Si hay algo que no puede sucedernos después de ver una película
de Darren Aronofsky es quedar indiferentes. Tales son las inquietantes propuestas,
en cuanto a trama y estética, que este director norteamericano propone película
tras película. Es así que Pi, el orden
del caos (1998), Réquiem para un
sueño (2000), La Fuente de la Vida
(2006) y El Cisne Negro (2010), por
nombrar solo algunas, provocaron, tras sus respectivos estrenos, una catarata
de aplausos y abucheos por igual. Hay quienes lo consideran un genio y los que
lo tildan de hacer psicologismo barato. Lo que sí está latente en todas sus
obras es la semilla de la obsesión. Una semilla que, una vez germinada, destruye
a sus propias criaturas sin contemplación alguna. En algunos casos logran redimirse,
en otros caen víctimas de su propio caos mental.
En el caso de ¡madre!, Aronofsky no deja la obsesión
de lado, pero le adiciona tantas lecturas posibles que esta manifestación
psicosomática adquiere tantas interpretaciones que escapan a una primera y
única visión. Algo así sucedía con La
Isla Siniestra (2010), de Martin Scorsese, cuando la última vuelta de
tuerca, al final de la película, daba pie para verla de nuevo, ya que todos los
detalles que nos habían pasado desapercibidos volvían a resignificarse.
¿Qué es lo que toma la protagonista cada vez que las cosas se desbordan? Bueno, en este caso no basta con ver la película una y otra vez, nunca lo sabremos si no apelamos a la intertextualidad y a lo que confesó su director a un medio de prensa. Todo está relacionado con un magnífico cuento de terror psicológico llamado El tapiz amarillo de Charlotte Perkins Gilman, en donde la protagonista va perdiendo la cordura dentro de una habitación empapelada de amarillo (color que para Kandinsky representa la violencia y lo insoportable). Es lo que le sucede a madre cada vez que las cosas se salen de control: acudir a esa especie de antídoto contra la locura. Y hay algo más, si vamos a la historia de Gilman, leemos en las primeras líneas del cuento algo de lo que sucede en el principio de la película de Aranofsky:
No es para nada habitual que personas corrientes como John y yo, alquilen casas antiguas para el verano. Una casona colonial, una mansión, incluso una casa encantada y llegar a la cima de la felicidad romántica. ¡Pero eso sería pedirle demasiado al destino! De todos modos diré con orgullo que hay algo extraño en ella. (...) pero me da igual: en esta casa hay algo raro. Lo siento.
Disfrazada de película
de terror gótico —una casa solitaria, largos pasillos, sótanos oscuros, pisos
que crujen, paredes que laten, manchas de sangre, es decir todos los tópicos propios
del género—, ¡madre! es mucho más que
eso. Si bien el terror se apodera de Jennifer Lawrence, y de nosotros como
espectadores, la historia está atiborrada de simbolismos y analogías que vale
la pena destacar.
Podemos dilucidar,
entre muchas lecturas posibles, tres viables:
Lo que sucede entre un
poeta que sufre una crisis de inspiración y su mujer en el papel de musa expectante
—que lo acompaña desde un amor incondicional hacia él y hacia la casa en donde
viven— cuando el deseo desesperado de su esposo por ser reconocido, hace trizas
la convivencia.
Una alegoría sobre el
génesis bíblico en donde se retrata al mismísimo Paraíso —de hecho hay una
secuencia en donde nombran así el lugar en donde viven— en donde ella (re) crea
la casa —incendiada en un pasado remoto— con pintura y arquitectura nueva, y que se va viendo amenazada por oscuras
fuerzas externas que van a desembocar en el Armagedón.
Y, por último un descarnado alegato en contra
de la destrucción del Medio Ambiente.
Parecerían tres
lecturas imposibles de compatibilizar en una sola película, pero hilando muy
fino vemos que en los tres casos está presente el concepto de la creación. Creación
literaria —el poeta como demiurgo de su propio mundo—; la creación divina —ella
como decoradora de un solitario Jardín del Edén— y la destrucción de la Naturaleza, es decir la
destrucción de la creación.
Los tres caminos están
abiertos. Está en cada uno de nosotros elegir cuál camino tomar, o, en su
defecto, transitar los tres a la vez. Esto es lo fascinante en las obras de
Aronofsky: su capacidad para incomodarnos con el recurso del metalenguaje, la
intertextualidad y el simbolismo puro y duro. De hecho hay un claro homenaje a
la película El bebé de Rosemary
(1968) de Roman Polanski, a quién admira, en cuanto al papel de los personajes. En los
dos casos una pareja siniestra irrumpe en la vida tranquila de los
protagonistas, pero con un cambio significativo entre una y otra. En la
película del director polaco, Mía Farrow engendraba al diablo, en ¡madre!, Jennifer
Lawrence da a luz al Mesías.
Sin entrar en muchos
detalles, la historia podría resumirse de la siguiente manera: la vida casi
perfecta de Jennifer Lawrence (madre) y Javier Bardem (Él) —en ningún momento se nombran—, se ve
trastocada por la aparición de un desconocido, Ed Harris en el papel de hombre, un doctor enfermo que es
hospedado sin el consentimiento de la dueña de casa. Al otro día aparece la esposa
del doctor, (Michelle Pfeiffer), en el papel de mujer, que invade el terreno virtuoso de la casa y se mete en
lugares indebidos. Es muy clara la analogía entre un Adán, que aparece primero en
el Paraíso y Eva, que viene después.
Una vez instalados en
el Edén, la fascinación que experimenta la mujer del doctor por una piedra que
atesora el marido de Jennifer (el fruto prohibido) es una perfecta analogía a
la manzana del pecado. Es ella quién lo arrastra al hombre para que contemple
ese diamante en bruto que a pesar de su supuesta dureza es tan frágil como la
misma casa en donde se asienta. A los pocos días entran en escena los hijos de
ambos que no serían otros que Caín y Abel. A partir de entonces todo se desvirtúa.
Empiezan a llegar de la nada decenas de personas que invaden y destruyen la
casa —la Naturaleza, el Paraíso— sin importar los ruegos de su dueña. No solo
la invaden sino que la vacían de alimentos, la despojan de muebles, se llevan
partes de ventanas y marcos de puertas como recuerdos. Es así que van destruyendo
todo a su paso, en un intento de demostrar hasta qué punto la Humanidad depreda
los recursos del lugar que los recibe sin importar las consecuencias.
En este punto la
película de Aranofsky entra en otro universo: el caótico, el desmesurado, el violento.
Solo el embarazo de madre, luego de que
los intrusos son echados por las súplicas a un marido que parece adorar a sus
huéspedes —siguiendo la lectura religiosa, no podía ser de otra manera ya que Él
sería nada menos que Dios y sus huéspedes no serían otra cosa que sus
creaciones—, logra imprimirle un poco de
sosiego al mundo idílico que alguna vez había sido. Pero es por poco tiempo.
La
llegada del hijo de Lawrence y Bardem impacta no solo a sus padres sino a los
seguidores del poeta que ven en su hijo un símbolo de adoración. Pero, claro,
las multitudes fanáticas convierten y subvierten la paz espiritual que habían
logrado y todo se trastoca. Luchas entre diferentes seguidores, represión por
parte de fuerzas de choque, muertes, fundamentalismos, campos de concentración,
rituales que rozan lo pagano. Todo este aquelarre de imágenes se despliega,
aunque parezca mentira, dentro de las paredes de lo que alguna vez fue la
morada de madre y Él, esa casa pacífica, llena de luz y sosiego, ubicada en
medio de una naturaleza todavía virgen.
No se puede adelantar más
sin caer en un laberinto del que costaría salir. Sí, se puede decir que la
tensión de angustia de un principio —una marcada primera parte que bien podría
responder al Antiguo Testamento— nos lleva a la segunda parte de la película y
nos sumerge en el desborde más crudo y surrealista, que bien podría remitir al Nuevo
Testamento, con liturgias, eucaristía, la muerte del Mesías y finalmente el Apocalipsis.
Ya no hay escapatoria. Asistimos, a través de los ojos de madre, como se va desmoronando, literal y metafóricamente, la casa,
la paz, el orden en medio de los fanatismos que como plagas van destrozando
todo a su paso.
Filmada en 16 mm, el
director de fotografía (Matthew Libatique) nos regala una visión oscura y
“granulada” de los primerísimos planos de Jennifer Lawrence. A modo de un revulsivo
documental —esa fue la idea al filmarla en un formato utilizado en las crónicas
periodísticas— el punto de vista de toda la película está centrado en lo que ve
la actriz, una memorable Jennifer Lawrence, que acrecienta —en las dos horas de
proyección— una sensación de claustrofobia, de tensión constante, de angustia
hasta en los momentos más calmos. La filmación, cámara en mano, propicia esa impresión.
Una película intensa, visceral,
desmesurada, que bien podría haberse llamado Génesis, con el aditamento de
algunas secuencias del más puro cine gore, y con un final que sorprende por su circularidad.
Un desenlace en el que el cosmos y el caos, aunque sean antagonistas, se
necesitan mutuamente.
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