domingo, 29 de octubre de 2017

"AGOSTO" SUBRAYADO (ROMINA PAULA)



Hoy anduve un rato por tu casa, pero así, prácticamente desmelancolizada, sin tristeza ni humedad en los ojos anduve, entre tus cosas, revisando, mirando un poquito. Di con el cajón lleno de papelitos y cositas que tenés ahí, ese que tiene todo tipo de entradas de cine, invitaciones, cartitas, cositas, miles de cartitas mías, con boludeces, tantas boludeces por escrito, la reconstrucción de una historia de la estupidez, prácticamente, de la pavada, de la bobería. Y después cuadernos, todos empezados y nunca completados, con solo algunas cosas escritas, unas pocas, en una letra tensa. Eran pensamientos bajados frenéticamente, eso me pareció, que habían sido escritos en momentos de emoción, de arrebato, por la letra, porque era la tuya pero modificada, no como la del colegio, no como la de las cartas, llena de tachaduras, errores y arrepentimientos, volviendo sobre tus pasos, sobre tus palabras. Acá era todo de corrido, sin volver atrás, como si ni siquiera hubieses releído, por más errores que hubiera. Escribías sensaciones o sueños, no sé, cosas. Pero no era eso, no era lo que escribías lo que me sorprendió, incluso recordaba algunas de esas situaciones, supongo que me habías contado alguno de esos sueños. Lo raro es el tono, el cómo. Eso es lo raro. No hablabas así. Tampoco escribías así, no cuando le escribías a alguien, a mí por ejemplo. Son líneas llenas de angustia, de rabia, de odio casi, muy severas, con vos, con todo, pero sobre todo con vos. Tan severa con vos misma, madre mía, qué voluntad. Igual fue un hallazgo bastante feliz, quiero decir: estuvo bien. Te digo que primero me dio una extrañeza tremenda y angustia, de pensar que no te conocí realmente, aunque no, aunque eso sea una ridiculez también, porque vaya que te conocí, quién mejor que yo. Eso mismo fue lo que me gustó también, que hubiera cosas tuyas que yo no había llegado a conocer, eso me gustó, que no me hubieras dado todo, o mostrado, que hubiera cosas que te habías guardado para vos. Mirá que resultaste taimada.

Algo así como que quieren esparcir tus cenizas. Algo como que quieren esparcirte. 

Acá huele seco, a hierba, a hierbajo, a montaña y heno, huele a sur, un olor que apenas se deja percibir de tan seco que es, tan seco que casi impide la constitución, la posibilidad de un olor, de un aroma. Esta ausencia de humedad, esta succión, este frío, de verdad podrían llevarte a la locura, inducirte. La humedad, lo húmedo, hace que las cosas funcionen, se aglutinen, establezcan contacto. Con una larga exposición a estos fríos y a este seco, a estos fríos secos, las conexiones tarde o temprano dejan de funcionar y entonces te quiero ver con las centrales nerviosas, con los nervios, arreciados, con este desierto detrás de la frente.

Pulsión de muerte, eso me da, eso me dio siempre; pulsión de muerte. Algo así como un punto medio entre querer evitar y necesitar ir. Saber, escuchar, qué conviene/convendría retirarse y sin embargo no poder realmente, no poder evitarlo, e ir ir ir, como imantada, como imantada por algo.

Lo mismo que me atrae es lo que me deprime, ese es el dilema. Lo que me gusta me deprime, o me deprime lo que me gusta, no sé muy bien, no sé en qué orden.

¿Y vos?, me dijo entonces, quería saber en qué andaba yo, si estaba escribiendo, que muy poco le dije, que no tenía mucho tiempo en realidad, que el combo facultad-trabajo-novio no me dejaba mucho tiempo para mí. Y eso me hizo un poco de gracia, lo de tiempo para mí, si todas esas cosas, novio-estudio-trabajo, eran mías, eran yo, qué curioso que me refiriera, a todo, como cosas, como actividades que me alejaban o —por lo menos— distraían de mí misma. Me callé. Me quedó dando vueltas eso después. Tiempo para mí, qué habré querido decir con eso, a qué me habré referido exactamente con tiempo para mí.


Romina Paula nació en Buenos Aires, donde hizo sus estudios en teatro. Como escritora publicó las novelas ¿Vos me querés a mi? (Entropía, 2005), Agosto (Entropía, 2009) y Acá todavía (Entropía, 2016), y diversos cuentos en antologías. Como dramaturga y directora de teatro estrenó las obras Si te sigo, muero (basada en textos de Héctor Viel Temperley2005), El tiempo todo​ entero, Algo de ruido hace y Fauna.
También participó como actriz en numerosas películas argentinas como El estudiante (2011), Viola (2012), La princesa de Francia (2014) y El cielo del centauro (2015), entre otras.

miércoles, 18 de octubre de 2017

¡madre! - DARREN ARONOFSKY


Si hay algo que no  puede sucedernos después de ver una película de Darren Aronofsky es quedar indiferentes. Tales son las inquietantes propuestas, en cuanto a trama y estética, que este director norteamericano propone película tras película. Es así que Pi, el orden del caos (1998), Réquiem para un sueño (2000), La Fuente de la Vida (2006) y El Cisne Negro (2010), por nombrar solo algunas, provocaron, tras sus respectivos estrenos, una catarata de aplausos y abucheos por igual. Hay quienes lo consideran un genio y los que lo tildan de hacer psicologismo barato. Lo que sí está latente en todas sus obras es la semilla de la obsesión. Una semilla que, una vez germinada, destruye a sus propias criaturas sin contemplación alguna. En algunos casos logran redimirse, en otros caen víctimas de su propio caos mental.

En el caso de ¡madre!, Aronofsky no deja la obsesión de lado, pero le adiciona tantas lecturas posibles que esta manifestación psicosomática adquiere tantas interpretaciones que escapan a una primera y única visión. Algo así sucedía con La Isla Siniestra (2010), de Martin Scorsese, cuando la última vuelta de tuerca, al final de la película, daba pie para verla de nuevo, ya que todos los detalles que nos habían pasado desapercibidos volvían a resignificarse.

¿Qué es lo que toma la protagonista cada vez que las cosas se desbordan? Bueno, en este caso no basta con ver la película una y otra vez, nunca lo sabremos si no apelamos a la intertextualidad y a lo que confesó su director a un medio de prensa. Todo está relacionado con un magnífico cuento de terror psicológico llamado El tapiz amarillo de Charlotte Perkins Gilman, en donde la protagonista va perdiendo la cordura dentro de una habitación empapelada de amarillo (color que para Kandinsky representa la violencia y lo insoportable). Es lo que le sucede a madre cada vez que las cosas se salen de control: acudir a esa especie de antídoto contra la locura. Y hay algo más, si vamos a la historia de Gilman, leemos en las primeras líneas del cuento algo de lo que sucede en el principio de la película de Aranofsky: 

No es para nada habitual que personas corrientes como John y yo, alquilen casas antiguas para el verano. Una casona colonial, una mansión, incluso una casa encantada y llegar a la cima de la felicidad romántica. ¡Pero eso sería pedirle demasiado al destino! De todos modos diré con orgullo que hay algo extraño en ella. (...) pero me da igual: en esta casa hay algo raro. Lo siento. 

Disfrazada de película de terror gótico —una casa solitaria, largos pasillos, sótanos oscuros, pisos que crujen, paredes que laten, manchas de sangre, es decir todos los tópicos propios del género—, ¡madre! es mucho más que eso. Si bien el terror se apodera de Jennifer Lawrence, y de nosotros como espectadores, la historia está atiborrada de simbolismos y analogías que vale la pena destacar.

Podemos dilucidar, entre muchas lecturas posibles, tres viables:

Lo que sucede entre un poeta que sufre una crisis de inspiración y su mujer en el papel de musa expectante —que lo acompaña desde un amor incondicional hacia él y hacia la casa en donde viven— cuando el deseo desesperado de su esposo por ser reconocido, hace trizas la convivencia.

Una alegoría sobre el génesis bíblico en donde se retrata al mismísimo Paraíso —de hecho hay una secuencia en donde nombran así el lugar en donde viven— en donde ella (re) crea la casa —incendiada en un pasado remoto— con pintura y arquitectura nueva,  y que se va viendo amenazada por oscuras fuerzas externas que van a desembocar en el Armagedón.

Y, por último un descarnado alegato en contra de la destrucción del Medio Ambiente.

Parecerían tres lecturas imposibles de compatibilizar en una sola película, pero hilando muy fino vemos que en los tres casos está presente el concepto de la creación. Creación literaria —el poeta como demiurgo de su propio mundo—; la creación divina —ella como decoradora de un solitario Jardín del Edén— y  la destrucción de la Naturaleza, es decir la destrucción de la creación.

Los tres caminos están abiertos. Está en cada uno de nosotros elegir cuál camino tomar, o, en su defecto, transitar los tres a la vez. Esto es lo fascinante en las obras de Aronofsky: su capacidad para incomodarnos con el recurso del metalenguaje, la intertextualidad y el simbolismo puro y duro. De hecho hay un claro homenaje a la película El bebé de Rosemary (1968) de Roman Polanski, a quién admira,  en cuanto al papel de los personajes. En los dos casos una pareja siniestra irrumpe en la vida tranquila de los protagonistas, pero con un cambio significativo entre una y otra. En la película del director polaco, Mía Farrow engendraba al diablo, en ¡madre!, Jennifer Lawrence da a luz al Mesías.

Sin entrar en muchos detalles, la historia podría resumirse de la siguiente manera: la vida casi perfecta de Jennifer Lawrence (madre) y Javier Bardem (Él)  —en ningún momento se nombran—, se ve trastocada por la aparición de un desconocido, Ed Harris en el papel de hombre, un doctor enfermo que es hospedado sin el consentimiento de la dueña de casa. Al otro día aparece la esposa del doctor, (Michelle Pfeiffer), en el papel de mujer, que invade el terreno virtuoso de la casa y se mete en lugares indebidos. Es muy clara la analogía entre un Adán, que aparece primero en el Paraíso y Eva, que viene después.

Una vez instalados en el Edén, la fascinación que experimenta la mujer del doctor por una piedra que atesora el marido de Jennifer (el fruto prohibido) es una perfecta analogía a la manzana del pecado. Es ella quién lo arrastra al hombre para que contemple ese diamante en bruto que a pesar de su supuesta dureza es tan frágil como la misma casa en donde se asienta. A los pocos días entran en escena los hijos de ambos que no serían otros que Caín y Abel. A partir de entonces todo se desvirtúa. 
Empiezan a llegar de la nada decenas de personas que invaden y destruyen la casa —la Naturaleza, el Paraíso— sin importar los ruegos de su dueña. No solo la invaden sino que la vacían de alimentos, la despojan de muebles, se llevan partes de ventanas y marcos de puertas como recuerdos. Es así que van destruyendo todo a su paso, en un intento de demostrar hasta qué punto la Humanidad depreda los recursos del lugar que los recibe sin importar las consecuencias.

En este punto la película de Aranofsky entra en otro universo: el caótico, el desmesurado, el violento. Solo el embarazo de madre, luego de que los intrusos son echados por las súplicas a un marido que parece adorar a sus huéspedes —siguiendo la lectura religiosa, no podía ser de otra manera ya que Él sería nada menos que Dios y sus huéspedes no serían otra cosa que sus creaciones—,  logra imprimirle un poco de sosiego al mundo idílico que alguna vez había sido. Pero es por poco tiempo. 

La llegada del hijo de Lawrence y Bardem impacta no solo a sus padres sino a los seguidores del poeta que ven en su hijo un símbolo de adoración. Pero, claro, las multitudes fanáticas convierten y subvierten la paz espiritual que habían logrado y todo se trastoca. Luchas entre diferentes seguidores, represión por parte de fuerzas de choque, muertes, fundamentalismos, campos de concentración, rituales que rozan lo pagano. Todo este aquelarre de imágenes se despliega, aunque parezca mentira, dentro de las paredes de lo que alguna vez fue la morada de madre y Él, esa casa pacífica, llena de luz y sosiego, ubicada en medio de una naturaleza todavía virgen.

No se puede adelantar más sin caer en un laberinto del que costaría salir. Sí, se puede decir que la tensión de angustia de un principio —una marcada primera parte que bien podría responder al Antiguo Testamento— nos lleva a la segunda parte de la película y nos sumerge en el desborde más crudo y surrealista, que bien podría remitir al Nuevo Testamento, con liturgias, eucaristía, la muerte del Mesías y finalmente el Apocalipsis. Ya no hay escapatoria. Asistimos, a través de los ojos de madre, como se va desmoronando, literal y metafóricamente, la casa, la paz, el orden en medio de los fanatismos que como plagas van destrozando todo a su paso.

Filmada en 16 mm, el director de fotografía (Matthew Libatique) nos regala una visión oscura y “granulada” de los primerísimos planos de Jennifer Lawrence. A modo de un revulsivo documental —esa fue la idea al filmarla en un formato utilizado en las crónicas periodísticas— el punto de vista de toda la película está centrado en lo que ve la actriz, una memorable Jennifer Lawrence, que acrecienta —en las dos horas de proyección— una sensación de claustrofobia, de tensión constante, de angustia hasta en los momentos más calmos. La filmación, cámara en mano, propicia esa impresión.



Una película intensa, visceral, desmesurada, que bien podría haberse llamado Génesis, con el aditamento de algunas secuencias del más puro cine gore, y con un final que sorprende por su circularidad. Un desenlace en el que el cosmos y el caos, aunque sean antagonistas, se necesitan mutuamente. 

lunes, 16 de octubre de 2017

"PARTIDA DE NACIMIENTO" SUBRAYADO (VIRGINIA COSIN)


El living, un domingo a la noche, es un terreno en el que acaba de terminar una batalla silenciosa entre los objetos y el tiempo.

Estoy demasiado entera. Para convertirme en cenizas tendría que rallarme los huesos.

Te sentís lejos. Estás lejos. ¿Cómo remontar, ahora, y poner los pies sobre la tierra? ¿Cómo surfear sobre la incertidumbre, la cascada? Oscilando, yendo desde la boca del lobo hasta la panza de la ballena. La distancia es inabarcable. Las imágenes y los sonidos que destilaban los recuerdos empiezan a lavarse y a escucharse con sordina. Y la coraza de azúcar impalpable se disuelve como en una taza de café hirviendo.

Volví caminando. Mientras el sol se ponía, mi cuerpo cruzó la ciudad como si fuera un contorno filoso que rebanaba el mundo, abriendo un hiato entre las cosas y yo, entre la gente y yo, entre el mundo y yo, entre yo y yo.

La locura es una piedra en medio de una mata de pasto. Cualquiera puede tropezar y desnucarse.

¿Dónde hay que bucear para encontrar las causas de la imposibilidad?

A veces, solo a veces, me acuesto sobre un mar oscuro como el petróleo y me dejo teñir el corazón, hasta que se convierte en un gato negro que se afila las uñas y me hace sangrar por dentro.

Soy una de esas mujeres que sale un domingo a la calle porque hay sol, pero una vez que está parada en la vereda no sabe dónde ir.

Volviendo a tu casa te encontrarías repitiendo, para vos misma, en un susurro, como si rezaras: quiero mi vida de vuelta, quiero mi vida de vuelta. Una vida hecha de retazos, de saldos, de ofertas desaprovechadas. Harías malabares, por el desfiladero de tu memoria, con todas las oportunidades que perdiste. Y las verías estrellarse, contra el suelo, como naranjas podridas.

Antes de que anochezca, dicen las brujas, en el páramo, van a interceptar a Macbeth. A esta hora la conciencia de Lady Macbeth chorrea sangre. Ella se restriega las manos para quitarse los crímenes de encima y daría cualquier cosa, cualquiera, por volver el tiempo atrás. Este es el instante en que me siento a esperar la hora futura.

No se vuelve al origen sino recorriendo un camino distinto, un camino otro, dando un rodeo, esquivando. Cuando se llega, el lugar, uno, está cambiado. A veces hay que taparse los ojos con las manos para poder escuchar. A veces hay que repetir, repetir, repetir, repetir, para oír la diferencia.

Nadie puede mirar su propia cara. Frente al espejo se posa. Se es otro. Otra persona. Las fotos reproducen un instante, apresan apenas un gesto fugaz. Cómo saber cómo soy. Cómo saber que ven los otros en mí. No me conozco. Puedo ser ella. U otra.


Hay una voz en mi cabeza que habla demasiado fuerte. Cuanto más esfuerzo hago para callarla más se empecina en que la escuche. Pero si intento retener las palabras para reproducirlas luego en un papel, una por una, se diluyen. 



Nacida en CaracasVenezuela, Virginia Cosin vive en Buenos Aires desde los cinco años. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires (UBA), cine en la Escuela Nacional de Experimentación Cinematográfica del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) y dramaturgia en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático (EMAD) dirigida por Mauricio Kartun.
A fines de 2011 publicó la novela Partida de nacimiento en la editorial Entropía. Publicó cuentos en diversas antologías como Replicantes, en la editorial El fin de la noche​ y Cuarenta grados a la sombra, en Editorial Planeta. ​
Colabora en distintas publicaciones nacionales como la revista de cultura Ñ del diario Clarín, el suplemento Radar de Página 12, ​ la revista Brando, la publicación digital de Otra Parte y Eterna Cadencia. ​
Trabajó como guionista para Canal EncuentroFox y Discovery Channel entre otros. Coordina encuentros de escritura literaria y de lectura en forma grupal e individual. 

domingo, 8 de octubre de 2017

"LA OCTAVA MARAVILLA" SUBRAYADA (VLADY KOCIANCICH)

Cuando del destino se trata, no hay otro modo de abordarlo que remar río atrás, corriente arriba, en búsqueda de una orilla reconocible de la que se pudiera haber partido.

Ahí estaba precisamente su mayor encanto, en el notable divorcio entre forma y contenido.

Más que cualquier sentimiento humano, el amor es una cosa del presente.

Para alguien que siempre ha dormido bien o tiene sueños agradables, despertarse en mitad de la noche sudando frío, pasando la otra mitad tratando de interpretar un sueño tan absurdo como aterrador, es un sufrimiento que puede cambiarle la vida.

En el gris de los ojos, por detrás de una corola de pétalos dorados, se alza una tenue luz que inunda progresivamente la mirada hasta convertirla en un único brillo de metal.

La desesperación estimula el ingenio.

Cuando uno trata de escribir sobre sí mismo, descubre que la emoción más honda convive con un montón de pavadas.

Su relación con los libros era la de una ciega que domina el alfabeto Braille pero ignora que las letras forman palabras, las palabras expresan conceptos. Le encantaba tocarlos cuando tenían la forma colorida y brillante de una edición costosa, pero el mundo que absorbía la yema de los dedos no lograba pasar el ángulo del codo.

En la vida de un hombre, que es muy corta no duele lo que se ha perdido. Duele la huella donde ha estado el pie.

Cuando dejaba el libro y salía del cuarto, creía pasar de un mundo a otro mundo, de la acción a la inercia. Y me faltaba un poco el aire, me pesaban las piernas, como si regresara de placeres sanguíneos, de carreras y pruebas que habían exigido toda la fuerza de mis músculos, la concentración de toda mi carne en el soporte de los huesos.

El jardín, como en unos minutos más lo haría mi cuarto, se había hundido ya en las profundidades de un azul metálico, desparejo, ese estertor del verde antes de morir en el negro y la noche.

El intento de posesión de algo tan delicado y precario como el alma de una persona es una acción abominable que tarde o temprano recibe su castigo.

Imaginaba el abandono como una muerte. No se me ocurrió que la vida suele tener más imaginación que uno, que siempre queda espacio para otros dolores.

El paraíso debe ser un lugar donde la gente lea las palabras que hay detrás de las palabras.

En el infierno, el diablo teje. Y uno va y lo busca, con tal de no estar solo, con tal de hablar con alguien.

Sabemos tan poco de este mundo. Muchas veces me pregunto qué absurda pero necesaria locura hace que nuestro paso por él esté tan lleno de confianza.

Si el miedo nace de la ignorancia, será como pelar una cebolla. Siempre se encuentra otra capa debajo.

Miré cómo resbalaba el sol por las columnas, en camino a la plazoleta y a la fuente allá abajo. Una mano hábil y silenciosa borraba sombra a sombra, azul a azul, volvía de oro un pez de mármol verde y ponía chispas en el agua que brotaba de una gran boca abierta, antes negra e inerte en la oscuridad.

Sentí el agobio de la soledad, como una estaca que clavan en el desierto. Sentí el horror de ser eso, la estaca hundiéndose en la arena, y la tentación de aceptarlo, de no luchar. Las ganas de quedarme para siempre en esa cama, en ese cuarto, mirando el cielo raso, ganas de abandonarme y dejar que me venciera la pura naturaleza física de la existencia, sin pasado, sin futuro, sin pensamiento ni memoria, hilándome rítmicamente en el vacío, como el copo de lana en una rueca.

Un día de verano en Buenos Aires me demuestra claramente que la solidez de las cosas no existe en la medida que la veo. Este cuarto, estas paredes y estos muebles, esta máquina de escribir, bajo la presión de un cielo nublado que empuja furiosamente el sol como el cocinero la tapa de la olla que se desborda, comparten conmigo una extraña vulnerabilidad. Salvando las distancias, la mesa y yo, conjuntos ordenados de electrones y de protones, sufrimos el mismo verano. Y no es consuelo para ningún hombre sospechar que este mundo que le parece tan compacto es como él, una criatura de vacío atravesada y sostenida por invisibles fuerzas en carrera, expuesta a todo, encerrada en su propia caja de tiempo.



Vlady Kociancich nació en Buenos Aires en 1941. Los viajes, el gusto por la literatura anglosajona y una particular visión de Buenos Aires han signado todos sus libros, que fueron traducidos a varios idiomas. Publicó las novelas La octava maravilla (1982), Últimos días de William Shakespeare (1984), Abisinia (1985), Los Bajos del Temor (1992, Premio Sigfrido Radaelli), El templo de las mujeres (1996, finalista del Premio Rómulo Gallegos), y los libros de cuentos Coraje (1971), Todos los caminos (1990, Premio Torrente Ballester, España) y Cuando leas esta carta (1998). En 1988 obtuvo el Premio Jorge Luis Borges, otorgado por el Fondo Nacional de las Artes. (Información de la solapa de la edición de Seix Barral – Biblioteca Breve).

El Bosco, el Jardín de los Sueños - José Luis López Linares

Una invitación a pensar lo impensable.

Maravillas. Maravillas humanas. Maravillas animales. Animales fantasmagóricos. Nunca sabes si existen de verdad o solo existen en la imaginación.

A esto apunta el documental El Bosco, el jardín de los sueños, a escaparnos de nuestra realidad cotidiana para sumergirnos en un paisaje onírico que fue creado hace más de 500 años. El título del cuadro en cuestión es El jardín de las Delicias y parece ser una gran metáfora en sí misma. 

Su autor es Hieronymus Bosch, pintor holandés conocido como El Bosco. No se sabe la fecha exacta de su nacimiento, de qué murió y en qué año. No se sabe a ciencia cierta cuándo fue realizada esta obra, si en su etapa joven o adulta, no se tiene un registro detallado de sus pinturas por lo que es difícil discernir cuáles son suyas y cuáles fueron realizadas por sus imitadores ya que El Bosco no acostumbraba a firmar sus obras. Recordemos que la Edad Media fue una época de autores que se copiaban en cadena sin citarse y no existían los derechos de autor en ninguna disciplina artística. Y por si fuera poco existen enormes lagunas en la documentación de su vida que lo vuelven aún más misterioso. 

El semblante de este artista enigmático solo aparece en un grabado hecho por Cornelis Cort, colaborador de Tiziano, en donde, debajo del retrato y a modo de pie de página, escribe: ¿Qué ven, Hieronimuus Bosch, tus ojos atónitos? ¿Por qué esa palidez en el rostro? ¿Acaso has visto aparecer ante ti los fantasmas de Lemuria o los espectros voladores de Érebo? Se diría que para ti se han abierto las puertas del avaro Plutón y las moradas del Tártaro, viendo como tu diestra mano ha podido pintar tan bien todos los secretos del Averno.

Algo de eso hay en las pinturas de este artista holandés: una especie de revelación a un universo de bestias y humanos que deambulan en paisajes tan extraños que parecen de otro planeta. De hecho lo han acusado de pertenecer a una secta esotérica, de cripto-cátaro y de alquimista.

Más cercano al surrealismo que al realismo típico de la época, la originalidad de El Bosco no estriba en que haya imaginado seres monstruosos —había infinidad de ellos en los marginalia, arte utilizado por los iluminadores en los manuscritos medievales— sino en haberlo llevado como figuras centrales en obras de grandes dimensiones para ser exhibidas al gran público.

El Bosco, el Jardín de los sueños es un proyecto audiovisual dirigido por José Luis López Linares y patrocinado por el Museo del Prado y la Televisión Española. A través de los testimonios de escritores de la talla de Cees Noteboom, Laura Restrepo, Michael Onfray, Orhan Pamuk y Salman Rushdie; de filósofos como Michael Onfray, cantantes, directores de orquesta, historiadores del arte, una soprano, un dramaturgo, un dibujante de cómics y hasta una neurocientífica, estos artistas, científicos y pensadores tratan de descifrar desde sus diferentes disciplinas la enorme polisemia de este tríptico.

Un tríptico que en su época solo podía ser visto cerrado ya que se abría en momentos especiales. De esta manera podía vislumbrarse un mundo plano —según las creencias de la época— incoloro y sin vida. La fuerza y la policromía de los matices, los arrebatos sensuales de sus figuras blancas y el destino al que esa misma libertad de acción y pensamiento aguardaría en el más allá, era posible verlo en contadas ocasiones. En los tiempos actuales el cuadro es exhibido abierto y en todo su esplendor.

De esta manera podemos ver que en la primera tabla del tríptico aparece un Adán y Eva libres del pecado original; en la parte central se despliega el jardín propiamente dicho —en donde transcurre el desenfreno de todas las criaturas humanas— y un paisaje terrible y oscuro aparece como epílogo en la última tabla, llamada también Infierno Musical —la música profana estaba considerada una guía hacia el pecado— que cierra, de esta manera, el recorrido visual. Y este es el recorrido que José Luis López Linares nos propone hacer.

El film comienza con los rostros asombrados de los espectadores. Luego, a partir de las figuras que vamos viendo en detalle, se desatan una serie de interrogantes que solo pueden ser respondidos de manera difusa y aproximada. Nada en la obra de El Bosco, que el film disecciona como una suerte de autopsia artística, está sujeto a una interpretación absoluta. Todo en él es una enorme alegoría.

En su libro de ensayos Arte y Belleza en la Estética Medieval (1987), Umberto Eco dice: El cristianismo primitivo había educado en la traducción simbólica los principios de la fe; lo había hecho por motivos de prudencia, ocultando, por ejemplo, la figura del Salvador bajo el aspecto del pez para eludir, a través de la criptografía, los riesgos de la persecución.

A partir de entonces, ya con la simbología cristalizada en el imaginario colectivo medieval, el mundo en su conjunto se transforma en un símbolo a descifrar. El jardín de las Delicias es precisamente eso, un gran tapiz pictórico y simbólico, exuberante de seres y animales que parecen salidos del sueño más febril y en donde todo está sujeto a la resignificación. En donde el unicornio, animal fantástico y adoptado como símbolo de pureza, se vuelve más real que el tigre o la jirafa.

El hombre árbol, el árbol de la vida, los cientos de animales —algunos realmente monstruosos—, las grotescas poses de las personas, un cuchillo saliendo de un par de orejas, parejas encerradas en burbujas, un hombre pez devorando humanos, infinidad de frutas exuberantes —se le ha llamado también El Cuadro de las Fresas—, elementos de tortura, fuentes de agua cristalina, edificios en llamas, pueden simbolizar conceptos tan vastos que, paradójicamente, puede, a su vez, no representar nada. Podría ser el simple delirio de un pintor con un exacerbado sentido del humor.

Hay una secuencia en el documental en donde el director realiza una interesante analogía entre los grupos aglutinados del cuadro con las concentraciones populosas de los conciertos de Woodstock, tanto unos como otros parecen estar en estado de éxtasis. Es uno de los momentos en que la cámara se desplaza fuera del cuadro para centrarse en otros ámbitos.

Lecturas hay infinitas. Tantas como las 40 000 personas que pasan a diario por la sala del Museo del Prado en donde es exhibida.

Mención aparte merece la elección de la banda sonora. Si bien no podía estar ausente la música clásica como los temas Primavera y Verano de Vivaldi bajo la dirección del increíble Max Ritcher, es un hallazgo encontrar Il Sogno: Oberon and Titania orquestado por la London Symphony Orchestra y Elvis Costello y un tema netamente pop como lo es God and Monsters en donde Elizabeth Woolridge Grant, más conocida como Lana del Rey canta muy acertadamente: En una tierra de dioses y monstruos yo era un ángel, viviendo en el jardín de la maldad, herida, asustada, sin hacer nada de lo que necesitaba, brillante como un faro ardiente.

Narrado en off por el profesor Reindert Falkenburg, que hace las veces de hilo conductor de la película, la propuesta del documental es seguir promoviendo lo que se supone fue su misión didáctica original: promover la conversación (conversatio) de los presentes en torno al cuadro. Si bien el público ha cambiado en su manera de interpretar el mundo en estos últimos cinco siglos, el mismo Falkenburg sentencia una idea que perdura hasta nuestros días: el Bosco ha sido capaz de crear una máquina que enciende la imaginación del espectador e incita a la interpretación sin siquiera darnos una pista.


En definitiva, El jardín de las Delicias como cuadro y El Bosco, el Jardín de los Sueños como película, son ventanas en donde solo se encuentran interrogantes. Las respuestas son tantas como tantos ojos pueden verla. Esta película es un buen acercamiento para seguir maravillándonos con una obra inclasificable que el paso del tiempo, no solo no la clarifica, sino que la vuelve cada vez más inexplicable.