miércoles, 28 de diciembre de 2011

EL PLANETA PROHIBIDO

La noticia me cae como una bomba. La empresa en donde trabajo desde hace más de 15 años presentó quiebra. QUIEBRA  escucho y literalmente se me quiebra el presente, y el futuro. El pasado quedó, de repente,  tan lejos que parece el de otra persona. De pronto el imaginarme comprando los suplementos culturales de los sábados, o entrando en las librerías de viejo y encontrar (y comprar) algún libro interesante (y barato) para leer en los viajes en colectivo que me lleva al trabajo al que no voy a ir más (porque quebró) me parecen un reflejo de algo que desaparece, que está desapareciendo en este preciso momento. Se desvanece como los planes que venía haciendo para seguir pagando (para dejar de pagar algún día) tarjetas y créditos eternos.
Es así. Se abre un mundo de incertidumbre. Y el pasado vuelve para seguir torturándome.
Mes a mes, con lapicera en mano, realizaba las cuentas de cuánto tenía que pagar por mes. Esto incluía: tarjetas de crédito, impuestos, abono de celulares, créditos, internet, cable, pasaje, etc., etc., etc., y comida, claro, y libros, cada tanto, y revistas cada quince días. Estos últimos ítems no los contabilizaba en los gastos mensuales. Pertenecían al reino de lo indispensable, como el aire. Pero el aire es gratis y los materiales de lectura o algún que otro clásico en dvd, que aparecían como ofertas, eran los que me descalabraban todo el presupuesto.
Así llegaba a la conclusión, escrita, que el sueldo que ganaba (porque no lo voy a ganar más) no me alcanzaba para pagar todo lo que tenía que pagar. Entonces marcaba lo que dejaba para el otro mes, que tendría sus implacables intereses y pagar lo que podía. Terminada la operación, me tranquilizaba al saber que todo seguía más o menos igual. Trabajaba para pagar intereses monstruosos, planes de pagos que eran producto de otros planes de pagos, tarjetas que hacía años que no utilizaba porque estaban precisamente dentro de esos planes de pagos, y así se iba todo el sueldo.
Pero estaba tranquilo de poder sobrevivir un mes más ante tamaña aberración del sinsentido. El status quo se mantenía incólume.
De ahora en más pienso en no atender más el teléfono. No quiero escuchar más lo que sigue.

-¿Con el seño Fulano de Tal?
-Sí, él habla.
-Buen día señor Fulano de Tal, lo llamamos de la tarjeta X por un atraso en su resumen…

Así todos los meses. Me llamaban, así en plural, y está bien utilizado el impersonal porque ese “lo llamamos” abarcaba no solo a la operadora que ponía la voz sino a todo el entramado bancario al que representaba. Un conjunto de anónimos que poseían menos alma que una picadora de carne.

-Sí, ya lo sé.
-¿Usted podría informarme si el día Y va a pagar el saldo mínimo, señor Fulano de Tal?
-Sí, anotá que ese día pago el saldo mínimo.
.Perfecto. Dejamos asentado que el día Y usted va a estar abonando el pago mínimo de un total de XX.
-Está bien.
-¡Que tenga un buen día señor Fulano de Tal!
Corte.

Así todos los meses (¿ya lo dije?), y pagaba el saldo mínimo y los demás saldos mínimos, y las cuotas con intereses que no había pagado el mes anterior.
Pero estaba tranquilo de cobrar un sueldo que desaparecía en los cajeros automáticos, en los autoservicios bancarios y en las ventanillas de las empresas privadas de cobro. Una locura total. Pero todo eso se terminó, y no porque haya recibido una herencia y me puse al día con todas las cuentas atrasadas. Se acabó porque la empresa quebró, y si quebró no voy a cobrar más un sueldo, y sin sueldo se rompe la cadena de pagos; la pesada cadena que llevo años sosteniéndola en mi cuello y que nunca logré sacármela. Hasta ahora. Tendría que estar feliz, ¿no?
Luego de la noticia del quiebre (en todo sentido) llego a mi casa totalmente y absolutamente deprimido. Sí, ya sé, utilizar dos circunstanciales de modo tan juntos es un pleonasmo o lo que se dice una pobreza de lenguaje, pero yo transcribo mis pensamientos, y en los pensamientos, por lo menos en los míos, no existen las reglas gramaticales. Además es así como me siento: totalmente y absolutamente deprimido.
Pongo el último dvd que compré y que pagué con culpa y en efectivo y me tiro en el sillón a verlo. Trato de despejarme un poco y creo que “El Mundo Desconocido” de Wilcox con un Leslie Nielsen (el de “La Pistola Desnuda”) tan jovencísimo que es irreconocible, es una buena opción y me deslumbra otra vez. Una producción de Disney que hizo de esta película de clase B una de clase A. Aquí los efectos especiales son majestuosos y la trama inteligente. Debo decir que el vestido tan corto que lleva Altaira, la hija de Morbius, el científico loco, todavía me subyuga. Como será de provocador que hasta el capitán Adams (como los chicles) le sugiere, luego que toda la tripulación entra en estado de enamoramiento (excitación sería la palabra correcta, pero es una película para chicos) que cambie el vestuario. Estas visiones, y las de las puertas poligonales por donde pasaban los krel (antiguos moradores de ese planeta vacío ahora estudiado por Morbius) me hicieron olvidar mi ingreso en el mundo de los desocupados.
Leo la fecha técnica para saber de quién es el guión de la película y me sorprendo: William Shakespeare. Veo a Wells, Verne y Orwel como meros aprendices al lado de lo que el dramaturgo inglés creara en la Edad Media.
Sigo leyendo: adaptación libre de Cyril Hume, Irving Block y Allen Adler (como los quesitos) de la obra de teatro “La Tempestad”, y ahora empiezo a descubrir las analogías. Un poco rebuscadas, por cierto, pero me doy cuenta de que no podía haber elegido mejor película para que estuviera acorde con mi estado de ánimo. “La Tempestad” en clave de ciencia-ficción. La tempestad que acababa de caer sólo un par de horas antes sobre mí.
Vuelvo a la cruda realidad. Atrás quedó el deseo de ver a Morbius, con todo el tiempo del mundo para estudiar una cultura nueva; una especie de antropólogo, lingüista, escritor, sociólogo, en donde no existe la preocupación por el dinero. Todo lo que necesita lo fabrica Roby, el robot por él creado. Desde un suculento almuerzo hasta la ropa y los medicamentos. El paraíso de Milton hecho realidad. Pienso en eso y caigo en el terrenal planeta Tierra. Pongo a hervir agua y me siento a la mesa. Tomo papel y lápiz, como hacía todos los fines de mes pasados, y empiezo a anotar. Pero esta vez no son números los que anoto sino que trazo una línea recta a lo largo de la hoja de papel y encabezo cada mitad con las palabras Positivo y Negativo, como si estuviera en medio de una corriente eléctrica. Las subrayo, las miro, suspiro, la pava empieza a suspirar conmigo y me siento en el Planeta Prohibido, versión “neoliberal” de William Shakespeare.

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