domingo, 17 de agosto de 2014

CARPE DIEM EN SAN TELMO

Tus ojos se abrieron asombrados cuando por detrás escuchaste —escuchamos— las primeras estrofas de Nostalgia. Cuando hiciste el ademán imperceptible para que prestara atención al tango de Enrique Cadícamo, la voz potente de la cantante, que había entrado al Bar La Poesía apelando a la buena voluntad de la gente, inundaba todos los recovecos de ese almacén de arrabal convertido en un lugar de encuentro en pleno Barrio de San Telmo. Llegamos hasta ahí, como de costumbre: plano de la ciudad de por medio, con un par de giros inesperados y algunas preguntas informativas. “Es gracioso, parecemos dos turistas en nuestra propia ciudad”, te dije cuando mirabas el ínfimo trazado de tu guía de calles a la luz de neón de un farol de la esquina. Y, de alguna manera, eso hace que nuestros paseos sean más interesantes. Nos movemos por lugares turísticos y nos mimetizamos con ellos, somos dos personas buscando un lugar en donde poder estar tranquilos para conversar y, a veces, se necesita un plano para hallarlos.
Mientras la mujer morena, apoyada en su bastón, desplegaba su: “quiero emborrachar mi corazón”, en nuestra mesa ya se había consumido parte de la Heineken, parte de las hamburguesas caseras de 300 gramos y parte de las papas fritas que no terminaban de enfriarse nunca. Era un tango triste de desconsuelo que no podía corroer la atmósfera que nos separaba del resto de los comensales; ese microclima que nos construimos y nos resguarda como si fuese una cúpula de luciente cristal.
No estábamos desconsolados, no estábamos angustiados, no estábamos tristes; al contrario, por lo que solo algunas frases de la mujer morena podrían tapizar nuestra mesa de madera como si fuese un mantel de malos recuerdos. “Quiero por los dos mi copa alzar” podría haber sido una de esas frases, exentas de sentido trágico, que nuestra amiga cantante podría habernos dedicado a nosotros. Pero vos y yo ya habíamos entrechocado los vasos y lo habíamos hecho por la poesía. Fue una noche de poesía.
Habíamos comenzado más temprano, en el Café Van Gogh, con la lectura de los poetas del Siglo de Oro español y terminamos en un bar acorde: La Poesía de San Telmo, con la intención de asistir a un homenaje al poeta González Tuñón. No fue posible. Cuando llegamos, el lugar estaba desbordado, por lo que, a pesar de haber estado en horario, tuvimos que dejarlo para otra ocasión. Por eso la cena en el espacio adyacente al Bar. Cambiamos a Tuñón por un par de hamburguesas con papas, pero como una cosa trae a la otra, el autor de La Rosa Blindada nos remitió a otras rosas. Y por eso podría agregar que nuestra noche no solo fue de poesía sino también de rosas, cuando nuestro itinerario comenzó a delinearse en el Van Gogh de Palermo, mientras estudiábamos, con nuestra profesora estrella, a los poetas barrocos y renacentistas. Su alusión al Carpe Diem, tan en boga en la época de Góngora, Quevedo y Garcilaso y su sentencia de  “aprovecha el día”, que  pregonaban a modo de súplica, nos provocó seguir en esa senda. ¿Los símbolos utilizados en sus sonetos? La Belleza Femenina y La Rosa.
“Aprovecha el día” significa también aprovecha el momento, el minuto, el segundo como lo hacíamos nosotros en ese lugar, cercano al Río de la Plata, en el que habíamos desembarcado ya entrada la noche.
Y como de rosas se trata, la segunda que se había develado en esa tarde precedente y crepuscular fue una rosa sanguínea como una herida mortal, en forma de pimpollos nacarados que florecía en el estómago de Juan, el protagonista de un cuento que tuve el privilegio de leerte entre las mesas de Palermo, cuando habíamos dejado al Siglo de Oro atrás, cuando habíamos vuelto al presente y nos pudimos trasladar, por obra y gracia de la imaginación, a los caminos desérticos de un lugar indeterminado en donde dos fugitivos, víctimas de un accidente en plena ruta, se declaraban su amor. No era ésta una rosa blindada como la de Tuñón, era una que se deshojaba en pétalos de sangre oscura y silenciosa; una flor efímera como la de Quevedo y Góngora; una floración que nacía y moría casi al mismo tiempo, matando a su huésped, matando al protagonista con espinas mortales, como las que mataron al ruiseñor de Oscar Wilde. Una rosa tan bella como mortal, tan viscosa y aterciopelada como el kétchup que te veo desparramar en tu plato.
Pero dejemos atrás a Juan y a Kitty desangrándose de amor en un cuento con final abierto. Volvamos a nuestro refugio poético. Volvamos a la voz grave de nuestra cantante morena que sigue entonando frases como ésta: “desde mi triste soledad veré caer las rosas muertas de mi juventud”. Y como todo siempre parece cerrar con la perfección de un cosmos divino, vuelve a aparecer el Carpe Diem y su “aprovecha el día”. Aprovecha la flor de la juventud, parece decir esa voz que se disemina entre los frascos antiguos, los adornos vidriados y tu pelo cada vez más incandescente y luminoso.
La cantante de tango se personifica por un instante en la lírica de Cadícamo; Cadícamo, alude indirectamente a la idea del Carpe Diem del Siglo de Oro español que, a su vez, remite a la Rosa Blindada de Tuñón y, por secreta y humilde analogía, a la rosa líquida de mi relato sobre Juan.
Por eso te digo que fue una noche de poesía y rosas. Rosas y poesía. Nada más apropiado.
Nos volvimos caminando por las angostas veredas de San Telmo, por la calle Defensa, brillante de adoquines, y con la pirámide de Mayo de un blanco luna recortada al fondo, como si fuese una postal escolar. No pudimos asistir al homenaje a Tuñón, pero creo que a él le hubiese emocionado saber que nos rodeamos de poesías y de rosas, de una secreta sed de sentirnos acompañados en un mundo tan poco renacentista, yo de vos, vos de mí y de percibir el brillo azulado del Fuego de San Telmo en el reflejo de uno en el otro como si fuésemos una rosa espejada.
Carpe Diem. Aprovecha el día. Lo dijo el poeta romano Horacio hace miles de años.

Y eso fue lo que hicimos.

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