Recuerdo el día exacto
en que sucedió. Fue un lunes veintiuno de junio. No viene al caso decir de qué
año, sí puedo decir que era un día glacial. De esos en que la temperatura no
sube más allá de los dos grados bajo cero; la línea de mercurio congelada y los
cristales de las ventanas totalmente empañados. La casa estaba ausente de
ruidos desde hacía tres días. El invierno había llegado con ráfagas de viento
helado; esas ráfagas que arrancan aullidos de lobos cuando pasan a través de
los cables y que parecen intensificarse por las noches. Los mismos ruidos que
no me dejaban dormir y que se superponían a los lamentos mortificantes de mi
abuela que yo suponía casi centenaria.
Mi abuela fue internada
un lunes y falleció un viernes. No había consuelo para mi madre, a pesar de que
Tonia, como la llamábamos familiarmente, tenía más de ochenta años y padecía
Alzheimer.
Ese lunes, la casa fría,
y un poco más vacía, abrió sus puertas a tres moscas que aparecieron de la
nada. Imposible pensar en ellas en invierno y menos estando a solo una cuadra
de la costa del mar en donde nada permanece quieto por más de cinco minutos. La
arena pesada de la playa, el iodo de la espuma, el rocío de las crestas, todo
se dispersa violentamente perdiéndose en un horizonte fantasmagórico, pero
adentro de la casa tres moscas revoloteaban con total indiferencia y se posaban
tranquilas sobre una foto de mi abuela a los veinte años. La cara sonriente, vivaz,
como siempre lo había sido, pero absolutamente salvaje e irracional con los
insectos. En los meses de verano la casa se convertía en un bunker con
trincheras de cebos para cucarachas hechos con cebolla picada, harina y polvo
bórico, bicarbonato de sodio con azúcar para las hormigas y tierra de diatomeas
para los escarabajos playeros. Los principios de mes, creo que cuando mi abuela
cobraba su jubilación, la casa parecía flotar en una nube tóxica de permetrina para
aniquilar avispas, mosquitos y toda clase de arañas y alacranes. Ni las vaquitas
de San Antonio, que a mí me parecían tan simpáticas, se salvaban de las garras
venenosas de mi abuela. Yo no tenía la menor idea de las consecuencias de esas
mezclas alquímicas que Tonia realizaba casi en secreto y luego desperdigaba por
todas las hendijas posibles. Luego, al enterarme, me horroricé al saber que lo
que hacía mi abuela con insólito deleite era darle granos de polenta seca a las
hormigas para que sus cuerpecitos negros estallaran y tierra de diatomeas, unas
algas fósiles abrasivas, que cortaban como navajas la boca y la garganta de los
escarabajos y cascarudos. No tuve ánimos de seguir averiguando más sobre su
arsenal químico.
Como dije antes, recuerdo
el día exacto en que empezó la colonización: al tercer día de la muerte de
Tonia, la tarde tiritaba de lluvia, mi madre dormía en su habitación y tres
moscas ingresaron desde un exterior helado. Se posaron sobre los cabellos
blancos de la fotografía de mi abuela y caminaron por sus mejillas y su cuello como
solicitando una tregua a una persecución que venía desde lejos; un armisticio,
ahora que la persona que tanto las había hostigado en vida había desaparecido
de sus ojos facetados. Las espanté varias veces con mis revistas de historietas
y siempre volvían y acariciaban el vidrio del cuadro con sus patitas negras.
Parecían contentas de poder ver esa cara sonriente tan de cerca; ellas que
siempre habían huido a velocidades exorbitantes con solo intuir su sombra
recortada sobre las paredes.
Mi abuela tenía un gato
y un perro y desde su muerte los únicos ruidos que se oían eran los lamentos de
Sancho, el perro y los arañazos al sillón de Tomás, el gato. Pensé en mi abuela
y su legado: un perro, un gato y tres moscas felices de poder revolotear a sus
anchas por todos los ambientes, ahora, libre de venenos.
La casa se vendió a
principios de la primavera, cuando las abejas empiezan explorar el territorio para
un futuro asentamiento y, de alguna manera, la casa de la playa se transformó
en el escondite perfecto para sus panales y, debo decir, para todos aquellos
seres que no superasen el tamaño de un botón de nácar.
Precisamente mi abuela
tenía cientos de esos botones en latas oxidadas de galletitas Ortiz y cada
tanto los sacaba para acomodarlos por colores y tamaños. Luego de tan laboriosa
tarea —estoy hablando de cientos—, los volvía a poner todos juntos a la espera
de otra clasificación futura.
Luego de venderse, la
casa nunca fue habitada por seres humanos. Se convirtió en un faro ciego para
luciérnagas, arañas y moscas. Todos convivían en una frágil armonía, un
ecosistema que seguía siendo feroz, pero de forma natural y equilibrada. Hasta
que llegaron las termitas y acabaron con todo. De eso me enteré más tarde y me
llamó la atención que a nadie de la inmobiliaria le haya importado. Parecía que
un destino inexorable había caído sobre sus tejados y no había nada que hubiera
podido hacerse.
Ese lugar tan hermoso y
sólido que guardo en la memoria infantil —pasillos soleados, olor a bizcochuelo
de naranja— se fue desintegrando de a poco hasta quedar como el esqueleto de
una ballena varada, como una osamenta consumida. De grande pasé varias veces
por allí, pero nunca bajé del auto, y menos me animé a entrar. Parecía que,
vista desde lejos, sus cimientos hormigueaban, sus cuartos derruidos zumbaban
y, cada tanto, los chispazos fríos de las luciérnagas invadían el altillo —que había
sido mi habitación hasta los doce años— con una luz espectral. Era una
sensación enfermiza e irreal. De la casa solo había quedado en pie un montón de
tablones blancos de sal, algunos cristales esmerilados por el viento arenoso y
un susurro que provenía desde sus entrañas secas.
Al cumplirse un nuevo
aniversario de la muerte de Tonia, acompañé a mi madre al cementerio. Quise
pasar por una de las florerías que se arremolinaban en los márgenes de sus
muros ultrajados por grafitis políticos. A mi abuela le gustaban los geranios
—al menos eso siempre creí—, pero en esos lugares solo venden claveles, calas coloreadas
artificialmente y margaritas. No te preocupes, me dijo mi madre, yo le llevo flores.
Quedé desconcertado porque desde que habíamos salido de casa, ella solo llevaba
una pequeña cartera de cuero negro en una mano y un rosario amarillento en la
otra. No dije nada y pasamos de largo por el puesto de flores y sus perfumes
siempre tan profundos y pesados. Cuando llegamos a la tumba, mi madre abrió la
cartera, sacó un frasco de vidrio lleno de un polvo blanco, lo desparramó
alrededor de la cruz y luego, ya vacío, le colocó adentro un apretujado ramillete
de flores de plástico que tenía adentro del bolsillo de su sacón de lana. Se agachó
con lentitud y apoyó el frasco en la superficie granulada de la lápida. Tu
abuela odiaba los insectos, me dijo a modo de explicación, no le gustaría ver a
ninguna abeja o mosca dando vueltas sobre ella. Me pareció una idea
descabellada aunque con cierta lógica. Yo había sido testigo temeroso de su
cruzada con los bichos voladores. Aparté de mi cabeza con violencia la idea de
ver a mi abuela enterrada y rodeada de insectos. Aunque, después de tanto
tiempo, la peor parte ya había pasado. Ahora debía estar radiante con sus
huesos lustrosos y su vestido adornado con gran parte de los cientos de botones
de nácar que mi abuela había pedido, en uno de sus desvaríos, llevarse a la
tumba para seguir ordenándolos por colores en el lugar que se encuentra más
allá de las nubes.
Ayudé a mi madre a
levantarse y noté sus ojos húmedos. Creo que me lo merezco, me dijo
sacudiéndose la tierra inexistente del vestido. No te entiendo, le dije
llevándola por un camino de cipreses. Las veces que le traje flores, continuó,
tu abuela se me aparecía en sueños. Con un dedo acusador me decía que alejara
esos bichos de su cara. Al principio no entendí, pero ahora sé lo que me quería
decir, y me acordé que una vez le había prometido que nunca iba a permitir que
ningún insecto la molestara, claro que ya tenía setenta y nueve años y el
Alzheimer la hacía delirar, pero nada de agua para mosquitos y alimento para hormigas.
Mi recuerdo para ella serán solo flores de plástico.
Ella hablaba y yo
escuchaba. Hacía mucho tiempo que no manteníamos una conversación tan larga
sobre su madre, mi abuela. Siguió con su monólogo varios minutos más y luego yo
le conté los recuerdos que aún mantenía de la infancia. Omití, por vergüenza y compasión,
la ausencia premeditada de mi padre. Mi abuela había agonizado durante una
semana antes de irse. Mi padre lo hizo de un día para el otro, con toda su ropa
a cuestas y dando un portazo cerca de las doce de la noche, cuando yo todavía
estaba leyendo en la cama una de las tantas revistas deshojadas que tenía
apiladas al lado de la mesa de luz, alguna D’artagnan o, quizás, El Tony. Nunca
más pude leer esas revistas sin que se me estrujara el corazón con un golpe.
Ese golpe de medianoche. Ella me escuchaba mirándome a los ojos, agarrándome
del brazo, caminando a lado mío como viejos camaradas de una vida que pasaba
volando; como las moscas de Tonia.
No volví a tener una
charla tan profunda con mi madre. Las urgencias de todos los días nos fue
distanciando. Me casé, tuve una hija y mi madre siempre estuvo presente, pero a
la distancia, como implorando, con cada día que pasaba, el papel de hija que
había perdido.
Mi hija adora a su
abuela, pero no logra hacerla participar de sus juegos e inquietudes. Un día me
dijo con ese tono tan inocente y falto de moralina que tiene los chicos a los
cuatro años: cuando se muera la abuelita la voy a llenar de flores. Me quedé
pasmado por semejante argumentación. Podés dárselas ahora, le dije. Ahora no, hizo
un trompa con la boca y siguió diciéndome, me mira con cara mala y me dice que
las flores son feas y que están llenas de bichos. No supe que decir. ¿Cuándo se
va a morir la abuelita?, me preguntó y yo quedé mudo.
Desde ese día no volvió
a tocar más el tema. Seguí acompañando a mi madre al cementerio para que
siguiera adornando con flores nuevas de plástico la laja de granito de su
madre. Así como su nieta no volvió a tocar más el tema de las flores reales,
las saturadas de polen y fragancias, su abuela no volvió a hablarme más de
insectos voladores. Un pacto invisible que me hizo acordar a ese gélido veintiuno
de junio, en el que tres estandartes alados percibieron que la guerra había
terminado. El territorio —su territorio— sería tomado a la brevedad. Por suerte
abandonamos la casa antes, o quizás, hubo un pacto secreto entre ellos y mi
abuela. Tuvieron la delicadeza de esperar a que nos fuéramos. Esas tres moscas
se habían comunicado con Tonia a través del vidrio opaco de un portarretrato en
el que se la veía sonriente, vivaz e implacable. Aún desde el más allá.
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