miércoles, 3 de septiembre de 2014

LA SOMBRA DEL MISTERIO

Sami fue lo más real de ese viaje imaginario, a pesar de habernos dejado una postal de un lugar que no existe y una carta falsa de despedida. Sin embargo, y por absurdo que parezca, fue lo más real de esa travesía a ningún lugar que experimentamos ese día sábado. Nosotros habíamos hecho lo mismo: inventamos lugares, una carta de despedida y un itinerario trazado en un mapa como disparador para nuestra imaginación. Solo que Sami apareció de dos maneras extrañas en nuestra vida real: a través de una postal entregada en tus propias manos (¿te acordás de su rostro, de su mirada?) y una carta cerrada y escrita con su letra que llegó hasta mí de pura casualidad.
Una desconsolada carta de despedida y una postal que describía un lugar de fantasía, fueron sus dos ofrendas. Es como si ella, al haberte dado su postal, sabía que ambas cosas, su tarjeta y su carta, se iban a ir juntas. Por eso te la dio sin conocerte, sabía que una fuerza misteriosa iba a depositar su otro testimonio —la carta de despedida— en mis manos. Fue entonces que sus dos textos fueron mecidos por la marea de lo inexplicable y se depositaron como hojas otoñales en nuestras palmas. 
De eso hablamos en Le Pain Quotidien, después de salir del ciclo de escritura creativa del Rojas, de un vuelo que nos había llevado hasta lo alto de un cielo despejado y despojado de realidad y nos hizo aterrizar en pleno edificio del Centro Cultural de la Avenida Corrientes.
La idea era provocativa: ser partícipes de una experiencia de escritura llamada “Bosquejos”, es decir la exposición de una idea, el primer diseño de un proyecto. Imaginar un viaje, escribir en un cuaderno Gloria de tapas blandas lo que se nos viniera en mente —de acuerdo a consignas dichas en voz alta por los promotores del evento—, escribir una carta de despedida del lugar en donde estaríamos antes de iniciar el viaje y dejarla en manos de los coordinadores. Ellos se harían cargo de repartirla azarosamente entre la treintena de personas que concurrimos para dar rienda suelta a nuestra creatividad.
Por último, escribir una postal de aquel lugar adonde habíamos llegado con la imaginación.
Vos te imaginaste y me escribiste desde una playa infinita, con un mar sin fondo y sembrado de palabras que esperaban ser descubiertas. Fantaseaste que era de noche, que estabas en la playa, al borde de un océano nocturno. “En esta noche llena de estrellas sostengo un libro en las manos pero no puedo leerlo. El ruido del mar me desconcentra y, a la vez, me anuncia que vendrá una misteriosa criatura traída por la lluvia”. Eso decías en la postal que gentilmente me diste desde un lugar cercano —estabas al lado mío— pero que en realidad se suponía que tendrías que haberla enviado desde kilómetros y kilómetros de distancia. Esa misteriosa criatura, ¿sería Sami?
A su vez yo te había escrito mi postal desde un lugar tropical, mientras miraba los torrentes mágicos de agua, y el sol que aparecía y desaparecía en una selva esmeralda..
Horas después, en la mesa del restaurante, leo la carta de despedida de Sami en voz alta para que escuches. “Tanto me había costado encontrarte y ahora decidí dejarte”. Así empieza. Y uno se pregunta si ella se refiere a su querida casa, como dice al principio, o a otra cosa. “Siempre te voy a recordar porque el pasado no se vuelca como un vaso y desaparece” sigue más adelante. Y más adelante todavía: “Te pido perdón por todos los días que te quise tirar por la ventana, pero el amor es así”. Claro, uno a veces quiere tirar la casa por la ventana, no así a las personas, eso creo yo, eso creés vos. La carta está dirigida a una casa, su casa. Y se pregunta: “¿Es ridículo escribir a una casa?”. Y tanto vos como yo estamos de acuerdo en que no es nada ridículo, más aún cuando aprendimos que todas las cosas tienen un aura, ¿cómo no lo iba a tener una casa? Y de eso sabía mucho Mujica Láinez. Para él todos los objetos exhalan suspiros que hay que saber escuchar. Y una casa tiene cientos de ellos; un huracán calmo y silencioso que nos despeina sin que nos demos cuenta.
Y sigue diciendo Sami: “Que pena no poder ser una tortuga y llevar la casa conmigo”. Y luego nos anuncia, de manera dramática, su escepticismo y su pérdida: “No hay más futuro para mí acá. Nunca creí en el Paraíso. Mi vida es una bolsa de ropa sucia”.
Sami se despidió con dolor de una casa imaginaria y yo leí, leímos, su sentimiento de derrota al dejarla. “Chau casa, ya no sos más mía”, se despide al final.
No nos molestaban los chirridos de mesas y sillas corriéndose del bar, ni las voces que tapaban todo como una cortina de ruido blanco. Nos interesaba la historia de Sami que había caído misteriosamente en nuestras manos. Nuestra amiga real e imaginaria dejó su casa, nos dejó una carta, nos dejó una postal y desapareció entre las miles de personas que deambulan por toda la ciudad. Pienso que aunque se nos apareciese en ese preciso momento, al lado nuestro, en una mesa contigua de Le Pain, no la reconoceríamos, por lo menos yo.
¿Nos cruzaremos algún día con ella? ¿Ella se acordará, si se presenta esa oportunidad, de que nos dejó una carta y una postal firmada con su nombre? ¿Habrá dejado su casa finalmente?

Terminamos de comer la tabla oriental y de tomar la cerveza Patagonia y salimos de Le Pain Quotidien. Afuera estaba helando. Las sombras de los edificios apagaban las veredas haciéndolas más frías y desangeladas. Caminamos enfrentando el viento polar. Vos con tu gorro de lana marrón, yo, como podía. Nos sumergimos adentro del auto. El viaje de vuelta no era imaginario, era real. La Avenida Libertador era real. El Monumento a los españoles era real. Vos eras real, al igual que yo. Sami ¿lo era? En algún punto del espacio, sí. En la memoria también. Pero se esfumaba en la carta doblada en dos que llevaba conmigo y en una postal, con la silueta de Sudamérica, que llevabas contigo. 
En esos retazos de papel no era Sami, era un bosquejo que solo puede vivir en nuestra imaginación como una sombra misteriosa.


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