“Todo terminó con agua
de lluvia”. Una lluvia inesperada, impensable, que iba y venía, amagando con despedirse
o quedarse. Parecía estar a la expectativa, acechando desde un cielo blanco de
luces céntricas, esperando que salgamos a enfrentarla, a desafiarla.
Cada tanto
parecía dar una tregua para luego volver, de hecho lo hizo en el preciso
momento en que pusimos un pie en la vereda del Bar Iberia, en plena Avenida de
Mayo. “La Esquina que siempre fue historia”, dice el slogan en tipografía eduardiana
que se disemina por todas las mesas en servilletas de papel.
Pero tendríamos que retroceder
unas cuantas horas antes de llegar a ese aguacero de sábado por la noche que
nos empapó con una suavidad extraña. Retroceder un día, irnos hasta el día viernes
con su poemario español que viene semanalmente de la mano de una romántica de
las letras.
Habíamos empezado el
viernes a la tarde con la poesía de la península ibérica y terminamos el sábado
a la noche en un sitio que tiene el nombre de su línea aérea de bandera.
¿Casualidad? A esta altura, ya no creo en casualidades sino en causalidades.
Como te dije antes,
empezamos este itinerario el día viernes, sentados a la mesa que corre paralela
a la calle Virrey Arredondo — ¿sabías que el Virrey de la Corona Española fue
el que empedró gran parte de las calles de Buenos Aires?— con un intercambio particular:
unas hojas impresas de Petrarca, de Manrique, de Calderón de la Barca y de
Garcilaso por unos bombones Ferrero Rocher envueltos en papel metalizado. Al no
funcionar mi impresora, te había pedido que me las imprimieras a cambio de unos
bombones. Oro por oro, te había dicho, y así fue. Siglo de Oro por bombones dorados.
Un trato justo y, diría, deslumbrante.
Con la llegada de
Adriana aparecieron sobre la mesa los términos como Locus Amoenus, las
pastorales y las égoglas. Y nos enteramos de que no existen égoglas felices,
que las pastorales pecaban de artificiales y que el Locus Amoneus es el lugar
ameno e ideal de la naturaleza. No sé si el Café Van Gogh tiene algo de naturaleza
en su decoración, pero sí es un lugar ameno. Creo que a partir de las clases de
los viernes se convirtió en nuestro Locus Amoenus en pleno corazón de Belgrano.
Para Adriana, para vos y para mí.
Después de escuchar a
Calderón de la Barca y sus famosos versos: “¿Qué es la vida? Un frenesí ¿Qué es
la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que
toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”, hicimos tiempo para ir en
busca de otra ficción, de otra ilusión y de otras sombras en una pantalla de
tela blanca en donde nos reclinaríamos a ver un frenesí de imágenes violentas.
Porque eso es lo que pensábamos antes de ir al cine: estar dispuestos a
presenciar seis relatos salvajes. ¿La ley de la selva? ¿La explosión de una
violencia oculta por haber sido excluidos del Locus Amoenus?, porque, en
definitiva es eso: descubrir en esos relatos salvajes la catarsis llevada al
extremo como una purificación emocional y violenta. Todos podemos reaccionar mal
si nos sacan de nuestro círculo ameno de confort, de comodidad, de
previsibilidad. Les pasó a todos los personajes de la película. Los sacaron a
la fuerza de su lugar ameno. Reaccionaron. Así les fue. Terminaron como los
héroes de las tragedias griegas: lastimados, magullados, humillados, incluso
muertos. Justamente lo que decía Ovidio en Las Metamorfosis. Para él el Locus
Amoneus no era el Edén concebido por un Dios compasivo para sus criaturas
inocentes y virginales, y en esto Szifrón parece coincidir con el poeta romano,
sino todo lo contrario, era el terreno en donde se producen las agresiones más
violentas. Eso es lo que suponíamos. Eso es lo que vimos minutos después, claro
que luego de cambiar de cine porque en el Multiplex, nuestro primer intento, había
una cola de media cuadra para sacar entradas. Por eso optamos por el Arteplex.
Cambiamos el Multi por el Arte. Una buena decisión. Siempre es bueno apostar
por el arte. Y apostamos a ese cambio de prefijo con otra espera que matizamos
con cerveza rubia. Habíamos empezado con el color dorado, así que estábamos en
la buena senda. A las diez y diez nos sumergimos en una sala ocupada a medias.
Insólito si pensamos que los otros complejos, que distaban solo una quince
cuadras de distancia, deberían estar llenos. Al parecer Belgrano termina en
Juramento y Mendoza.
Vimos la película.
Padecimos con los sufrimientos de los actores. Nos horrorizamos con algunas
escenas truculentas y nos reímos con otras totalmente delirantes. “Nos ahogamos
en el destello de sus imágenes, por momentos las creemos reales, ellas brotan
como el delirio causado por una fiebre incurable”. Esto es parte de la poesía
que ibas a recitar un día después, pero no nos adelantemos a los hechos.
En fin, Relatos
Salvajes se va a convertir en la película del año con justa razón. Muestra el
lado oculto del ser humano, tan íntimo y tan ajeno. Es una montaña rusa en
donde casi siempre estás cayendo. Pura adrenalina, lejos del lugar ameno de
Garcilaso de la Vega en donde “el sol tiende los rayos de su lumbre por montes
y por valles, despertando las aves y animales y la gente” y cerca del
terrorífico escenario de Ovidio.
Ahora bien, después de
las doce de la noche del día viernes, ya era sábado. Un día muy especial. Un día de lectura en el lejano oeste
de la provincia, otro Locus Amoenus, aunque en este caso estaría más cerca del
de Shakespeare, aquel que está en los límites, el misterioso, el femenino, el
que aparece en “Sueños de una Noche de Verano”.
Al final de la tarde
del día sábado nos esperaba Haedo, casi al final de la avenida más larga del
mundo. Y nos esperaba Yatay, una librería con el nombre de la batalla de la
Triple Alianza o, si no queremos apelar a la violencia —ya habíamos visto
demasiada en la película de Szifrón—, el nombre de una palmera gigante que
crece en Entre Ríos y Uruguay, de hecho es la silueta que acompaña el nombre de
la librería.
Te esperaba una tarde
de lectura. Tus poemas estaban a flor de labios. Elegiste cuatro que podrían
resumirse así —y en el orden que habías elegido—: DESEO el VÉRTIGO en LA MIRADA
y en los LATIDOS. Cuatro poemas. El quinto no estaba en los planes, se
incorporó a último momento y mejor así porque no logro hacerlo entrar en la
frase anterior, produce DIVERGENCIAS en la oración. No sé si deseabas el vértigo,
pero algo de eso habrás sentido antes de encaminarte hacia los micrófonos que
te esperaban altivos con su presencia intimidante. Quizás hayas pensado en algunos frases de tu poesía: "Trato de inventar mi camino mientras avanzo, de idear cada piedra debajo de mis pisadas".
Llegamos antes de
tiempo a pesar de ser un viaje largo. Avenida Cabildo, Puente Saavedra, Avenida
General Paz, Liniers y Avenida Rivadavia hasta Haedo, partido de Morón.
Desfilaron el Dot a nuestra izquierda, los tanques abandonados de San Martín a
nuestra derecha, Villa Urquiza a nuestra izquierda —¿o debo decir el
laberinto?—, y toda la línea férrea a nuestra izquierda que nos acompañó
durante la mitad del viaje en una visión omnipresente. Al llegar, había transcurrido
media hora del comienzo pautado a las 17. Nos encontramos con María, Mirtha y
los mates de Nuria. Había tiempo de ver las joyas literarias que la directora
de la revista Qu, había preparado en el primer piso. Ediciones del 40, del 50,
incluso de principios de siglo XX. Flaubert, Croce, Dumas y un largo etcétera
estaban a la venta. Te gustó un libro de Flaubert, a mí me gustó el título de
un capítulo de Croce: “La sombra del Misterio”. Que buen título para un cuento,
te comenté. Bajamos. Esperamos. Esperaste. Y llegó tu hora. No en el sentido
drástico que uno quiera imponerle a dicha sentencia sino en el opuesto, el de
liberar tu arte en medio de anaqueles con libros de Lope de Vega, Milan
Kundera, Roberto Arlt y Herman Hesse.
Y te luciste. Con toda
la poesía del Siglo de Oro y los Rocher dorados en tu mochila, brillaste como
un sol inca. Y lograste el aura del que habla Benjamin. El aura que poseen
todas las piezas artísticas. Porque lo tuyo fue arte. Arte oral como lo fue al
principio de los tiempos, cuando las historias venían en formato sonoro. Solo
faltaba una fogata y unos bisontes coloreados en ocres y rojos en las paredes. Arte
aurático que se dispersó en la atmósfera de Yatay, y que corrió como sangre aurífera
por todo el largo de la Avenida Rivadavia.
Luego de semejante
transfusión de plasma poético teníamos que volver. Retroceder hasta el
principio, es decir desde donde empecé esta crónica. Hasta el Bar Iberia, “La
Esquina que siempre fue historia”. Creo que de alguna manera estas pequeñas historias
nuestras ya son parte de la gran historia humana, por lo que una vez adentro de
ese bar, y con ese slogan tan particular, estaríamos construyendo una historia
enmarcada. Cajas chinas. Mamushkas rusas, pero dejemos China y Rusia de lado.
Estamos en Iberia. Un nombre ya conocido por los griegos. No precisamente por
su flota aérea sino porque así llamaban a la península en los días en que
España era Hispania. Casualmente estábamos en Avenida de Mayo y Salta, la
esquina de la Hispanidad.
Terminamos el día escuchando
temas de Manuel Moreira y su banda de músicos en un ambiente muy al estilo del
Locus Amoenus del Van Gogh.
“Todo terminó con agua
de lluvia”. Así empecé esta historia. Así termina.
Al salir, luego de una
pausa celestialmente planificada, empezó a llover de nuevo. Nos mojamos, no
mucho, pero sí lo suficiente como para sospechar que no fue una lluvia cualquiera.
Había algo de bendición en esa dulzura con olor a nube, algo de corolario
perfecto para una jornada perfecta que duró más de veinticuatro horas. Una lluvia poética. Un
bálsamo para saber que estábamos vivos y que todo lo que pasó fue real. Toda la vida es sueño, dijo Calderón de la Barca. También dijo que los
sueños, sueños son.
La lluvia vino a despejarnos
esa duda. Nada de eso fue un sueño. Fue la vida misma. ¿O acaso en un sueño
podemos sentir la piel húmeda?
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