sábado, 23 de agosto de 2014

FLAMENCO EN LA BELLE ÉPOQUE

Fueron tres actos. Tres actos separados por espacios de tiempo tan importantes como los actos en sí. El espacio que medió entre la poesía y la gastronomía y el espacio que hubo entre el Restaurant La Belle Époque y el Espacio Colette en el Paseo La Plaza. Fue una rara mezcla entre la Ciudad Luz y la mediterránea Andalucía. Entre una bella época en donde proliferaron los cafés parisinos, los boulevards floridos y las galerías de arte —muy parecido al ambiente sinuoso y arbolado en donde nos sentamos a cenar— y la cuna de Manuel de Falla. 
“La pluma y lengua, respondiendo a coros, quiere al cielo espléndido subiros, donde están los espíritus más puros; que entre tales riquezas y tesoros, mis lágrimas, mis versos, mis suspiros, de olvido y tiempo vivirán seguros”. Eso nos dijo Lope de Vega en el Café Van Gogh a través de su pluma y su lengua silenciosa, interpretada por nuestra santa cruz, es decir, Adriana. Nos los dijo Lope de Vega en un ambiente con nombre de un pintor francés. Van Gogh, junto a Colette, fueron habitantes de la Belle Époque, de ese espacio explosivo de estéticas que estuvo también presente entre nosotros antes y durante la cena. 
Los actos fueron españoles. Los espacios, entre uno y otro, fueron franceses. Nosotros, seguramente con algo de sangre ibérica en las venas, podemos ser descendientes, aunque sea cultural, tanto de uno como de otro. 
El primer acto fue el de las letras, con la poesía de Federico García Lorca y Lope de Vega, con sus romances sobre la levedad de la vida y la idea del amor eterno, con el rocío quemándose en la encendida rosa y las ofrendas a una tal Lucinda de un alma, un corazón y una vida. Viernes de poesía barroca en un café de nombre francés; nuestro primer acto. Y entre éste y el segundo nos sentamos, horas después, en el Restaurante La Belle Époque en el Paseo La Plaza. Un lugar circular con mesas iluminadas con pequeñas velas en globos de vidrio, un par de árboles frutales a tus espaldas y un suelo adoquinado en donde apoyaste tu mochila llena de libros. No miramos demasiado tiempo el menú, elegiste una comida típicamente española: rabas. No podía ser de otra manera, después de escuchar los Romances de Lorca y esperando ver un espectáculo de baile flamenco, se sobreentendía que nuestra cena tendría que ser unas tapas que bien podíamos estar saboreando en las riberas del Mediterráneo. 
Las rabas vinieron cómodas y relajadas en un colchón de lechuga. La cerveza no fue Heineken sino Stella. Pasamos de Francia al País Vasco, eso sí, sin dejar de estar sentados en la tierra y en la época de Van Gogh y de Colette. Como siempre, hablamos de todo un poco, mientras detrás de mí una pareja merendaba  capuchinos a las nueve de la noche. Cada tanto soplaba una leve brisa templada, ¿sería del océano? Y recuerdo que eso fue lo que te propuse a modo de paseo: que después de las rabas podríamos ir a caminar por la orilla del mar, por la arena espejada de luna, solo que a escasos metros de donde estábamos se encontraba la Avenida Corrientes. No parecíamos turistas como en San Telmo, parecíamos veraneantes en alguna costa lejana. ¿Del Mar Mediterráneo que baña a Francia, o a España? ¿Del Océano Atlántico que besa a Francia, o a España? No me imaginaba a nuestro Atlántico que muerde con su salmuera la terrosa dulzura del Río de la Plata, había demasiadas señales galas y españolas alrededor. 
Y llegó el tiempo de dejar atrás La Belle Époque, de abandonar el segundo acto de calamares dorados en pos del siguiente intervalo. Como decía Lorca: “y las estrellas avanzan mientras los aires se van”, eso hicimos; avanzamos como las estrellas hacia el Espacio Colette, sublime escritora condecorada con La Legión de Honor y entusiasta lectora de Balzac, Proust y Flaubert. Allí, en las escaleras, nos detuvimos, a la espera de que los cortinados negros del teatro se abriesen. Y cuando lo hicimos, es decir, cuando dejamos atrás el segundo y último intervalo y llegamos al tercer acto, el del cante jondo y la música de Flandes, ya estábamos palpitando la sangre gitana. 
Una mesa circular nos detuvo a poca distancia de donde se iba a interpretar “Arriando el Sino”. Cuadros de ramas y hojas interrumpían el bordó de las paredes. El escenario, con un leve matiz oscuro, imponía su desnudez, su enigmática presencia. Un imprevisible tablado en donde, en pocos minutos más, sus listones de madera temblarían y absorberían el ruido de taconeos y castañuelas. Y de pronto, el Espacio Colette se transformó en un Café Cantante, esos sombríos locales nocturnos de una España antigua en donde se bebía, se cantaba y se acompañaba con palmas a las bailarinas de otras épocas; engalanadas con sus ropas ceñidas de colores explosivos como el violeta, el rojo o el turquesa, sus abanicos de encaje y sus compañeros de riguroso traje negro, camisa blanca y zapatos borroneados por el movimiento.
Y fuimos viajeros en el tiempo y en el espacio. Pasamos de un país a otro, de un siglo a otro, de un murmullo a un estruendo, de un mirarse a un mirar, de un escucharse a un escuchar. Y todo fue adquiriendo consistencia de noche aterciopelada, de esas que son tan nuestras, tan perfectas, mejores que otras pasadas pero no de otras por venir. Y el flamenco se pegó a nuestra piel en forma de punteos de cuerdas españolas, de gargantas cascadas, de lamentos por un amor perdido, de arrebatos de sincera emoción; la misma que arrancaba aplausos y gritos desde una sala colmada de almas que por un momento, y como la nuestra, se tiñeron de amarillo y rojo. Veníamos del rojo, del blanco y del azul. Quizás lo mejor hubiera sido mezclarlos todos y volver impregnados con ese color insólito; o creernos habitantes de la Isla de los Faisanes, ese pequeño islote fluvial en donde Francia y España comparten su nacionalidad, sus banderas y sus idiomas. No tiene habitantes. Nosotros podríamos ser los primeros. Ni españoles, ni franceses. Nos podríamos convertir en los primeros colonos de dicho islote, para no entrar en crisis, para no marearnos con tantos colores primarios, para no elegir uno por sobre el otro. Los primeros habitantes en una zona casi inexistente. No te olvides que la isla de Utopía no existía más que en la imaginación de Tomás Moro. Nada hace suponer que no fuéramos capaces de inventar un nuevo país, un nuevo paño de colores, un nuevo lenguaje y una nueva manera de atesorar la vida. “Para vivir me basta desearos, para ser venturoso, conoceros”, dijo Lope de Vega hablando a un amor idealizado. Bien podríamos pensar nosotros, utilizando esas mismas palabras, en esos momentos impares que van apareciendo a nuestro alrededor como estrellas fugaces. 
Este fue uno de ellos, un retazo único en su unicidad, único en su originalidad, único en su significado. Único y exclusivo. Tan único y exclusivo como podríamos sentirnos al vivir en la Isla de Los Faisanes en donde no existe nada más que el deseo de algo ideal, distintivo y excepcional.

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