tienen algo de Rembrandt”, le había dicho un conocido galerista que siempre la había ayudado a exponer. “Un Rembrandt tal como habría pintado a fines de los años 60. Un Rembrandt pop, lleno de colores ascendentes, casi imperceptibles como solo vos podés lograr. Es como si al holandés le hubieran extirpado esa pátina misteriosa y lúgubre de sus cuadros y le inocularan la psicodelia del Flower Power de San Francisco”.
En esa ocasión, evaporada en el tiempo, Julia le había regalado una sonrisa de compromiso y siguió pintando.
Y ahora, en su casa, rodeada de los colores tridimensionales de sus obras en donde se degradan los azules y verdes en todas sus variantes posibles, Julia Born, solo distingue los colores claros y fantasmales, la cabellera argentina y las piernas movedizas de su nieta que se niega a vestirse con su color favorito en su presencia.
A Lucy la conocen como Darky porque vive enfundada en negro. Una escandalosa ausencia de color, diría su abuela. A excepción de su pelo blanco y deslumbrante con el que apareció una mañana ante sus amigos.
“¡Te queda genial!”, le dijeron cuando la vieron por primera vez con ese cambio tan radical. Ella les mintió, solo les dijo que quería darle un toque diferente a su aspecto, algo original, y si realmente había logrado hacerlo con su cuerpo ahumado en un pozo oscuro y su cabeza explotando como un nido de estrellas, a Lucy no le importaba mucho. Ella solo quería ser visible para Julia, su abuela, pero más que nada su amiga, su confidente. Por eso su pelo de plata, por eso su desprejuiciada desnudez en cuerpo y alma delante de su mirada, para que la viera y la escuchara, para que los ojos color turquesa de su abuela, ahora apagados y glaucos, la encontraran y le dieran existencia, corporizándola dentro de ese humo de tinieblas en que se estaba hundiendo.
Para Julia Born su nieta era la dama de luz, la que brilla a través de su melena decolorada, la que danza con el cuerpo maquillado de blanco como las geishas de Oriente. Para Julia Born, Lucy es el diamante en un cielo de tormenta, un ópalo en su cielo cada vez más tenebroso.
Un luminoso domingo de sol ferviente, Lucy visitó a su abuela como de costumbre.
—Enciende la luz que quiero verte —le dijo desde la cama—. Tengo muchas ideas en la cabeza para una próxima serie de cuadros.
Lucy se quedó muda, paralizada. Sin darse cuenta se mordió los labios pintados de blanco hasta hacerlos sangrar. Dejó caer sus brazos pecosos con total resignación y fue apagando, con manos temblorosas, una a una las luces de 100 watts que inundaban el dormitorio de su abuela como si fuera un quirófano. Se sentó en la cama al lado suyo y la abrazó tan fuerte que casi la ahoga.
Julia Born sintió los brazos de Lucy como tenazas, pero no los alcanzó a ver.
Julia Born la buscó dentro de su mundo, ausente de luminiscencia, pero solo escuchó los latidos del corazón de su nieta galopando salvajemente.
Julia Born entrecerró los párpados para enfocar una visión que se diluía dentro de un mar de alquitrán y solo alcanzó a sentir la humedad de unas lágrimas que caían desde arriba, desde un rostro embutido contra su cuello que no paraba de estremecerse.
—Abu, a partir de ahora podés llamarme Darky —le dijo Lucy sin dejar de llorar.
Al cabo de eternos minutos, se fue separando de ella de a poco, como lo hacen los gajos de mandarinas. Le sostuvo la cara con ambas manos, la miró como se mira a una deidad sagrada, le besó ambos párpados y cerró los ojos para estar, al menos por un tiempo, en ese cielo oscuro al que su abuela había llegado.
Al cabo de eternos minutos, se fue separando de ella de a poco, como lo hacen los gajos de mandarinas. Le sostuvo la cara con ambas manos, la miró como se mira a una deidad sagrada, le besó ambos párpados y cerró los ojos para estar, al menos por un tiempo, en ese cielo oscuro al que su abuela había llegado.
Al día siguiente, Lucy la visitó como de costumbre, enfundada en su ropa de cuero negro y con su pelo color azabache, tal como siempre lo había tenido.