“El agua, cuna de la vida; plasma transparente que impregna
todo lo que toca. En cualquiera de sus tres estados es increíblemente versátil.
Como vapor martiriza la carne quemándola, como hielo también quema, pero de la
manera contraria. El líquido es el punto exacto: el del equilibrio, el que lubrica
los estragos de una piel reseca, el que calma la sed, el que purifica las
heridas, el que endulza las lágrimas”.
Agacho la cabeza y bajo el líquido cristal en movimiento,
veo tus pies quietos, como mármol
esculpido sorbiendo de esa agua que se balancea a nuestro alrededor en un mareo
pendular.
Tus pies juntos, uno al lado del otro, tocándose, con las
uñas de coral tan explosivas bajo ese tapiz transparente que parecen diez ojos
ígneos
El agua sube ahora por tus tobillos humectando tus piernas que
—desnudas, levemente separadas, estremecidas, tibias por la tibieza del agua fría
que calientas con tu piel— parecen dos tiernas exclamaciones. Piel caliente por
el arrobo que vaporiza las gotas heladas cuando te tocan. Del líquido al vapor.
No hay otro estado entre nosotros. Te beso el cuello y experimentas un cosquilleo de
escarcha. Es insólito, con tu piel tan abrasadoramente ruborizada insinúas que
mis labios te hacen tiritar. Un escalofrío que va desde la nuca hasta tus pies
sumergidos que permanecen quietos, para no romper el encanto, para no perder el
centro de gravedad, adhiriéndose a las piedras blancas como estrellas de mar.
Más arriba de tus pies, de tus piernas y de tu espalda, que
sostiene apenas el vestido transparentado, mantienes tu cuello erguido; un
cuello altivo en donde se arremolina una cabellera oscura que se te pega con el
pegamento de tu transpiración.
No quiero ver nada más que tus pies. Tan delicados, tan
tiernos, tan lascivos, tan femeninos.
Apoyo mi cabeza en tu nuca mientras arremeto con dulzura tu
oscuridad salobre. Los miro sumergidos. No se mueven. A pesar del vaivén, a
pesar del columpiarse de nuestros cuerpos, a pesar de mis manos que se aferran
a tu cintura y del murmullo ensordecedor del agua que llega y censura nuestros
propios gemidos, tus pies parecen muertos.
De pronto te abres. Tus pies se separan solo un poco, un
leve temblor. Y hacia abajo, en donde finalizan tus piernas, tus pies parecen ahora
dos islas sumergidas con diez ojos de rubí; dos arrecifes calcáreos debajo del
agua vaporosa; diez pupilas volcánicas que veo desde arriba. El agua sigue
llegando. Tus piernas cada vez más separadas. Y el placer húmedo nos envuelve,
nos aísla, nos hace flotar, nos ahoga.
Y ahora veo que no solo tus pies están sumergidos como el
Templo de Poseidón, sino que nosotros mismos nos inundamos con nuestra propia
esencia opalina, nuestra propia savia elástica.
Por detrás el océano rugiente viene a nuestro encuentro.
Nos ahogamos y no lo evitamos.
Hipnotizado sigo mirando tus uñas pintadas con el color
brillante de la sangre arterial, la que derrama, cada año, el cuello abierto
del toro sagrado entre los pilares del Templo de Atlas.
El éxtasis final nos devora cuando el agua llega para
arrasarlo todo. El fuego irrumpe por debajo del mar y colorea de granada tu
piel, que luego se vuelve pálida y helada. Todo tiembla. Todo se fractura.
Todas las arcadas y todos los laberintos de marfil se deslizan lentamente hacia
la oscuridad. Los siete círculos se hacen un solo vórtice. Tus ojos, tus senos,
tus pies colapsan entre burbujas calientes. La lava nos envuelve y la sentimos
nuestra, como un abrigo.
Mientras nos hundimos en un abismo de siglos dejamos, como
testigo irreverente de nuestra pasión salvaje, la furia descontrolada de Zeus,
que lanza sobre nosotros un mar embravecido para castigar nuestra carnalidad,
nuestra peligrosa elección de libertad.
Cuento publicado en Antología Contemporánea Sudamericana "Poetas Reptantes". Compilado por Alejandra Schnorr. Editorial Textos Intrusos (2016).
No hay comentarios:
Publicar un comentario