Cuando del destino se
trata, no hay otro modo de abordarlo que remar río atrás, corriente arriba, en
búsqueda de una orilla reconocible de la que se pudiera haber partido.
Ahí estaba precisamente
su mayor encanto, en el notable divorcio entre forma y contenido.
Más que cualquier
sentimiento humano, el amor es una cosa del presente.
Para alguien que
siempre ha dormido bien o tiene sueños agradables, despertarse en mitad de la
noche sudando frío, pasando la otra mitad tratando de interpretar un sueño tan
absurdo como aterrador, es un sufrimiento que puede cambiarle la vida.
En el gris de los ojos,
por detrás de una corola de pétalos dorados, se alza una tenue luz que inunda progresivamente
la mirada hasta convertirla en un único brillo de metal.
La desesperación
estimula el ingenio.
Cuando uno trata de
escribir sobre sí mismo, descubre que la emoción más honda convive con un
montón de pavadas.
Su relación con los
libros era la de una ciega que domina el alfabeto Braille pero ignora que las
letras forman palabras, las palabras expresan conceptos. Le encantaba tocarlos
cuando tenían la forma colorida y brillante de una edición costosa, pero el
mundo que absorbía la yema de los dedos no lograba pasar el ángulo del codo.
En la vida de un
hombre, que es muy corta no duele lo que se ha perdido. Duele la huella donde
ha estado el pie.
Cuando dejaba el libro
y salía del cuarto, creía pasar de un mundo a otro mundo, de la acción a la
inercia. Y me faltaba un poco el aire, me pesaban las piernas, como si
regresara de placeres sanguíneos, de carreras y pruebas que habían exigido toda
la fuerza de mis músculos, la concentración de toda mi carne en el soporte de
los huesos.
El jardín, como en unos
minutos más lo haría mi cuarto, se había hundido ya en las profundidades de un
azul metálico, desparejo, ese estertor del verde antes de morir en el negro y
la noche.
El intento de posesión
de algo tan delicado y precario como el alma de una persona es una acción
abominable que tarde o temprano recibe su castigo.
Imaginaba el abandono
como una muerte. No se me ocurrió que la vida suele tener más imaginación que
uno, que siempre queda espacio para otros dolores.
El paraíso debe ser un
lugar donde la gente lea las palabras que hay detrás de las palabras.
En el infierno, el
diablo teje. Y uno va y lo busca, con tal de no estar solo, con tal de hablar
con alguien.
Sabemos tan poco de
este mundo. Muchas veces me pregunto qué absurda pero necesaria locura hace que
nuestro paso por él esté tan lleno de confianza.
Si el miedo nace de la
ignorancia, será como pelar una cebolla. Siempre se encuentra otra capa debajo.
Miré cómo resbalaba el
sol por las columnas, en camino a la plazoleta y a la fuente allá abajo. Una
mano hábil y silenciosa borraba sombra a sombra, azul a azul, volvía de oro un
pez de mármol verde y ponía chispas en el agua que brotaba de una gran boca
abierta, antes negra e inerte en la oscuridad.
Sentí el agobio de la
soledad, como una estaca que clavan en el desierto. Sentí el horror de ser eso,
la estaca hundiéndose en la arena, y la tentación de aceptarlo, de no luchar.
Las ganas de quedarme para siempre en esa cama, en ese cuarto, mirando el cielo
raso, ganas de abandonarme y dejar que me venciera la pura naturaleza física de
la existencia, sin pasado, sin futuro, sin pensamiento ni memoria, hilándome
rítmicamente en el vacío, como el copo de lana en una rueca.
Un día de verano en
Buenos Aires me demuestra claramente que la solidez de las cosas no existe en
la medida que la veo. Este cuarto, estas paredes y estos muebles, esta máquina
de escribir, bajo la presión de un cielo nublado que empuja furiosamente el sol
como el cocinero la tapa de la olla que se desborda, comparten conmigo una
extraña vulnerabilidad. Salvando las distancias, la mesa y yo, conjuntos
ordenados de electrones y de protones, sufrimos el mismo verano. Y no es
consuelo para ningún hombre sospechar que este mundo que le parece tan compacto
es como él, una criatura de vacío atravesada y sostenida por invisibles fuerzas
en carrera, expuesta a todo, encerrada en su propia caja de tiempo.
Vlady Kociancich nació
en Buenos Aires en 1941. Los viajes, el gusto por la literatura anglosajona y
una particular visión de Buenos Aires han signado todos sus libros, que fueron
traducidos a varios idiomas. Publicó las novelas La octava maravilla (1982), Últimos
días de William Shakespeare (1984), Abisinia
(1985), Los Bajos del Temor (1992,
Premio Sigfrido Radaelli), El templo de las
mujeres (1996, finalista del Premio Rómulo Gallegos), y los libros de
cuentos Coraje (1971), Todos los caminos (1990, Premio Torrente
Ballester, España) y Cuando leas esta
carta (1998). En 1988 obtuvo el Premio Jorge Luis Borges, otorgado por el
Fondo Nacional de las Artes. (Información de la solapa de la edición de Seix
Barral – Biblioteca Breve).
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