jueves, 22 de diciembre de 2011

ARTEMIO

-Hagamos una cosa.
-Estoy apurado, ¿qué?
-¡Eso! Hagamos una cosa…
Artemio levantó las manos, (antes había ahuecado las palmas como si estuviera acariciando una esfera invisible) y empezó a bajarlas despacio. Con los ojos cerrados me dijo.
-¿Ves? Es así.
El aire dentro de sus manos, enfrentadas como paréntesis empezó a temblar, empezó a opacarse. Ya no era una atmósfera límpida y cristalina, como lo es todo a nuestro alrededor, sino que cobró corporeidad, y no sólo eso, ese tembladeral que iba de palma a palma se empezó a teñirse de un color ámbar.
 De pronto, en medio del cuarto en donde estábamos, apareció una columna deliciosamente translúcida, con ribetes y trazos tornasolados. Una columna que parecía ser el brote psicodélico de las manos de mi amigo.
Abrió los ojos y me miró satisfecho. Se le dibujó una sonrisa, una mueca de complicidad. Yo estaba totalmente azorado. Pensé en un truco. Mi amigo Artemio, un gran prestidigitador de las moléculas del aire. Cuando separó las manos el efecto se deshizo, quedando un sutil perfume a zumo de algún cítrico que no reconocí.
-¿Cómo hiciste eso?
-No, no hice eso, hice una cosa. Ahora si querés ver eso, mirá.
Esta vez se agachó en cuclillas y apoyó las manos sobre el piso embaldosado de negro. Después de unos segundos empezó a levantarse manteniendo las palmas de sus manos mirando hacia abajo. A medida que tomaban distancia del suelo una sustancia amorfa, oscura y granulada parecía desprenderse de sus manos llegando a las baldosas, como si toda esa materia ominosa hubiera estado dentro de él. Siempre con los ojos cerrados me dijo.
-Eso es esto. Esto y eso es lo mismo, solo difiere en una letra, y en la distancia, claro.
En ese momento me di cuenta que en el otro ángulo del cuarto, cerca de la ventana, se estaba formando la misma nube ominosa y globular que Artemio estaba despidiendo de su propio ser. Cuando mi amigo estuvo totalmente de pie volvió a separar las manos y eso y esto desaparecieron.
No me atreví a abrir la boca por temor a que vuelva a realizar alguno de sus trucos baratos a costa de una palabra mía.
-¿Qué te parece?
No pude evitar responder, casi como una costumbre social y automática.
-Es increíble.
-No, estás equivocado. Increíble es…
Y ocurrió lo que me temía. Se dispuso a crear lo increíble. Esta vez utilizó todo el cuerpo. Se acostó boca arriba, con los brazos extendidos y las piernas juntas, como un Jesucristo tumbado sobre cuadrados negros. Cerró los brazos y abrió las piernas y, en medio de las piernas y en el espacio que quedó detrás de los brazos cerrados, apareció una lámina iridiscente, parecida a una crosta de caramelo duro (no se me ocurre otra analogía) veteada de rojo y blanco con franjas negras. Cuando volvió a abrir los brazos y cerrar las piernas el efecto desapareció en un crujido de celofán arrugado. Artemio se levantó de un salto y me miró esperando algún comentario.
Miré la hora como para excusarme por la tardanza que me estaba provocando, lo saludé dándole la mano, no sin cierta aprehensión, y me dirigí a la puerta.
-¿No me vas a decir nada?
Casi caigo en la trampa. Abrí la puerta y cuando estaba por salir, no resistí decirle algo, total, me dije, ya me estaba yendo.
-Te felicito, la próxima vez decime cómo lo hacés.
-No creés en nada de lo que viste, ¿verdad?
-¿Qué cosa?
-Que la magia está en tu cuerpo. Vos también lo podés lograr.
-No veo cómo.
-¿Ah, lo querés ver? Mirá.
Cuando se dispuso a transfigurar un cómo, cerré la puerta y me fui. Percibí, a medida que me alejaba, un resplandor detrás de mí. No me di vuelta. Supuse que había trastocado las leyes de la física hasta lo indecible y no tuve curiosidad de ver que pasaba con él. Tenía una cita importantísima, impostergable, de ella dependía mi cordura emocional, laboral y económica.
Artemio es capaz de cualquier artilugio para evitar que yo sea un tipo con los pies sobre la tierra.

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