domingo, 8 de octubre de 2017

"LA OCTAVA MARAVILLA" SUBRAYADA (VLADY KOCIANCICH)

Cuando del destino se trata, no hay otro modo de abordarlo que remar río atrás, corriente arriba, en búsqueda de una orilla reconocible de la que se pudiera haber partido.

Ahí estaba precisamente su mayor encanto, en el notable divorcio entre forma y contenido.

Más que cualquier sentimiento humano, el amor es una cosa del presente.

Para alguien que siempre ha dormido bien o tiene sueños agradables, despertarse en mitad de la noche sudando frío, pasando la otra mitad tratando de interpretar un sueño tan absurdo como aterrador, es un sufrimiento que puede cambiarle la vida.

En el gris de los ojos, por detrás de una corola de pétalos dorados, se alza una tenue luz que inunda progresivamente la mirada hasta convertirla en un único brillo de metal.

La desesperación estimula el ingenio.

Cuando uno trata de escribir sobre sí mismo, descubre que la emoción más honda convive con un montón de pavadas.

Su relación con los libros era la de una ciega que domina el alfabeto Braille pero ignora que las letras forman palabras, las palabras expresan conceptos. Le encantaba tocarlos cuando tenían la forma colorida y brillante de una edición costosa, pero el mundo que absorbía la yema de los dedos no lograba pasar el ángulo del codo.

En la vida de un hombre, que es muy corta no duele lo que se ha perdido. Duele la huella donde ha estado el pie.

Cuando dejaba el libro y salía del cuarto, creía pasar de un mundo a otro mundo, de la acción a la inercia. Y me faltaba un poco el aire, me pesaban las piernas, como si regresara de placeres sanguíneos, de carreras y pruebas que habían exigido toda la fuerza de mis músculos, la concentración de toda mi carne en el soporte de los huesos.

El jardín, como en unos minutos más lo haría mi cuarto, se había hundido ya en las profundidades de un azul metálico, desparejo, ese estertor del verde antes de morir en el negro y la noche.

El intento de posesión de algo tan delicado y precario como el alma de una persona es una acción abominable que tarde o temprano recibe su castigo.

Imaginaba el abandono como una muerte. No se me ocurrió que la vida suele tener más imaginación que uno, que siempre queda espacio para otros dolores.

El paraíso debe ser un lugar donde la gente lea las palabras que hay detrás de las palabras.

En el infierno, el diablo teje. Y uno va y lo busca, con tal de no estar solo, con tal de hablar con alguien.

Sabemos tan poco de este mundo. Muchas veces me pregunto qué absurda pero necesaria locura hace que nuestro paso por él esté tan lleno de confianza.

Si el miedo nace de la ignorancia, será como pelar una cebolla. Siempre se encuentra otra capa debajo.

Miré cómo resbalaba el sol por las columnas, en camino a la plazoleta y a la fuente allá abajo. Una mano hábil y silenciosa borraba sombra a sombra, azul a azul, volvía de oro un pez de mármol verde y ponía chispas en el agua que brotaba de una gran boca abierta, antes negra e inerte en la oscuridad.

Sentí el agobio de la soledad, como una estaca que clavan en el desierto. Sentí el horror de ser eso, la estaca hundiéndose en la arena, y la tentación de aceptarlo, de no luchar. Las ganas de quedarme para siempre en esa cama, en ese cuarto, mirando el cielo raso, ganas de abandonarme y dejar que me venciera la pura naturaleza física de la existencia, sin pasado, sin futuro, sin pensamiento ni memoria, hilándome rítmicamente en el vacío, como el copo de lana en una rueca.

Un día de verano en Buenos Aires me demuestra claramente que la solidez de las cosas no existe en la medida que la veo. Este cuarto, estas paredes y estos muebles, esta máquina de escribir, bajo la presión de un cielo nublado que empuja furiosamente el sol como el cocinero la tapa de la olla que se desborda, comparten conmigo una extraña vulnerabilidad. Salvando las distancias, la mesa y yo, conjuntos ordenados de electrones y de protones, sufrimos el mismo verano. Y no es consuelo para ningún hombre sospechar que este mundo que le parece tan compacto es como él, una criatura de vacío atravesada y sostenida por invisibles fuerzas en carrera, expuesta a todo, encerrada en su propia caja de tiempo.



Vlady Kociancich nació en Buenos Aires en 1941. Los viajes, el gusto por la literatura anglosajona y una particular visión de Buenos Aires han signado todos sus libros, que fueron traducidos a varios idiomas. Publicó las novelas La octava maravilla (1982), Últimos días de William Shakespeare (1984), Abisinia (1985), Los Bajos del Temor (1992, Premio Sigfrido Radaelli), El templo de las mujeres (1996, finalista del Premio Rómulo Gallegos), y los libros de cuentos Coraje (1971), Todos los caminos (1990, Premio Torrente Ballester, España) y Cuando leas esta carta (1998). En 1988 obtuvo el Premio Jorge Luis Borges, otorgado por el Fondo Nacional de las Artes. (Información de la solapa de la edición de Seix Barral – Biblioteca Breve).

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