La novela moderna tal
como la conocemos en la actualidad, comenzó no hace mucho tiempo. Aunque se
considera a El Quijote de la Mancha,
de Cervantes, como la piedra fundacional de la novela moderna en cuanto a
estilo y estructura narrativa, tuvieron que pasar muchos años para que el
género se consolidara —el Quijote se escribió en 1615— y comenzar su liderazgo de
la mano de Charles Dickens, Tolstoi, Balzac y Stendhal, autores que describieron
con lujo de detalles no solo las peripecias de los protagonistas, sino los
escenarios en donde se movían, algo fundamental en la novela. A partir de entonces
— principios del siglo XIX— la novela se fue diversificando en géneros como el
realista, el gótico, el fantástico y más acá en el tiempo, la ciencia ficción,
el policial y curiosidades como el cyberpunk y la novela gráfica.
Cerca del 2000, un
nuevo subgénero comenzó a inundar el mercado editorial. Autoras como Belinda
Seaward, Claire Bouvier, Doris Cramer e Isabelle Autissier, entre otras, surgieron
con historias de amores prohibidos, extrañas relaciones familiares y paisajes
deslumbrantes como escenario de la acción. Si bien apareció como una nueva
variante de la novela histórica romántica, lo cierto es que este subgénero no
es nuevo.
Todo empezó con Isak
Dinesen —seudónimo de la baronesa Karen von Blixen-Finecke—escritora danesa que
en 1937 escribió la novela Memorias de
África, llevada al cine por Sydney Pollack.
Muchos consideran a Dinesen como
la pionera en este tipo de historias en donde los paisajes juegan un rol crucial
en la trama. Lo cual, en alguna medida, sentó las bases para que muchas novelas
posteriores se ambientaran en lugares exóticos y lejanos.
Fue así que estas nuevas
autoras —la mayoría mujeres— empezaron a ubicar sus conflictos sentimentales en
paraísos inciertos. Los elegidos, ya con un mundo globalizado, fueron el Ártico,
Persia, Nueva Zelanda, Jamaica, Hong Kong, Argentina y Chile, tierras que
siguen pareciéndole extrañas a muchos europeos.
Ya en el nuevo siglo,
el primer paso fue dado por la alemana Sarah
Lark, que con su novela En el país de la
nube blanca (2007), ambientado en Nueva Zelanda, logró un éxito sin
precedentes. Tanto que a ese primer libro le siguieron La canción de los maoríes y El
grito de la tierra, conformándose así en la primera trilogía publicada del
género.
Todas las novelas landscapes presentan factores comunes. Las
portadas, indefectiblemente, muestran coloridas ilustraciones de mujeres
vestidas de época, con un paisaje de fondo exótico y brumoso y con los títulos en
relieve dorado.
Estos son por demás
elocuentes: El puerto del perfume, La
mirada de la loba blanca, La luz de las islas púrpuras El amante de la
Patagonia, El secreto de la perla, La isla prometida, El sabor prohibido del
jengibre… notables títulos poéticos que ya nos da una idea de cuáles serán
las tierras en donde los personajes van a abrir o cerrar sus corazones y qué
aventuras van a tener que sortear hasta llegar a un final épico y
trascendental.
Los subtítulos van en
la misma dirección. Por ejemplo, el de la novela En el corazón de los fiordos de Christine Kabus aparece impreso en
la tapa y nos propone una especie de acertijo: “Un antiguo medallón. Una fotografía. Un paisaje donde aún reverbera un
secreto del pasado”. Todos los subtítulos tienen el mismo objetivo:
conseguir que los potenciales lectores quieran desentrañar el misterio.
Si bien la estructura narrativa
y la prosa de las novelas landscape
suelen carecer de vuelo literario, perderse en sus páginas para viajar a
lugares remotos y vivenciar los contratiempos de los personajes, es tan válido
como dejarse llevar por los llamados libros clásicos. Un buen libro, ante todo,
tiene que entretener al lector, sin discutir —al menos en principio— la
profundidad de su contenido.
Las novelas landscape podrán tener un éxito efímero,
pero si uno busca empaparse en las emociones más poderosas del ser humano, una
buena manera de hacerlo es subirse a estas propuestas que se destacan por su tono
melancólico y su estilo elegíaco, propuestas desde lugares tan exóticos como
nosotros lo somos para ellos.
Columna aparecida en la Revista Qu Número 22 (Abril 2018)