I
Verde, amarillo,
verde, amarillo, verde, amarillo, verde, amarillo, verde, amarillo, verde…Luego
de eso, vino el desmayo. Las franjas de color de la toalla, colgada del
barral, habían desfilado ante mis ojos
segundos antes de que me precipitara sobre el piso del baño. Permanecí un breve
lapso de tiempo inconsciente sobre las baldosas blancas. Nadie se percató de
este suceso. Hace tiempo que vivo solo y las pocas personas que me conocen
están lejos de suponer que yo padezco este tipo de trastorno. Hasta donde me
fue posible lo he ocultado como una afección vergonzosa. Digo hasta donde me
fue posible, porque existe una persona que todavía forma parte de este peculiar
acontecimiento. Pero no quiero adelantarme a los hechos sin antes mencionar
cómo conocí a Melisa —de ella se trata—y de qué manera desapareció de mi vida
en forma inesperada.
Hacía dos meses
que me había mudado a la casa en donde aún sigo viviendo. Los vecinos, los
pocos vecinos que residen en la cuadra, me parecían tan lejanos e impersonales
como los cuadros que había encontrado colgados en las paredes del living y del
dormitorio. Había firmado el contrato de alquiler sin inspeccionar la vivienda ni
por dentro ni por fuera. En la inmobiliaria solo me habían ofrecido un par de
fotos, algo desenfocadas, que habían sido tomadas desde la calle y desde una
esquina. Me había parecido agradable —paredes de ladrillo y tejas francesas
esmaltadas de azul— y obvié la visita que, dicho sea de paso, nunca me la
habían propuesto. Parecerán muy extrañas estas actitudes —tanto de un lado como
del otro— , pero su ubicación era excelente para mis propósitos y por esa zona
era la única vivienda que estaba en alquiler. Lo cierto es que cuando llegué
para mudarme, esta vez sí con un empleado de la inmobiliaria, y abrí la puerta
me encontré en medio del salón de Artús.
La luz tamizada que penetra por las opacas ventanas
da animación y vida a todos los cuadros y grabados con que están adornadas las
paredes. Los ciervos, con sus cornamentas monstruosas y otros animales fantásticos,
te miran con ojos brillantes, aunque tú apenas los puedas distinguir, y
conforme se va acentuando la oscuridad, tanto más siniestra te resultará la
mesa de mármol que se halla en el centro.
Así describe
Ernesto Hoffmann, en su cuento “El salón de Artús”, el decorado de una sala en
Danzig a Traugott, el personaje de la historia. No fue del todo cierto lo que
encontré en la casa de Albo y Cernadas —no había ningún animal fantástico
disecado—, pero sí es cierto que me encontré con una inconcebible mesada de
mármol —que no estaba precisamente en la cocina— y muchos cuadros alineados
simétricamente por todas las paredes. Creo que el agente inmobiliario tampoco
esperaba encontrarse con dichos objetos tan poco usuales. Carraspeó un par de
veces y yo lo tranquilicé demostrando una genuina felicidad por lo que estaba
viendo. Traigo a colación lo de Hoffmann porque
me considero un gran admirador de su obra en particular y del
romanticismo alemán en general. De hecho, la tesis que presenté, un par de años
atrás para graduarme en la Universidad, la llamé: “El Sturm und Drang y su influencia en la literatura latinoamericana”. Sturm und Drang. Tempestad y empuje; el
movimiento romántico que sacudió la escena artística alemana, allá por la segunda
mitad del siglo XVIII. Podría
asegurar que eso es lo que siento en los desmayos que me asaltan de vez en
cuando. Una visión huracanada de la realidad y una posterior caída hacia un
abismo infinito, como si realmente alguien me empujara desde atrás hacia el
vacío.
A la casa, con
sus cuadros algo decolorados y un par de grabados de dudoso gusto que nunca
tuve intención de descolgar, me adapté fácilmente. A sus alrededores, no. Por
ese motivo evitaba las salidas innecesarias y el contacto con los vecinos,
excepto, claro está, con Melisa.
Melisa apareció
una tarde-noche de primavera, en ese lapso de tiempo en que la superficie de
las cosas está iluminada por un fulgor irreal. No es de día, tampoco es de
noche, es la hora más ambigua, junto al alba, en que el tiempo parece dudar si
seguir o detenerse. Si bien los atardeceres están tiznados de naranja, a la
hora en que Melisa golpeó la puerta de mi casa, la vi cubierta por una
luminosidad cenicienta. Su pelo chorreaba, su campera de jean estaba azul de
agua y las carpetas y libros que traía bajo el brazo parecían rescatados de un
naufragio. Esto era lo único que parecía querer proteger contra su pecho.
Cuando quedamos frente a frente su cara se relajó de una manera increíble. “Me
agarró la lluvia a dos cuadras de mi casa, no tengo paraguas y creo que perdí
las llaves”, me descerrajó de golpe como una hilera de contratiempos. La dejé
pasar y, con la vista clavada en el suelo, entró y se quedó parada como una
estatua a unos pocos pasos del lado de adentro. Aferraba las carpetas con tanta
fuerza que parecía temblar. De hecho, creo que sí lo hacía, de frío.
—Vení, pasá, te
traigo una toalla para que te seques.
—Vivo acá cerca…
a una cuadra —me informó elevando la voz a medida que me alejaba de ella. Un
dato que encerraba el por qué había venido hasta mi puerta y por qué, de alguna
manera, nada tenía que temer; vivíamos muy cerca el uno del otro.
Al volver le
ofrecí la toalla y empezó a secar las tapas de las carpetas con urgencia. No
parecía importarle otra cosa.
—Gracias, me
llamo Melisa.
—Hola, te vi un
par de veces caminando por la calle.
—Sí, sí, yo
también te vi un par de veces —se sonrió—. Esta casa estuvo mucho tiempo vacía.
Suerte que ahora estás vos, sino, no sé qué hubiera hecho.
—¿Y los demás?, debés
conocer a alguien por acá —le pregunté sospechando que era tan reacia al
intercambio social como yo.
—¿Qué? No, no,
la verdad es que no me doy con nadie. En realidad no sé cómo me animé a
molestarte.
—No es nada, yo
hubiera hecho lo mismo.
Me miró con unos
ojos enormes pero no emitió sonido alguno, apoyó las carpetas sobre la mesa de
mármol —las manos todavía le temblaban— y, ahora sí, se empezó a refregar el
pelo oscurecido por el agua. Fui hasta la ventana, me parecía estúpido estar
mirando cómo intentaba ponerse presentable. Corrí la cortina de paño y miré
hacia la calle. Seguía lloviendo, aunque un poco menos.
—Justo me agarró
el chaparrón cuando venía caminando. Lo que no sé es cómo voy a entrar a mi
casa.
—¿Vivís sola?
Titubeó un poco
antes de responder, pero luego se repuso y me contestó con voz firme y segura.
—Sí, desde hace
un año.
—Esperemos que
pare un poco y te acompaño a ver qué podemos hacer.
—Seguro me
olvidé las llaves en la casa de Verónica, o de Damián. No es la primera vez que
me pasa.
No le pregunté quiénes
eran aquellas personas que había nombrado, pero pareció como si al enunciarlas
le hubiesen brindado un escudo protector; tampoco le pregunté qué había hecho
en esas otras veces, solo me enfoqué en las tapas de los libros que había
dejado sobre la mesa. Me sorprendí al ver unos textos algo anacrónicos en
alguien que no debería superar los treinta años, pero también me pareció
absurdo pensar una cosa así. Yo mismo estaba releyendo el Werther de Goethe e iba y venía a los versos de Byron y Novalis,
según mis estados de ánimo.
No creo que haga
falta explicar cómo pude abrir la puerta de su casa, simplemente quise contar este
acontecimiento porque así fue la primera vez que intercambié unas palabras con
Melisa y cómo, de una manera fortuita, entró en mi casa y adiviné su gusto por la
Ilustración Francesa. Una mente racionalista, me dije en ese momento. En vez de
alejarme de ella tuve deseos de acercarme. No sé qué actuó como piedra
magnética, pero empezamos a frecuentarnos dos y hasta tres veces por semana,
atraídos por la literatura y la filosofía.
Con tazas de
café de por medio, ella se erigía sobre los pilares de la razón que yo trataba
de derribarlas con la fuerza de la emoción. Varias veces había sido tal la
vehemencia con que encarábamos nuestras discusiones, que a ella se le ponía la
cara roja y a mí se me nublaba la vista. Si para ella el neoclasicismo había
llegado para poner un poco de orden al caos de supersticiones y creencias místicas
en el que había caído la civilización, a mí, por el contrario, me parecía un
período arrogante y soberbio, destinado a desacreditar la fuerza arrolladora de
la fantasía en pos de un conocimiento científico que todo lo analizaba, lo
explicaba y, después de vaciarle toda la magia, dejaba sus despojos sumidos en
la más aséptica de las realidades. Todo giraba en torno a fundamentos,
principios, postulados, evidencias, testimonios…”El mármol insensible, gloria
de los griegos, sepultando la madera viva de los mitos celtas”, grité con furia
un día que me sentía invencible en cuanto a mis razonamientos.
Una tarde de
lunes hablamos sobre la inspiración.
—No creo en el
genio inspirador —me había reprochado—. Esa exaltación arrebatada que parece bendecir
solo a los elegidos. Creo en el talento, en el sacrificio; aquel que con sangre
sudor y lágrimas descubre la frase, el color o el tono perfecto para la
creación artística.
—Precisamente,
si el talento, como vos decís —y yo estoy de acuerdo en eso— le habla a los
sentidos, para mí el genio es más importante porque, a través de él, el artista
le habla al corazón y al alma —le había argumentado con cierto énfasis.
Otro día la
encontré caminando junto a una de sus amigas y evitó saludarme. Me sonreí por sus
arrebatos de franqueza que no le impedían hacerme saber sus estados de ánimo.
De todos modos, siempre venía a verme para seguir discutiendo.
No voy a
explicitar las innumerables conversaciones que tuvimos en esas tardes
impetuosas aromadas de café. Lo que sí puedo decir es que antes de llegar a un
punto álgido y sin retorno decidimos parar a tiempo. Convenimos en un empate. Y
la que arbitró semejante contienda fue una declaración de principios de Juana
de Ibarborou,
En Prosa y Verso, un librito que apareció
de una manera inexplicable entre unos viejos cuadernos de secundaria —esos
hechos misteriosos que Melisa se negaba a aceptar— leí con curiosidad el
prefacio que fue el que pudo zanjar nuestras diferencias o, al menos, dejar de
lado esas diatribas agotadoras que podrían haber terminado de la peor manera
posible. Voy a transcribirlo porque me parece importante que supieran qué fue
lo que desactivó nuestros cortocircuitos y, además, porque me parece una
hermosa manera de exponer un proceso creativo.
Muchas veces me ha pasado tener en la cabeza, como
una obsesión, un verso, escribirlo, e inmediatamente, sin ponerme a pensar ni a
buscar nada, continuar la composición como si obedeciese a un dictado
misterioso, o como si un ser intangible me guiase la mano. Estos, por regla
general, no requieren correcciones ni pulimento. Y casi siempre son los
mejores. En el otro caso, tras ese relámpago de las estrofas iniciales, viene
luego el trabajo de forja, la lucha con la magnífica riqueza de la palabra,
para que ésta entregue el brillante que precisamos para que el engarce toque la
perfección, para que la sustancia sea tan sutil y tan pura, que debajo suyo se
vea el correr de nuestra propia sangre, fulgurar nuestra alma, y resplandecer,
aunque sea con un esplendor sellado, la luz misteriosa de la vida.
A partir de ese
momento decidimos dejar de discutir. Convinimos en una especie de armisticio.
El genio y el talento se daban la mano. La llamamos “La Tregua Ibarborou”.
Esa misma tarde, antes de irse, me dijo con
ironía.
—Ya que no te
gusta el mármol, tendrías que cambiar esta mesa. ¿No es demasiado “fría e
impersonal” para tu gusto?
—Bueno, es
también con el que se construyen las lápidas —le contesté—. Nada más ajeno a la
lógica y la razón que la visión romántica de un cementerio; ese lugar plagado
de espíritus y voces del más allá.
—Nada más ajeno
a la fantasía de creer que después de la muerte hay algo, al menos algo que se
pueda comprobar —ironizó con desdén.
Iba a decir algo
más, pero Melisa volvió, me puso la mano en la boca y me susurró.
—Acordate de “La
Tregua Ibarborou”.
Le aparté la
mano con brusquedad y le sonreí nervioso.
—No te conviene
seguir…
—A vos no te
conviene…
Cerró la puerta
con cierto ímpetu. Eran las nueve de la noche, una hora después, a las diez, me
desmayé por primera vez.
II
Luego de ese
primer desmayo, me asusté. No por haber despertado tirado en medio de la cocina
sino por lo que recordaba antes de caer: imágenes girando a gran velocidad, lo
cual era muy extraño porque yo permanecía inmóvil. La visión de la cocina había
empezado a girar ante mis ojos como un torbellino y luego fue desacelerándose
de a poco (heladera, mesada, lavarropas,
heladera, mesada, lavarropas,
heladera…) y se detuvo en mí, como si me estuviese viendo desde afuera
de mi propio cuerpo; el famoso dopplegänger
de las leyendas nórdicas. Me veía parado mirándome y tratando de avanzar hacia
donde me encontraba yo mismo como observador. Luego de eso, caía a un
precipicio sin fondo. Eso imaginaba. El fondo, en ese primer desmayo, había
sido el suelo de la cocina. Obviamente no le conté nada a Melisa, no quería
preocuparla, aunque debo admitir que en los siguientes encuentros empezó a
observarme con curiosidad, como si tratara de adivinar algo que yo, a pesar de
examinarme en el espejo por horas, no alcanzaba a descubrir. Su mirada se hizo
más detallada, más inquisidora. Hubo momentos en que, sin darme cuenta, me daba
vuelta de golpe para preguntarle algo y la encontraba mirándome fijo. Se hacía
la distraída y entonces bajaba la vista y seguía leyendo, escribiendo o lo que
sea que estuviera haciendo en ese momento.
Así pasaron
alrededor de tres semanas. Yo estaba terminando un ensayo sobra la obra de
Hölderin y Melisa se preparaba para los exámenes de la Facultad. Por suerte no
nos veíamos con tanta frecuencia —creo que lo había decidido ella— porque si
así hubiera sido, habría visto cómo me desmoronaba sobre la mesa de mármol en
un segundo e inexplicable desmayo que me produjo un corte en el mentón y una
contusión en la cabeza. Lo que no dejaba de llamarme la atención era la manera
en que ocurría: comenzaba con un giro enloquecido en el que veía toda la
habitación dando vueltas y vueltas y vueltas hasta que se frenaba y, como si
fuese una cámara de cine que yo mismo manejaba, se detenía enfrente de mí. Me
veía a mí mismo parado y estático, incrédulo, tratando de levantar los brazos
como un sonámbulo e ir a mi propio encuentro. Lograba verme desde una
perspectiva externa y no podía hacer nada para evitarlo. Mi cara paralizada
—como las bestias del salón de Artús— me miraba con ojos vidriosos, luego de
eso, venía la pérdida del conocimiento, el corte de energía, el apagón y la caída.
Decidí ir al
médico. Al principio estuve algo reacio a hacerlo. No sabía cómo explicar lo
que me estaba sucediendo, pero Melisa, indirectamente, inclinó la balanza para
el lado de la ciencia médica. Digo indirectamente porque un día, luego de varios
días sin vernos, golpeó la puerta de mi casa. Cuando la abrí me miró de arriba
a abajo y me rodeó con sus brazos delgados. Me abrazó con fuerza y se largó a
llorar. Luego me soltó de golpe, como arrepintiéndose y, atropellando unas
palabras con otras, me dijo que la perdonara pero no lo había podido evitar,
que al verme “así” no pudo reprimirse y fue tal la angustia que la invadió que
la única manera que tuvo para exteriorizarla había sido ésa: sujetarme como si
estuviera condenado y llorar como una Magdalena. Por eso decidí ir al médico.
Melisa había intuido que algo no andaba bien. Mi aspecto —tal vez mi cara,
quizás mis ojos— parecían delatarme.
Los estudios
clínicos no encontraron nada anormal. Presión, azúcares, lípidos, colesterol,
pulso, todo estaba dentro de los parámetros normales en una persona de treinta
y seis años. Pasó un mes y los resultados de los electroencefalogramas y alguna
que otra radiografía y tomografía que me habían recetado volvieron a darme
buenas noticias. No había nada que me indicase que iba a morirme pronto. Me
aconsejaron un psiquiatra —que descarté por completo— y unas dosis de
tranquilizantes que compré por puro acto reflejo y luego tiré en el cesto de
basura.
Seguí con mi
vida. De hecho los desmayos no eran tan frecuentes. Como ella había dejado de
visitarme me tomé el atrevimiento de organizar una cena e invitarla. Realicé
los preparativos por mi cuenta y me puse a acondicionar la casa. Nada radical,
simplemente eliminar el polvo acumulado en los cuadros, ordenar las ropas y los
libros desparramados, esparcir un poco de perfume en los sillones y pensar en
qué iba a consistir la cena. El momento llegó de una manera asombrosa.
Como dos almas
solitarias nos encontramos un sábado por la noche comiendo empanadas y bebiendo
un vino tinto que me costó lo que había podido obtener con la venta de uno de
los cuadros que había encontrado en la casa. No fue mucho, pero me sentía feliz
de haberme aprovechado de ello. Ninguno de los dos era afín a los clichés de
una velada romántica. Su racionalismo estaba a años luz de las fantasías alucinadas
de una Madame Bovary y yo de romántico tenía solo el gusto por la estética
oscura que aparecía en las páginas de mis novelas. Pero algo ocurrió esa noche.
Es algo digno de destacar porque en su momento no lo había podido comprender en
su real dimensión. Cuando ocurrió aquel encuentro, después de tanto tiempo sin
habernos visto, me llamó la atención el desprecio que tuvimos por la palabra,
por la cercanía e incluso por la riqueza de nuestras discusiones; simplemente
practicamos unos movimientos totalmente automáticos, un ritual sin ningún tipo
de afectación emocional o de interés. Esa noche le insistí en que se quedase a
dormir y ella, lejos de oponerse, accedió de una manera pasiva y distante. A
partir de eso todo se volvió confuso. Después de cenar y sin decirnos nada nos
levantamos de la mesa y fuimos caminando hacia el dormitorio. Quedamos
enfrentados con la cama a un costado como si nos estuviera ofreciendo una
perversa invitación. Nos fuimos acercando a tientas, con recelo. Su figura de
pie era una incógnita, un conjunto de nubes de tormenta que cambiaban de forma
continuamente. Me fui aproximando hacia ella. Temblaba con una luz interior.
Levanté los brazos para abrazarla y, acto seguido, sucedió lo impredecible: se
desconectó mi energía y me desmayé.
Cuando desperté
me encontré tirado en la cama, boca abajo y envuelto en una penumbra llena de
malos presagios. Me fui incorporando de a poco, estiré el brazo a lo largo de
las sábanas buscando algo que no sabía qué era. Me sentía confundido y
desorientado con respecto al tiempo y el espacio. Siempre me ocurre no darme
cuenta en qué lugar me encuentro cuando recobro el conocimiento y cómo llego
hasta ése lugar. Sabía que algo tenía que localizar; algo o alguien. Hasta que
con la punta de los dedos lo hice: me topé con una textura esponjosa y fría.
Recién en ese momento supe que era Melisa. Me levanté espantado y empecé a
recordar la visión fugaz que había desfilado ante mis ojos antes de desmayarme.
En cada giro
alrededor de mí mismo —esta vez parecía que era yo el centro de atracción y no
el dormitorio— aparecía una escena escalofriante. Mi cabeza, no encuentro otra
manera de explicarlo, parecía haber flotado alrededor de la habitación
enfocándose en mí y en Melisa que estaba al lado mío. Vi que mis brazos se
levantaban formando un ángulo recto con la alfombra y apoyaba mis manos sobre
su cuello. Ella aparentaba aceptarlo con resignación, o al menos eso me parecía,
porque no trataba de zafarse de mi presión. Mis manos se cerraban más y más sobre
su garganta hasta que con horror la levanté en el aire y la arrojé sobre la
cama. Ahogué un grito de negación al recordarme a mí mismo cometiendo tamaña
atrocidad. Rodeé la cama todavía algo embotado, me arrodillé enfrente a ella y
le aparté el pelo desmañado de la cara. A pesar de la oscuridad sus pupilas
parecían iluminarme con un aire cristalizado, quebradizo. Me levanté de golpe y
corrí hasta el living sin saber qué hacer. Empecé a juntar sus cosas en un
estado total de desesperación, como si quisiese borrar cualquier huella de su
presencia. En el intento por guardar sus papeles y carpetas en la mochila, que
siempre traía colgada de su brazo, cayó un sobre. Lo levanté y quedé paralizado,
estaba dirigido a mí. Lo desgarré, lo desplegué, lo leí y quedé helado, casi
como la había sentido al tocarla hacía unos momentos. La carta decía lo
siguiente.
Ezequiel, creo que ha llegado el momento de dejar de
vernos. Perdoname que no me haya animado a decírtelo en persona cuando estuve
en el umbral de tu casa y solamente me haya salido un llanto estúpido que
todavía me avergüenza. Esta carta es producto de esa vergüenza, de no poder
enfrentarte. La escribí por si acaso. Bueno, algún día la leerás y espero que
sea pronto. Has cambiado mucho desde que te conocí. Tu obsesión por mis tiempos
y por tratar de cambiar mis creencias no hizo más que nublarte la vista y creo
que será mejor que cada uno siga por su lado. Por mi parte decidí mudarme a la
casa de Damián, aunque no sé si hago bien en hacerlo. No quiero que te sientas
abandonado al contártelo y que eso precipitara las cosas, no sé si entendés a
qué me refiero. Aunque sí tendrás presente lo que ocurrió esa noche. No fue una
buena idea haber llegado hasta ese extremo. Si bien habíamos decidido que
nuestras discusiones llegaran a un empate salomónico, creo que de ahí en más
las cosas empeoraron. Ya no había motivos para hablar de nada, solo de tus
sugerencias cada vez más incómodas. Percibía que cada vez te ponías más
violento y opresivo. Las palabras se convirtieron en conductas. No sé por qué
te digo todo esto y no me fui sin más, pero es que me agradaba tu compañía y
creí que lo nuestro podría haber sido el germen de una linda amistad. Vos
pretendías otra cosa y creo que es bueno que sepas que yo lo sabía. No hacía
falta que me lo demostraras explícitamente, lo percibía en tus ojos. No digo
que me podrías haber hecho daño al rechazarte pero nos equivocamos los dos al
seguir como si todo estuviera controlado. Había mucha tensión y empecé a sentir
un poco de miedo. Vos no vas a cambiar, yo tampoco y, en el medio, se estaba
formando una grieta que hubiera devorado a alguno de los dos. No quería que
fuera yo la que cayese por ella; puro instinto de supervivencia. No puedo
manejarme en la vida sin evaluar todas las cosas, sin razonarlas, sin verle la
lógica. No veía en nuestra relación más que una compañía que siempre parecía a
punto de estallar. Tus visiones al principio me resultaban curiosas, luego,
creo, se me presentaron como una advertencia. No es bueno vivir en un mundo que
se mueve solo por el instinto. No conmigo. Te deseo lo mejor y cuidate.
Cuando dejé de
leer la carta me dieron náuseas. Corrí al baño y me abalancé sobre el inodoro
sin resultado alguno. ¿A qué clase de sugerencias se refería? ¿A qué conductas?
Estaba desconcertado. No podía creer que ella hubiera estado asustada de mí,
pero, ¿podría haber sido verdad lo que vi antes de desmayarme? ¿Había
enloquecido y la estrangulé en mi propio dormitorio y sin ninguna razón? Eso
explicaría su temor.
Salí del baño y corrí
enloquecido hacia la habitación. Encendí la luz. Enceguecido por la resplandor
no la vi por ningún lado. La busqué por todas partes. Su cuerpo no estaba allí.
Nunca lo había estado. La cama estaba intacta y vacía. Recién en ese momento
caí en la cuenta de que la cena había sido una ilusión. Las copas de vino, las
empanadas, la música, las carpetas —eran mis carpetas— los libros —eran mis
libros— la mochila de lana tejida, su cuello amoratado, sus ojos vidriosos, su
cuerpo frío como el marfil… Lo único real era lo que todavía sujetaba en la
mano: una carta que me había escrito y que seguramente había introducido en una
de mis carpetas de trabajo sin que me diese cuenta; esa misma carpeta que aún
tenía en la mano pensando que era de ella, pero, ¿quién va un sábado a la noche
a una cena con carpetas de la facultad?
Miré con
angustia la puerta de entrada. En ese lugar la había visto abalanzarse sobre mí
y llorar desconsolada porque vino a despedirse y no se había atrevido a
decírmelo. No recordaba cuándo había sucedido eso, sí que la había hecho pasar
—no sabía que ésa iba a ser la última vez— y que la había consolado diciéndole
palabras agradables y yendo a buscarle un vaso de agua para aclararle la voz.
Supongo que esa habrá sido la ocasión en que deslizó la carta subrepticiamente
entre mis papeles.
Pasaron más de
tres meses desde este episodio que acabo de contar. No puedo reponerme a su
ausencia. Sigue apareciéndome antes de cada desmayo y siempre trato de sujetarla
aferrando con pasión —y algo de resentimiento — su cuello tierno y estilizado.
Quizás algún día
logre expulsarla definitivamente de mi mente y pueda seguir con mi rutina. Una
vida tranquila, la que vengo buscando desesperadamente desde hace mucho tiempo.
Me recuesto en
el sillón y disfruto una vez más de la lectura de los “Himnos de la noche”. De
fondo suena “Ondina” y la recuerdo a Melisa como si fuera la verdadera heroína
de la ópera de Hoffmann; aquella representación de la razón que conocí por
primera vez bajo una glacial lluvia de primavera. No, no va a ser fácil eliminarla.
Preferiría no hacerlo. Al menos de esta manera la tengo entre mis manos unos
pocos segundos antes de desbarrancarme hacia el abismo.
La mesa de
mármol dejó paso a una de roble albar. Es el único lugar en donde me siento todas
las tardes a esperarla. Los desmayos son impredecibles, pero cuando suceden sé
que va a estar al lado mío para acompañarme a la oscuridad. De esa manera no me
siento tan solo.
En el centro y
dentro de un cofre de caoba resguardo, del polvo y de las telarañas que
empezaron a invadir todos los rincones de la casa, un mechón de su pelo. Aunque
no recuerdo cómo pude conseguirlo, cada tanto lo humedezco para evocarla tal como
la vi por primera vez: temblorosa y empapada con agua de lluvia.
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