martes, 24 de mayo de 2016

LA ARGENTINA FANTÁSTICA


Hay varios mundos, varias Argentinas,
varios futuros que nos esperan;
en uno u otro desembocaremos de pronto.
Adolfo Bioy Casares
                          
                                                                          



Es curioso que Jorge Luis Borges, el escritor más importante de nuestra literatura, haya abrevado en el género fantástico como parte medular de su obra narrativa. No solo escribió, sino que también teorizó y defendió, siempre que tuvo la oportunidad de hacerlo, su importancia y trascendencia. Es curioso porque el género fantástico (al igual que el policial, el de terror o el de ciencia ficción) es considerado por la llamada “alta literatura” como un género menor, una especie de literatura de entretenimiento.  Por eso cuando Borges recibió el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores por su libro de cuentos Ficciones dijo: “Me alegra que el Premio de Honor sea para una obra fantástica; hay quienes juzgan que la literatura fantástica es un género lateral. Sé que es el más antiguo, sé que bajo cualquier latitud, la cosmogonía y la mitología son anteriores a la novela de costumbres, al realismo. Sueños, símbolos e imágenes atraviesan el día; un desorden de mundos imaginarios convergen sin cesar en el mundo”, y como para desterrar toda concepción reduccionista del género aseveró: “Al contrario de lo que se cree el poder alucinante que éste ejerce en el lector lo obliga a meterse en los niveles más profundos de la realidad y no así una mera literatura realista”.
En estas afirmaciones concordaba con otro gran escritor, que también trató de desmarcarse de la rigidez del término realista. En el célebre postfacio a la novela Lolita, Vladimir Nabokov expuso una tesis que se tornó tan famosa y glosada como la novela misma: “La realidad es una palabra que no significa nada sin comillas”, concepto que no solo postulaba la fecunda autosuficiencia de la ficción sino que ponía en duda todo aquello que se conoce, a falta de mejor palabra, bajo el rótulo de “realidad”.

En Introducción a la Literatura Fantástica, el teórico ruso Tzvetan Todorov señala que la gran presencia del relato sobrenatural en el siglo XX es Kafka, en cuya narrativa los acontecimientos extraños se tornan naturales porque: “su mundo entero obedece a una lógica onírica, cuando no de pesadilla, que ya nada tiene que ver con lo real” y cita a Sartre para quien el objeto fantástico en la obra del autor de La Metamorfosis y El Castillo es el hombre normal.
Esta cita de Todorov es muy reveladora por la gran influencia que tuvo Kafka en Borges y en la narrativa argentina en general. Haciendo un poco de historia de nuestra literatura podemos remontarnos al sistema literario reputado como nacional, pero básicamente porteño, de los años treinta. Sería un grupo de escritores de vanguardia (conocido como el Grupo de Florida) el que se propondría “reinventar” la literatura fantástica cruzando las tradiciones de la literatura oriental más clásica (Las 1001 Noches); los textos de escritores de lengua inglesa del siglo XIX (Henry James, Joseph Conrad, H. G. Wells, Stevenson, etc.), las versiones alegóricas del absurdo (Franz Kafka) y la línea gótica y siniestra que había llegado a Estados Unidos de la mano de Hoffmann o Jacobs (Edgar A. Poe). De todos los países hispanoamericanos nuestro país es el que tiene el caudal mayor de obras de índole fantástica y esa fusión de diferentes autores fue la que se amalgamó creando una nueva concepción del género, netamente original.
Incluso hay algunos teóricos, como el escritor y periodista Blas Matamoro que escribió en su libro Lecturas Americanas que “paralelamente a la producción de textos fantásticos, hubo en esa época una corriente ensayística —Scalabrini Ortiz, Martínez Estrada, Eduardo Mallea— que insistían sobre otro tipo de fantasma: la identidad nacional argentina. Se la buscaba fuera de la historia, en el mito, la esencia, el pasado muerto que vuelve como espectro. La Argentina de estos escritores tiene algo fantasmal”.
Si bien Borges es uno de los pilares en donde se asienta la literatura argentina (“El Aleph”, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “Las ruinas circulares”, etc.) puede considerarse a Leopoldo Lugones como uno de los pioneros de la literatura fantástica. En su libro Las fuerzas extrañas los fantasmas modernos integran el mundo sobrenatural en una realidad intangible por la ciencia y que solo puede ser percibida por el arte. Puede decirse entonces que Lugones tuvo el coraje de arremeter, de alguna manera, contra la previsibilidad del realismo, precepto que luego tomó Borges. Pero Borges fue más allá al decir que la narrativa contemporánea estaba atada a una incapacidad para contar historias “interesantes”. De esta manera surgieron historias ya clásicas de nuestra literatura como “El número cuatro” de Guillermo Estrella o “El teléfono” de Augusto Delfino, incluidas en todas las antologías del cuento fantástico publicadas en nuestro país.

Adolfo Bioy Casares es otro autor ineludible. No podemos dejar de nombrar las novelas La invención de Morel en el cual el autor anticipaba en medio siglo (fue escrita en 1940) la aparición de la realidad virtual y los cuentos “El perjurio de la nieve” y “El calamar opta por su tinta”, entre tantos otros.
Hay muchos ejemplos en nuestra literatura en el que este tipo de narraciones alcanzan un grado inigualable de originalidad. Podemos enumerar las apariciones fantasmales en gran parte de la narrativa de Silvina Ocampo; el cuento “Sombras suele vestir”, de José Bianco; “La última niebla”, de María Luisa Bombal; o “La que recordaba”, de Manuel Mujica Láinez.
Esta época dorada de la literatura fantástica no podría estar completa sin Julio Cortázar quien utilizó al género fantástico como columna vertebral de su obra. La renovación de Cortázar consistió en haber estirado los límites de los universos más familiares y triviales para que, imperceptiblemente, ingrese lo extraordinario e inquietante en la vida cotidiana. Puede citarse: “Casa Tomada”, “Continuidad de los parques”, “El río”; “Retorno de la noche”, “Carta de una señorita en París”, “Las puertas del cielo”, “La puerta condenada”, etc.

Podemos seguir nombrando a muchos otros autores consagrados. Algunos se volcaron concienzudamente sobre el género, otros no pudieron resistirse al encanto misterioso e impredecible que les proporcionaba este tipo de narraciones y dejaron su impronta, a veces explícita o implícitamente en muchas de sus páginas. 
El caso más ilustrativo es el de Roberto Arlt. Adolfo Prieto, decano de la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad de Rosario, escribe en su libro La fantasía y lo fantástico en Roberto Arlt, que aunque parezca extravagante analizar su obra desde el punto de vista del género fantástico, basta releer sus cuentos, sin la presión del realismo crudo de El juguete rabioso, para empezar a admitir que por debajo o junto a la indiscutible voluntad de realismo, Arlt alimentaba una fuerte tendencia a manifestarse en aquello en donde la fantasía juega alucinantes contrapuntos con la experiencia de lo real. Nombra, a modo de ejemplo, una serie de cuentos publicados en el libro El cazador de gorilas: “El cazador de orquídeas”, “Odio desde otra vida” y “Los hombres fieras”.

Ernesto Sábato es otro ejemplo en el que su prosa realista (o existencialista) opaca de alguna manera su universo fantástico. En Sobre héroes y tumbas —más precisamente en ese cuento aislado e independiente de la novela que es “Informe sobre ciegos”— lo fantástico se encuentra en la imaginación exacerbada del protagonista al creer en una supuesta conspiración de los ciegos para conquistar el mundo. Vlady Kocianich, otra autora contemporánea de Borges, hace su aporte con su novela La Octava maravilla, una historia fantástica, extrañísima y apasionante; Anderson Imbert y su cuento “El leve Pedro” o Marco Denevi y su relato, basado en otro relato fantástico: “No meter la pata con la pata de mono”, completan esta larga tradición literaria.
También podemos mencionar a autores tan disímiles entre sí como Horacio Quiroga  Rodolfo Wilcox o Abelardo Castillo, en donde la incertidumbre de lo impredecible puede ocurrir en cualquier momento: la muerte en Horacio Quiroga (“El almohadón de plumas”) lo mórbido en Wilcock (“Los donguis”) o la angustia a lo desconocido en Abelardo Castillo (“La casa del largo pasillo”).
Luego de tantos nombres ilustres y trayectorias indiscutibles cabría preguntarse: ¿Cómo se encuentra el género fantástico en la actualidad? ¿Será, cómo se dijo alguna vez, una especie de capricho contemporáneo o todavía goza de buena salud?
Volviendo a Borges, que dijo: “al contrario de lo que se piensa, las novelas realistas empezaron a elaborarse a principios del siglo XIX, en tanto que todos las literaturas comenzaron con relatos fantásticos”, veremos que eso se cumple en la narrativa actual argentina, en el sentido de una tradición que permanece a pesar de las corrientes coyunturales (periodísticas, políticas, históricas, económicas) y que se erige como la regla y no como la excepción. Tal es el caso de muchos narradores de la actualidad.

Violeta Gorodischer es una joven escritora que con su primera novela Los años que vive un gato, plantea una historia en el que el fantástico está a punto de irrumpir en escena en cualquier momento, como si la novela realista fuese un mecanismo a punto de quebrarse, como las relaciones humanas, como la familia. Gustavo Nielsen, por su parte, desarrolla en La fe ciega, una serie de cuentos que poseen algunos rasgos en donde lo espectral y lo cotidiano se funden. Mariana Enríquez, una cultora del género del terror, también incursiona en el fantástico en donde los fantasmas son sombras que deambulan con tranquilidad en el imaginario de las ciudades como maldiciones suburbanas, ejemplo de ello se encuentran en sus cuentos: “El desentierro de Angelita”, “El carrito” o “La Virgen de La Tosquera”. Otro autor con una trayectoria un poco más larga, es Rodrigo Fresán, que en su libro El fondo del cielo logra un clima de vacilación en el lector, clima que es todo un símbolo en el género fantástico. Samantha Sweblin publicó dos libros de cuentos fantásticos: El núcleo del disturbio y Pájaros en la boca. En sus relatos nada es lo que parece; lo cotidiano, de pronto, se tiñe de extrañeza. Podemos nombrar también a Daniel Guebel y su novela El Caso Voynich en el cual narra la historia de un pergamino escrito en un lenguaje totalmente desconocido, hallado en el siglo XVI. Guebel construye una historia extraordinaria y excesiva, combinación imposible de ficción y realidad, donde la peripecia se transfigura en una operación mística y los misterios se vuelven un recurso de la inteligencia. Otro de los nuevos narradores es el de Pedro Mairal; en su libro El año del desierto describe un país (el nuestro) en el que el tiempo empieza a retroceder en forma acelerada hasta llegar al momento en que nuestro territorio era, como dice el título, un desierto.
Hasta aquí una somera visión de una corriente que forma parte de nuestro basamento literario. Un género que estuvo presente en nuestro país desde las primeras décadas del siglo pasado (con sus mitos y supersticiones) hasta entrado el siglo XXI (una época en la que cabría preguntarse si lo fantástico todavía puede inquietarnos). Podemos deducir, entonces, que la tradición fantástica permanece. Una gran cantidad de autores noveles lo demuestran con sus cuentos y novelas. Al parecer la advertencia de Lovecraft: “Nunca des vuelta una esquina pegado a la pared, alguien puede estar acechando del otro lado”, es material suficiente para seguir escribiendo cuentos fantásticos.


Artículo aparecido en DOSIER Número 3, revista cultural del Instituto Superior de Letras “Eduardo Mallea”, en agosto del 2013.

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